Soledad Galán posee un verbo ágil y se ha enfrentado a Isabel II de una manera irónica y divertida. Ha dejado de lado los problemas políticos que tuvo, aunque los trata de manera somera para mostrar el entorno histórico, y se fija más en los numerosos amantes que tuvo, en especial con el general Serrano, conocido popularmente como el General Bonito, y los lugares o, más bien, palacios, donde vivió esas aventuras. El Palacio de Oriente, La Granja, sobre todo, Aranjuez, Ostende y el Palacio de Castilla en París. Todo ello compone una novela original donde la sonrisa no se nos caerá de la boca, como a ella.
De Isabel II han escrito autores como Ramón María del Valle Inclán o Pío Baroja, ¿le gustaría que le comparasen con ellos o preferiría otros?
Me siento abrumada porque se me está comparando con Valle-Inclán y Anaïs Nin. Dicen que tengo “la expresión erótica de Nin y la irreverente pirotecnia verbal de Valle”.
Recuerde a quien recuerde, me quedo con lo que ha escrito Carlos Mínguez, de la Agencia EFE, sobre mí: “Una voz narrativa distinta, única para conducir al lector por este viaje apasionante”.
¿Por qué escogió a la reina Isabel para escribir una novela?
Doña Isabel de Borbón es la persona más biografiada de España y, sin embargo, es también la más desconocida. Durante dos años y medio estudié todo tipo de archivos sobre la mujer y la reina; entre ellos, las cartas que escribió o que le escribieron, cartes de visite, fotografías, dibujos de niña… Y comprendí que era hora de que ella misma contara su historia. Además, cuando leía una de sus biografías, observaba que en una época determinada se le situaba una serie concreta de amantes mientras que en otra biografía se hablaba de nombres diferentes para la misma época, o de una mixtura de ambos. Eso me hizo pensar en la frase de Lévi-Strauss: “El mito es una mentira que dice la verdad”. Cuánto había de mentira y cuánto de verdad, eso es lo que decidí averiguar. Así que “El diablo en el cuerpo” es la venganza humorística, libertina y sensual de Isabel II frente a todos los que han escrito sobre ella. Es su propia voz, en primera persona, cáustica, carnal. Rotunda.
¿Qué características destacaría de esta reina?
Con lo que me quedo es que, en un mundo donde la mujer era el “ángel del hogar” (no podía sentir placer ni perseguirlo ni exigírselo a los hombres, pues ella sólo servía al placer del varón), Isabel vivió plenamente el placer. Lo persiguió y lo exigió. Es más, se opone a que el rasero sea tan diferente para hombres y mujeres que disfrutan abiertamente de su sexualidad. Ya en el exilio, le reprocha al marqués de Molins que ella haya tenido que abandonar España por tener amantes y, sin embargo, su hijo sea ahora el rey, viva en su palacio Real, “teniendo éstas y las otras”. Haciendo lo mismo. Su conclusión es brutal: “las hembras se encaman en los reales sitios y los varones en pisitos de la cuesta de Santo Domingo o en palacetes como el sito entre las calles de Alcalá y Jorge Juan. Hombres. Me han hecho pasar las de Caín, con haberlos amado tanto”. Yo me pregunto si, respecto de estos asuntos, hay diferencias entre el siglo XIX y el XXI. La respuesta unánime de las lectoras de “El diablo en el cuerpo” es un no requetegordo.
Obligada a casarse con su primo hermano Francisco de Asís de Borbón, su matrimonio hizo agua desde la noche de bodas. ¿Le ha costado describir a la reina castiza en su novela?
Lo complicado fue encontrar el tono justo, de retranca castiza. Ese modo de Isabel de “decir verdades como puños”. “De armarlas bien gordas”. De reírse de sí misma y de quienes la rodeaban. Creo que casi todo, con el poso oportuno, puede ser contado desde el humor. Así vivió ella una vida trágica, desde la risa. También desde el exceso y la contradicción. Pasaba de la risa al llanto con la misma facilidad que del encame al confesionario. No olvidemos, además, que se plantea la evolución de un personaje desde niña locuela y caprichosa de 16 años, casada con quien no puede satisfacerla en modo alguno, a mujer que ha aprendido del desamor, de la pasión, de la vida. Del pecado y de la culpa. Y que llega a adquirir una suerte de inteligencia emocional perspicaz. “Todos decían que era tonta verdadera o tonta fingida. Pero que era tonta lo tenían por seguro”. Y es que a veces es mejor no saber que saber. O hacer como que no sabes, nos dice.
