Me ha parecido oportuno entresacar, en este sentido, en esta que vendrá a poder definirse como la historia narrada de un amor imposible, dos párrafos. El uno, cuando se lee: “Durante estos períodos de gélida amargura se le acentúa un rasgo que me perturba más que el propio enfado: una especie de ordinariez” Y el otro, más discursivo pero no menos significativo: “Igual que el niño al que hay que explicarle que un juguete nuevo es inofensivo, pues no se atreve ni a mirarlo, y poco a poco va perdiéndole el miedo y lo va tocando hasta que lo tira por el suelo, lo pisotea y lo hace trizas, respondiendo a la oscura necesidad de vengarse de un objeto que le ha asustado sin motivo” Esto es lo que Beckett -lector inquisitivo donde los hubiere- intuyo ha señalado atinadamente como una de las característica distintivas de este autor y que a lo ha definido como ‘el detalle perturbador’.
Estas líneas, creo, reflejan un grado narrativo-descriptivo en el escritor difícil de encontrar (ahí reside el rasgo de la buena literatura, aquella que, por lo atinado de la palabra elegida, suscita entusiasmo, necesidad de conocimiento, voluntad por descubrir o aclarar) y en ello, en este secreto delicado, la historia adquiere fuerza, solidez, al tiempo que invita a adentrarse necesariamente en la trama, en la historia humana que se muestra o manifiesta. Por cierto, un elemento crítico que se ha de aunar, asociar, a la labor llevada a cabo por el traductor y, dicho sea de paso, en esta ocasión su trabajo sale reforzado, consolidado.
El texto: un diario donde, con incisiva y perenne indagación reflexiva, se van adhiriendo a lo largo del transcurso del tiempo los matices –obsesión, deseo, juicio, miedo, necesidad- de una relación de amor minuciosamente descrita y que, de una manera casi inexcusable por la creciente intensidad de los que sienten, derivará en una separación que, a la vez casi necesaria, pareciera el lamento que define la tragedia, algo que se resume de un modo tan breve como deslumbrante, descarnado: “He pronunciado estas palabras –explica el protagonista, a modo de desagravio, de solicitud de perdón- conteniendo las lágrimas. Se las dirigía con el corazón en la mano a la única persona que había amado, la persona que me disponía a perder (a favor de otro, al que desconoce)” A lo que ella replica: “Entiendo que estés dolido, pero ten la decencia de no hablarme de amor”.
La esencia pura de la tragedia, su último significado, queda, entonces, explícito, en el sentimiento explicativo, casi necesario: “He advertido entonces la inmensa distancia que nos separaba”.
Y ahí fue todo.
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