De entrada, una paradoja. Sucede que el más “x” de los cromosomas, por lo que tenía de indescifrable, es el que parecía el más copulativo, el Y. Pero de eso nada. Demasiadas turbulencias cifradas, veinte años al microscopio, hasta que, al fin, este verano, se ha conseguido descodificar su entera secuencia. ¿Y qué se deduce? Que todos los hombres de este planeta tenemos un ancestro común, si cabe más vetusto, hasta 156.000 años. Y que, por supuesto, la Eva mitocondrial también tenía abuelos, tampoco necesariamente compartidos con ese Adán, ni muy sapiens, hace 500.000 años. De entonces a hoy el proyecto Pangenoma ha constatado una variabilidad genética del 0,1% dentro de nuestra especie. Parece una minucia, pero significa que pueden darse hasta tres millones de bases diferentes entre sólo dos personas.
Debe ser por eso que nos cuesta tanto entendernos. ¿Realmente los hombres son de Marte y las mujeres de Venus? Parece una pregunta poética, hasta que entra la genética. Entonces, más en los tiempos que corren, la pregunta cambia: ¿Habrá genes vinculados a la inteligencia dentro del cromosoma Y?
Medite su respuesta el biólogo molecular, el genetista, el columnista. En principio, el American Journal of Human Genetics dio la razón al movimiento woke. En el cromosoma Y no se ha encontrado ningún gen asociado al aumento de la inteligencia. Pero sí unos cuantos vinculados al incremento de la agresividad, el alcoholismo y el autismo. Con otra incómoda salvedad, por lo incorrecto: en determinadas versiones, el cromosoma Y sí podría intervenir en el desarrollo cognitivo.
¿Merece la pena el beneficio, habida cuenta de los riesgos? Es decir, puesto que el hombre, esa bestia abyecta, siempre es culpable, ¿sería posible un mundo sin nosotros? En 1995 lo consiguieron tres biólogos, a partir de las espermátidas de un hombre estéril. Hoy bastaría con replicar ese cromosoma Y en cualquier laboratorio. Que no somos nada, ya lo sabíamos. Queda por saber si la extinción es preferible a la involución.
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