La poética de Mireya Guzmán se inscribe en una tradición que podríamos vincular con María Victoria Atencia, especialmente en esa voluntad de desprenderse de apoyaturas externas, de referencias estables, para habitar una zona de suspensión donde lo esencial —como decía el Principito— permanece invisible. Como recuerda Atencia en su propia poética: “El poema es un salto al vacío. Porque lo que busca la poesía es 'anonadarnos' en esa especie de ‘nada’ que no es una falta de consistencia sino de referencia”. Mireya, desde el título de su obra, parece asumir ese desafío. Los poemas, distribuidos en breves secciones temáticas, conforman un tejido unitario centrado en una única pasión: el amor, en todas sus fases, desde el deseo (“Entrégate a la caída,/ al vértigo en el estómago,/ pues no hay mayor vacío/ que permanecer dormido”) hasta la pérdida, desde el gozo erótico hasta el duelo por la ausencia (“Encontré la belleza en unas alas mordidas”). Pero el tono no es el de la elegía ni el de la celebración, sino el de la entrega radical, casi mística, al vínculo amoroso como forma de conocimiento del mundo y de sí misma: “Seré lienzo para que pintes tus letras/ y entre los dos conjuguemos el verbo amar”. Aquí el amor no es solo experiencia sino lenguaje compartido, gramática corporal y verbal que se despliega en el acto de nombrar y ser nombrado por el otro. La autora trabaja en una zona de inmediatez emocional que es a la vez su mayor fuerza y su talón de Aquiles. Es decir, En el aire suspendido se nutre de una escritura fuertemente identificada con la experiencia biográfica, lo que le otorga una intensidad sincera y a menudo conmovedora, pero también la expone al riesgo de la literalidad o del exceso sentimental. En algunos poemas se echa en falta una mayor distancia estética, una depuración del lenguaje que permita a la emoción adquirir densidad simbólica, confundiéndose la transparencia expresiva con la eficacia poética. No obstante, hay momentos donde la intuición poética se impone con claridad, y surgen imágenes de notable fuerza lírica: “No voy a morir en tu memoria,/ sigo enredada en ella”, los versos del poema Éxtasis, donde el cuerpo se convierte en metáfora de la lava: “Un temblor emerge / y atraviesa excelsa lava / la grieta” o las acertadas sinestesias como “nombrar constante tu presencia en mis ojos”. En estos pasajes, la voz alcanza un equilibrio entre el impulso expresivo y la elaboración formal, lo que permite al poema respirar más allá del dato anecdótico o íntimo. Formalmente, la autora opta por una versificación breve, cercana al arte menor, que busca la musicalidad y el ritmo por acumulación de imágenes. Hay una intención sonora en muchos textos, un deseo de oralidad que no es ajeno a su experiencia como actriz. De hecho, varios de los poemas parecen concebidos para ser dichos en voz alta, recitados con esa cadencia casi hipnótica que Mireya maneja bien, como lo señala Patrick Rosas en su prólogo. Sin embargo, esa oralidad intuitiva, esa fuerza primigenia, a veces, carece del ritmo esencial que ha de poseer la construcción poética consolidada, abruptamente quebrada por una abundancia de asonancias previsibles que no contribuyen a la arquitectura del texto que se debate en esa dicotomía del impulso lírico y la exigencia literaria. Pese a estas penumbras —propias de un primer libro—, En el aire suspendido nos revela a una autora en marcha, tal y como lo definió el heterónimo de Antonio Machado, Juan de Mairena: “Nada es definitivo en poesía. La obra está siempre en marcha. Un buen poema no se termina: se abandona”. Descubrir a Mireya Guzmán es adentrarse en el eco de una autora con una voz dotada de una autenticidad que no sabe fingir, con una sensibilidad marcada por la corporeidad del afecto y una voluntad de verdad que resulta, por momentos, conmovedora. Su universo está poblado de tactos, aromas, latidos, fluidos, lágrimas y café: “Miro el poso./ Poso en el labio/ el frío metal./ Lamo la espuma./ Miro a la calle... / Escribo”, elevando un imaginario que apuesta por lo tangible, lo sensorial y lo amoroso como forma de resistencia ante la disolución. Quizás, como dice Margarit en el poema que tan bien dialoga con esta obra, “hay otra poesía, la habrá siempre,/ como hay otra música. La de Beethoven sordo./ Cuando se pierde la señal”. Y es, precisamente, en esa pérdida de la señal —de la brújula, del mapa— donde se escribe este libro: en el aire suspendido, con todo lo que ello conlleva de riesgo, de belleza y de intemperie: “así que quiero dejar esparcido/ de amarnos, el aroma,/ porque todo en esencia queda,/ en el aire suspendido”. Mireya Guzmán ha asumido el reto de escribir desde el borde: un territorio donde el amor se convierte en discurso, pero también en intemperie, y donde el poema se arriesga a ser al mismo tiempo confesión y forma. En ese borde, tan fértil como peligroso, se alza este primer libro: desigual, pero legítimo en su impulso, dotado de una voz que no se diluye entre ecos ajenos, sino que en ella existe una materia viva que late y que se ofrece. Si el amor es la gran prueba de la palabra poética, En el aire suspendido es el testimonio de una autora que se aventura a esa prueba, aceptando la desnudez y la herida, con todas sus fisuras, para poder seguir buscando en el vacío ese algo que aún no tiene nombre y que, sin embargo, nos nombra. Puedes comprar el poemario en:
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