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La escuela
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La escuela

miércoles 05 de octubre de 2016, 11:22h

Aquella mañana era muy especial. Mi tía iba a acompañarnos, a mi primo y a mí, en lo que había de ser nuestro primer día de escuela.

Recuerdo que no había nubes en el cielo y que en las viñas colgaban los racimos repletos de uvas con sus caras gorditas. Me había puesto calcetines nuevos y
eran nuevos también el cuaderno azul, el lápiz y la goma de borrar. La cartera no, la cartera la heredaba de mi hermano, quien ya la desechara. Pero no me importaba, y la agarré con fuerza por el asa deforme.

Luego de desayunar un tazón de café con leche en el que había troceado el moño de una hogaza de pan, mi tía marcó una buena raya con el peine, primero en la cabeza de Luís y luego en la mía. Y así nos echamos al camino, bien sujetos, cada cual a una mano de nuestra protectora.

Vivíamos en una casa situada al borde de la carretera, pero para ir a la escuela tomábamos un camino que salía desde la parte posterior, un camino estrecho que iba atravesando fincas que parecían guardar todavía la ternura de los frutos e incluso el calor del verano. Solo había alguna casa salpicada aquí o allá.

En ocasiones debíamos caminar en fila -lo que no era motivo para soltar la mano de nuestro baluarte familiar- tal era la estrechez del camino, y otras nos adentrábamos, más juntos si cabe, en un camino hondo

que los árboles cubrían por completo dándole al recorrido el oportuno aire de misterio. ¿Quien me podría garantizar a mí que desde una de aquellas grandes ramas no seguía nuestros pasos un arquero camuflado, tal como ocurría en Robin Hood? Un arquero o un pájaro curioso, aunque en este caso daba igual.

Fue, sin duda, un recorrido emocionante ya que todos los atractivos hasta ese día, para nosotros, habían consistido en saludar a los camioneros con la mano, cuando nos sentábamos a la puerta de casa después de comer. O bien en bajar hasta la playa y, allí, hurgar pececillos por las rocas durante la marea baja.

Ahora me veía atravesando horizontes nuevos, y aquello resultaba fascinante. Tardamos unos diez minutos en llegar, no más, pero eso fue una mera circunstancia material que habría de conocer después. De hecho, el viaje de aquel día me pareció mucho más largo. Puesto que no nos cruzamos con un solo campesino conocido, el recorrido equivalía poco menos que a una expedición por un terreno virgen.

A punto de llegar enmudecí, justo en el momento en que mi tía dijo: "ahí está". Lo que se veía era un viejo castillo en lo alto de una pequeña loma. Enmudecí, ya digo, y quedé maravillado a la vez que se despertaba en ambas rodillas un asomo de temblor.

Había tenido tiempo de escuchar en casa (una casa que compartíamos mis padres y mi hermano y yo con mis tíos y sus hijos, que eran cinco y nos peleábamos a veces) que el maestro era un viejo que pegaba, usando para ello una vara de caña india que batía sobre la palma de la mano cuando alguno de sus alumnos no sabía la lección.

He de decir que en su momento no me importó, ya que estaba dispuesto a estudiar lo que fuese necesario, pero al ver el castillo y su apariencia de fortaleza inexpugnable, quizás un reflejo de lo que pudiera existir dentro, las fuerzas me abandonaron un poco.

Era un dia claro cuando habíamos salido de casa, pero ya había una nube amenazante que asomaba en el cielo (al menos en el de mi imaginación).

Con razón existen las pesadillas: siempre hay algo que sale mal. En ese caso lo que para mí suponía una relación directa entre las proporciones del castillo y la fama del maestro. ¿Y por qué no regresar a casa con cualquier excusa? Pero no, estaba obligado moralmente a mantener una aparente frialdad delante de mi primo, quien, a buen seguro, pensaba en ese momento de un modo similar al mío.

Llamamos, pues (llamó mi tía), al gran portalón de madera y tardó un poco en abrirnos una niña sonriente que llevaba una trenza atada por un lazo rojo.