Luego estaba la cuestión del lenguaje, opté por uno coloquial, de frases muy cortas. Un lenguaje a caballo entre el XIX y el XXI, con una parte de rigor histórico y una parte de invención. Nada moderado en su forma de conducirse, pues estamos ante una reina excesiva que reniega de moderaciones. Una reina galdosiana, popular, inculta, que se ríe con Narváez de sus faltas de ortografía y de su escaso vocabulario. Una reina de coplillas y chismes. Pero una reina también certera en sus sentencias.
En ocasiones han tachado a la reina de ninfómana y usted narra alguna situación un poquito subida de tono. ¿Le ha dado rubor hacerlo?
No es una novela histórica, aunque mantenga un gran rigor histórico. De ahí mis años de documentación para que el rigor no se tambaleara en ningún momento. Y tampoco es una novela erótica, aunque guarde una gran carga sexual. Es una novela contada desde la intimidad de una persona, desde el único reducto que le dejan a una mujer a la que no le permiten gobernar. En su vida pública, reina pero no gobierna. E Isabel sabe que si puede tener el mando es sólo en el goce de la privacidad. A partir de ese erotismo, de esa sensualidad como lucha de poderes, se cuenta el final de una España y el inicio de otra. El final de la pintura en favor de la fotografía. Me ha sorprendido gratamente que los historiadores se hayan rendido ante esta forma de acercarse a los misterios, intrigas y traiciones de la vida de Isabel. Isabel se nos muestra con sus miserias y con sus bondades. Si me avergonzara plasmarla así sería tanto como avergonzarme de mi propia sensualidad, de mis propios goces y de mis propias contradicciones. Somos lo que somos, nos cuenta una reina divertida desde el purgatorio. Y, cuando tomamos nuestra vida en nuestras propias manos, sucede algo terrible: no hay a quien echarle la culpa.
¿De ahí que utilice el humor en la novela?
Sí, porque es el recurso que le queda a una persona como Isabel (su propia madre se empeñó en que fuera inculta para poder manejarla a su antojo y expoliar un país entero), a quien destrozan el corazón y ha de “aprender a mataduras”, a quien traicionan todos los que la rodearon, de quien se sirven para sus trapicheos políticos. Sólo le queda el humor y el goce sensual, y se entrega a ellos por igual. Hasta el exceso. Quizá hasta la destrucción.
¿Cuánto de ficción y cuánto de realidad hay en la novela?
“El diablo en el cuerpo” es un juego con el lector, que ha de averiguar qué es real y qué es una invención. La propia memoria de la reina invita a este juego. La reina recuerda lo que quiere y como quiere porque para eso es la reina doña Isabel II de España. Amos, anda, diría ella.
Ahora que ha pasado de los libros de no ficción a la ficción, ¿va a continuar por este camino? Tengo en la cabeza un ensayo y una novela. Los dos están tirando con la misma fuerza de mí, por ahora. Y es que ambos géneros me apasionan por igual. Ya veremos si gana uno de los dos, o nacen de la mano.
En la novela trata la homosexualidad de su marido y se detiene en los amoríos de la reina con el general Serrano. ¿Fue su gran amor el general Bonito?
La relación con Francisco Serrano es una relación de dos amores enfrentados: Isabel lo quiere a él; Serrano quiere España. Cuando Isabel se entrega a él hasta el punto de estar dispuesta a renunciar a la corona, él la traiciona. Años después consigue echarla de España con la revolución de 1868.
Él fue el gran amor de su vida y quien le destroza el corazón. A una niña que no tenía quien la consolara. Quién iba a consolarla, su madre que intrigaba contra ella (“Con mi mamá como la reina de los moderados, el amor fue mi oficio”); su marido, Paquito o “Paquita”, que tenía otras querencias e intereses y que estaba conchabado con franceses e ingleses, presto a vender España al mejor postor o su hermana, casada con uno de los grandes enemigos de Isabel, el duque de Montpensier , que acabó siendo su consuegro. “En Madrid me rodean las fieras”, dice con razón.
Después de Francisco Serrano entendió que el amor y la entrega de la propia piel no tenían por qué ir a la par. Que el “corazón tarda más en olvidar que el cuerpo” y que el suyo había tenido “por lo común muy poca memoria”. A partir de aquí ella pasa de aprendiz a instructora de goces. A medida que envejece, busca amantes cada vez más jóvenes. “En las semanas que siguieron le enseñé muchas cosas que desconocía y, en cuanto las hubo aprendido y probado a espuertas, lo despedí. No es bueno que el discípulo sepa más que el maestro”. Sin embargo, es una mujer que no le guarda rencor a Serrano. Cuando, años después, va a visitarla a París, ella no puede evitar sentir lo que siente aún por él: “A mí, con Serrano, me falta cama y me sobra habitación”. Ahí, en París, sólo desea volver años atrás, ser reina de España y que su general bonito le instruya otra vez en el dolor, en el placer. En la culpa.
