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NUEVA TRIBUNA

Conferencia de Yalta
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Conferencia de Yalta

Yalta suena a final de una época

Por José Luis Ibáñez Salas

jueves 02 de febrero de 2017, 20:39h
Todos los analistas nos han dicho que el comienzo de 1945 no dejaba entrever que la humanidad se acercaba al final de un tiempo más allá de la derrota del Eje Roma-Berlín-Tokio.

  • Wisnton Churchill

Cuando los máximos dirigentes del mundo en lucha contra las potencias nazi-fascisto-imperialistas —Alemania, Italia (poca potencia esta, pero algo había que decir) y Japón— se reunieron en la ya soviética Crimea entre el día 4 y el 11 del mes de febrero de aquel año para organizar el futuro del planeta Tierra, no se podía vislumbrar, dicen, que poco después uno de ellos iba a decir aquello de que “desde Stettin, en el Báltico, a Trieste, en el Adriático, ha caído sobre el continente europeo un telón de acero”. Y no, porque lo que aquella parafernalia de tan alto nivel anunciaba era que aquellos Tres Grandes parecían estar a partir un piñón, como se dice (o se decía, mejor dicho).

Aquellos Tres Grandes eran el primer ministro británico, el conservador Winston Churchill, el demócrata presidente estadounidense, Franklin Delano Roosevelt, y el máximo dirigente soviético, el comunista Iósif Stalin. (Las cursivas tienen sentido.)

The Big Three, por decirlo en inglés, que ya se habían encontrado a finales del año 43 en la iraní Teherán, se reunieron en la península de Crimea a comienzos del 45, en concreto en el palacio de verano de los zares rusos de Livadia, muy cerca de la ciudad de Yalta. Por eso a esta cumbre se la conoce como la Conferencia de Yalta. Y sí, lo hicieron para encauzar lo que iban a ser las relaciones internacionales tras la previsible derrota de alemanes, japoneses e italianos.

En la agenda, el futuro inmediato de Alemania y el de Polonia especialmente pero en general el de toda la toda la Europa maltratada por los nazis, el porvenir más próximo de Japón y Mongolia en Asia y la creación de la ONU. No está mal como asuntos para tratar en una cita, ¿que no?

Churchill
El más famoso y poderoso miembro de la destacada y destacable familia Churchill, que llegará a ser premio Nobel… de Literatura, es una de las figuras más famosas del siglo XX, el “británico más destacado del milenio”, según sus compatriotas, un auténtico icono de aquellos días de la Segunda Guerra Mundial que ha pasado a ser conocido por transmitir valor a la población que soportaba los avatares de la batalla de Inglaterra, por ser el héroe de la resistencia contra el ataque aéreo de la Alemania de Hitler, pero que cada vez es más recordado, al menos tanto, por “su falta de escrúpulos cuando andaba por medio una razón de Estado que lo justificara”, como indica el historiador Francisco Martínez Hoyos, quien añade de él que “no le hacía ascos a los métodos terroristas, si las circunstancias los requerían. Pocos dirigentes de la Segunda Guerra Mundial pueden comparársele en dureza y pragmatismo. No se dejaba arrastrar, como otros, por cuestiones sentimentales. Por ejemplo… ¿Armas químicas, sí o no? Él no tenía dudas al respecto: había que utilizarlas. No veía diferencia entre matar a un hombre con un proyectil o con un gas venenoso”.

Winston Leonard Spencer Churchill había nacido el 30 de noviembre de 1874 en la localidad de Woodstock, perteneciente al condado británico de Oxfordshire, en un auténtico palacio, el de Blenheim, la residencia de los duques de Marlborough, el primero de los cuales, John Churchill, se había distinguido combatiendo como general en la guerra de Sucesión española de comienzos del siglo XVIII. Los duques de Marlborough eran unos aristócratas muy populares en España, o lo fueron, debido a la canción de origen francés y dieciochesco Mambrú se fue a la guerra, dedicada con su deformación fonética y todo a un Marlborough, Mambrú, aquel primer duque, John Churchill. Winston era el hijo mayor de Randolph Henry Spencer Churchill (a su vez tercero de los hijos del séptimo duque de Marborough, John Winston Spencer-Chruchill), que era un destacado político conservador, y de la rica heredera estadounidense Jennie Jerome.