  • ¡Hola! ¿Qué queréis?
  • Queremos ver al maestro- dijo mi tía. Mi primo y yo solo cruzamos una mirada de apoyo mutuo buscando ganar algo de confianza.
  • Por aquí- dijo, y nos hizo un gesto muy gracioso con la mano para que accediésemos al interior. Se volvió, empujó el portalón con las dos manos hasta que se cerró con un portazo y, dando un respingo, se colocó delante de nosotros para indicarnos el camino.
Estábamos en un patio grande un poco descuidado y a nuestra derecha había una escalinata de piedra, hacia donde nos dirigimos.
  • ¡Abuelo! ¡Abuelo!.
De pronto asomó por una de las ventanas. Era un hombre canoso y con barbas que llevaba unas gafas de medio cristal cabalgando sobre la nariz.
  • ¿Qué ocurre, Anita?

Tenía una voz ronca que a mí me pareció hecha para mandar. Nos miró, hizo una mueca (¿de desagrado?) y dijo: ¡suban!

Mi tía le explicó y al poco se fue dándonos un beso a cada uno y dejándonos en un paisaje hostil de pupitres de madera. Antes de desaparecer pronunció aquello de ¡portaros bien! pero no contestamos ninguno de los dos.

Una vez a solas, don Ricardo (¿corazón de león?, pensé para mí) nos miró a los ojos y preguntó

  • ¿Es que no tenéis previsto portaros bien?

Sí.

Sí.

De acuerdo. Ya veremos. De momento os sentaréis aquí.

Nos señaló un pupitre a unas cuatro filas de su mesa, es decir, a una distancia prudencial, a donde -me dije- seguro que su vara india no llega, de ser utilizada de un modo normal. Me tocó el asiento de la ventana, desde donde podía ver el otro lado del patio y en donde viviría, seguro, Anita, nuestra dama del castillo. Como en los cuentos.
Supuse que viviría allí porque en las ventanas había unos visillos con dibujos que deduje habían sido colocados por la misma mano que anudó el lazo de la trenza de Anita.
Los días transcurrieron felices e infelices, a juego con mi pequeño e impresionable corazón. Así hasta que, una tarde, don Ricardo me llamó a la palestra. Miré a ambos lados; miré hacia la ventana; puse en orden el lápiz; casi tropiezo y me caigo por culpa del soporte fijo de la mesa; pasé la mano por el pelo recién peinado; accedí al patíbulo.

Oí el canto de un mirlo mientras cambiaba de laurel. (Pensé en unirme a su fuga). La pizarra me pareció bastante más borrosa de lo que se percibía desde lejos y el silencio que se hizo en el aula lo juzgué innecesario, casi amenazante.

Tuve que leer de pié, mirando hacia mis compañeros, en un libro, el del maestro, que no paraba de temblar (algo que me parecía ridículo, en verdad, y comenzaba a ponerme nervioso), donde se contaba una historia un poco tonta de un tigre que perdonaba la vida a un cervatillo y, a juzgar por cómo estaba contado, diríase que la fiera sonreía consciente de su buena obra. Me lo sabía de memoria, pues lo había leído varias veces, y siempre me había parecido un poco ridículo. ¿Acaso no conocía yo, a través de otras historias más reales, que un cervatillo es una presa fácil para uno de los animales más ágiles y astutos de la selva? ¡Eso por no hacer mención a lo que mostraban los programas de Naturaleza que daban por la televisión! ¡Y por no hablar de la teoría de Darwin, expuesta por mi tío en más de una ocasión, quien, a pesar de ser únicamente celador del puerto, sabía un montón de cosas relacionadas con los animales y con la geografía!

Pues bien, el caso es que allí, de pié, fui victima de un cruce entre mi voluntad de leer y mi presunción de soltar la historia de corrido y de memoria para sentarme cuanto antes, y ello dio como resultado que don Ricardo, cuya voluntad hacia mí no había parecido hostil hasta ese momento, comenzase a hacer un gesto instintivo de ordenar algunas cosas que tenía sobre la mesa (entre otras la famosa vara india, enfilándola -pensé- un poco mejor hacia mi mano) y a tomar un cierto color rosado que probablemente no era lo más recomendable para su salud.

¡Pero yo qué le iba a hacer!: la palabra tigre no me salió ni una sola vez a la primera; puse, de pronto, al alcance de su hocico a un cervatillo que no había sido presentado todavía en escena (me había saltado una línea), y, aunque mi voluntad era extraordinaria en favor de que saliese una historia entretenida y verosímil parecida a la del libro (o aún mejor) el caso es que, a los ojos y el entendimiento de mi maestro, que era de los de "línea tras línea y todo por su orden natural", la cosa no iba nada bien.