¿Ha investigado quiées pudieron ser los padres de todos sus hijos?
Sobre los posibles padres de sus hijos, se podría escribir otra novela. En “El diablo en el cuerpo” la reina llega a decir: “José María Ruiz de Arana. El papá de la infanta Isabel […] Eran iguales. Agrisaditos. Pardos. Dos moscas cojoneras. Con los mismos ojos agitanados de Chiclanero. Y, como él, borregos hasta la hartura”. Pero no se detiene en ellos. Ésta no es la novela de los padres de sus hijos. Es la novela de Isabel reina. De Isabel mujer. Con lo que le gustaba ser mirada y remirada, no cedería ese protagonismo a nadie.
La novela se desarrolla en los diferentes palacios donde solía habitar para estar lejos de su marido. ¿En cuál de ellos se sentía más feliz? Me empeñé en que la novela se estructurara a partir de sus palacios. Isabel confiesa en el libro que ha amado sus palacios, mucho más que a sus hijos. Aunque lo que más ha amado ha sido la vida misma. la vida que tuvo y a quien fue en ella.
El palacio de Oriente representa la frialdad de su relación con un esposo forzado. La Granja, en cambio, es Serrano; es el verano entre todos los hielos que la rodean. Aranjuez representa el sentimiento más hermoso y puro que pudo experimentar jamás: sentir que alguien te acepta tal y como eres, sin pedirte nada a cambio. Y el palacio de Castilla es París: “no es lo que París te dio sino lo que no te quitó”.
En la novela cuenta los vaivenes políticos de España en sus años de reinado. ¿Fue una reina fácilmente manipulable?
No podemos entender nuestras carencias políticas sin investigar sobre lo que fuimos. Y lo que fuimos es el siglo XIX, una época de trapicheos, de negocios espurios. De madres que esquilman el país donde su hija es reina. De madres que se niegan a que su hija se instruya porque si se instruye puede empezar a cuestionar ciertas cosas. Isabel vivió por y para el goce, convencida de que el único reducto personal donde era plenamente libre era el de la sensualidad. Un personaje relevante de la época le dice a otro “reinar puede reinar, pero por su condición femenina no puede gobernar”. Isabel decide gobernar donde puede. Y donde sabe. La utilizan para sus medros y ella también se sirve de ellos.
Cuando compra un informe de la Prefectura de París con el detalle preciso del número, nombre y sesgo político de sus amantes, comprueba que se ha encamado con más carlistas que isabelinos. Y concluye que ha disfrutado tanto porque eran las caricias del enemigo. “Nadie como el mismito enemigo para regalarte amores a fin de obtener información. También prebendas”. Como dice un buen amigo, analista político, “ante una reina así, yo me cuadro. Qué hartazgo de política”.
¿Por qué cree que fue tan popular entre las clases populares?
Isabel comía en Lhardy, pero podía comer en Botín cordero asado en horno de leña sin pestañear. Iba en su coche, sola, a todo correr por la Puerta del Sol. Acudía a las corridas. Era amiga de fiestas populares y jaranas. Creía que la amaban porque le lanzaban requiebros a su calesín, y vivas. Sin embargo, entendió muy tarde que si Madrid o España amaban algo era el escándalo. Y que entre ese amor del pueblo y encontrarse a los propios toreros, con quienes había estado de parranda, detrás de las barricadas sublevándose contra ella había una línea muy sutil que no alcanzó a vislumbrar. Cuando lo hizo, ya era tarde. “Las revoluciones que se ven venir, vienen”, dice en la novela.
El título que emplea ya lo utilizó el escritor francés Raymond Radiguet fallecido con 20 años de edad en una conocida novela y que hace unos años fue llevada al cine. Ahora que se están realizando series televisivas y películas históricas, ¿le gustaría que se llevase al cine?
En ello estamos. Parece que la novela ha despertado el interés de algún productor al objeto de llevar a cabo una serie de televisión.
Respecto del título, me gustaría aclarar que nada tiene que ver con la magnífica novela de Radiguet. El diablo en el cuerpo era la expresión que se empleaba en el siglo XIX para definir a aquellas mujeres que no se plegaban a los dictados masculinos. A aquellas mujeres de culo inquieto, “endemoniadas”, se decía. De hecho, fue el embajador francés, François Guizot, quien antes de despedirse le dijo: “Señora, tiene usted el diablo en el cuerpo”.
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