  • No te pongas nervioso y no me pongas nervioso -terminó por decir.
Yo oí solo lo segundo y pasé la página sin querer.
  • A ver, comienza de nuevo.
Tenía plena confianza en mí y en el cuento, por eso comencé de inmediato: "Se llaman accidentes geográficos..."
  • ¿Cómo? -El cómo entiéndase muy acentuado en la primera sílaba.
Ahora sí que, materialmente, comenzaban a empañárseme los ojos.
  • Abuelo, te llaman al teléfono. -Anita había entrado para dar el aviso y Crispín, su perrito, se coló en el aula.
  • Ahora vuelvo -dijo el maestro, volviéndose hacia la clase, a la vez que me ignoraba displicentemente.

Por eso tomé la frase como el aviso de una tormenta inminente; y así me lo ratificaron los cuchicheos de los mayores, los que se sentaban en las mesas de delante, pues sonreían señalándome con la mirada.

Estaba tan aturdido que me quedé seco y tieso como un palo. Cuando volví la vista a la página me dije: ¡claro, pero si es que ahora lo que me he saltado ha sido el tigre!. Lo que sí había, y bien pegado a mí, era el chucho de Anita, entretenido en lamerme una pequeña herida que tenía en la pierna izquierda. Lamía, eso sí, con una gran delicadeza, casi sin molestar, y a mí no se me ocurrió hacer nada para apartarle, de tal modo me encontraba petrificado y a la expectativa.

Sentía sobre mí la nube de la amenaza y me pareció por ello que cualquier movimiento que realizase podría ser tomado en mi contra. De ahí que, como resultado de todas las circunstancias descritas, comencé a sentir pequeños espasmos –algo así como una necesidad de ir al servicio-, a pesar de lo cual permanecí firme en mi lugar.

  • A ver, ¿por dónde íbamos?

Había entrado de nuevo don Ricardo, esta vez con paso sereno y exento de agitación. Tal vez las noticias habían sido positivas, lo que me llevó, inconscientemente, a bendecir la invención del señor Bell. Mis compañeros, pues, ávidos ya ante la forma en que iba a desencadenarse el temporal, habrían de esperar, los muy malvados.

Tratando de dominar la situación, comencé a leer: " Los accidentes geográficos..."

El señor maestro se colocó los lentes sobre la frente, me miró, sonrió...

  • ¿Tanto miedo le tienes a la selva?

Sonrisa boba la mía (después de haber recuperado, con un gesto veloz e instintivo, la página correcta) y sonrisa maliciosa, reclamando tragedia, la de los mayores.

Pero había en el ambiente algo que me tranquilizaba.

  • Está bien, está bien. ¿Y tú sabrías decirme lo que es un accidente geográfico?
  • Un cabo, por ejemplo -respondí como una bala.
  • Muy bien. ¿Y puedes citarme alguno?

Y entonces fue la mía: Machichaco en Vizcaya, Quejo y Ajo en Santander, Peñas en Asturias...-sentí de nuevo el lameteo del chucho, hice un gesto con la pierna para alejarle de mí, y continué- Estaca de Bares, Ortegal, Touriñán y Finisterre en La Coruña...

En efecto, me los sabía todos de corrido. Y también los estrechos de Europa en pronunciación doméstica: Sajerrá, Categá, Sun, Gran Bel, Pequeño Bel...¡No había pasado tardes ni nada con mi tío estudiando los mapas! Sobre todo las tardes de lluvia, las mejores sin duda. Me encantaban los mapas y mi tío se sabía multitud de cosas de memoria: los lagos, las montañas...

Don Ricardo estuvo un rato mirándome y sonrío de nuevo. La vara permanecía sujeta todavía entre las yemas de sus dedos. Solo cuando abrió la mano para apoyarla sobre un libro descansé.

  • A ver, Sánchez, venga para acá.

Era uno de los mayores, y cambió de color al oír su apellido. Yo cerré el libro, acaricié al chucho, que esperaba a mi lado, y me senté.

No tardamos en salir y regresé solo, pues mi primo Luís no había ido ese día. Elegí un árbol viejo en un lugar frondoso para hacer pis. Mientras escuchaba el juego entretenido de los pájaros mezclado con el repiqueteo de mi arco líquido al batir contra la tierra seca -un combinado que me producía un bienestar casi celestial- repetía para mí, ya liberado: Machichaco en Vizcaya, Quejo y Ajo en Santander, Peñas en Asturias... Y sonreía feliz.


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