Churchill pasó por la muy británica Real Academia Militar de Sandhurst, sirvió en la caballería en la India y Sudán, se personó eso sí como como corresponsal en la sudafricana Guerra Bóer en 1899, donde se fugó tras ser capturado y le trataron como un héroe nacional (por primera vez: apuntaba maneras) y… se dedicó a la política. Miembro del Partido Conservador, fue elegido por vez primera diputado en 1900, y cuatro años más tarde se pasó al Partido Liberal en uno de cuyos ejecutivos, el del primer ministro Herbert Henry Asquith, comenzó su larguísima carrera gubernamental en 1908 como ministro de Comercio, antes de serlo en 1910 del Interior y desde 1911 de Marina (lord del Almirantazgo es el nombre british de tal cargo), donde ya destacó sobremanera, especialmente con la intervención del Reino Unido en la Primera Guerra Mundial, aunque acabó presentando su dimisión a finales del año 15 especialmente al verse afectado por la trágica campaña de Gallípoli (la de la película de 1981 dirigida por Peter Weir con Mel Gibson de prota) y regresando… al Ejército, a combatir como teniente en el frente francés.

Acabada la Gran Guerra, en 1917, Churchill volvió a ser llamado por el poder ejecutivo para formar parte del Gobierno de coalición encabezado por el liberal David Lloyd George, siendo hasta 1922 ministro de Municiones, de Guerra y de las Colonias. Retornó al Partido Conservador en 1924, y ya fue hasta 1929 ministro de Hacienda con el conservador Stanley Baldwin. En el nuevo y temerario escenario creado por el auge de la Alemania nazi, Winston Churchill defendió la necesidad de rearmar el Ejército y se enfrentó decididamente a la política de apaciguamiento respecto de aquella, promulgada por el primer ministro Neville Chamberlain y plasmada en el Pacto de Múnich de 1938, lo que no quita para que una vez su país declarara la guerra al III Reich un año después, el prominente líder conservador ya tantas veces ministro fuera cada vez más tenido como un idóneo ministro de Marina, cargo que desempeñó hasta que sustituyó al mismísimo primer ministro el 10 de mayo de 1940, cuando la Segunda Guerra Mundial llevaba ocho meses incendiando buena parte de Europa.

Y ahora que ya tenemos a Churchill camino casi de Yalta, creo que viene muy a cuento reproducir aquella parte de uno de sus discursos en la que queda clara su enfervorizada manera de conmover y provocar la combatividad de los británicos contra la brutal destreza de la ofensiva nazi:

“Si el Imperio Británico y la Commonwealth existen dentro de mil años, la humanidad siga diciendo: ‘Éste fue su gran momento”.

El primer ministro del Reino Unido, que no olvidemos era hijo de una estadounidense, había establecido una fructífera colaboración con Roosevelt, y cuando el potentísimo país del que este último era presidente y el no menos poderoso y enorme que dirigía Stalin, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), entraron en 1941 en la guerra, había sido capaz de unir los tres intereses en lo que él mismo llamó la Gran Alianza. En agosto de ese año Roosevelt y él firmaban la llamada Carta del Atlántico, incorporada en enero del 42 nada menos que a la Declaración de las Naciones Unidas, y, como ya sabemos, a finales del 1943 ambos se reunían con Stalin en la Conferencia de Teherán, en lo que fue la primea cumbre de los Tres Grandes. (Si en enero de ese año 43 no pudieron coincidir los tres líderes en la Conferencia de Casablanca porque el soviético se encontraba enfangado, no personalmente, claro, en el muy heroico sitio de Stalingrado, en agosto de ese mismo año ocurrió algo parecido en la Conferencia de Quebec, a la que si bien Stalingrado ya había visto despejado su cerco las estrategias militares de la URSS impidieron al Gran Padre de la patria soviética reunirse con Churchill y Roosevelt.)

Roosevelt
Al segundo Roosevelt destacado de la historia, primo lejano del anterior Roosevelt (Theodore, presidente estadounidense entre 1901 y 1909), le cabe el honor de ostentar el record absoluto de victorias electorales presidenciales en el país de las elecciones más famosas, al haber logrado ser tres veces reelegido máximo dignatario del gigante norteamericano, lo que le permitió presidir aquella República entre 1933… y 1945, tras haber ganado sus primeros comicios sustituyendo la muy tradicional coalición entre sureños y reformistas por una nueva entre reformistas, laboristas obreros y blancos sureños.

Nacido el 30 de enero de 1882 en Hyde Park, condado de Dutchess, estado de Nueva York, Roosevelt provenía de una familia acomodada (¿acomodada?, rica, en definitiva), no tan acomodada como la muy nobiliaria de Churchill, se graduó en 1904 por la Universidad de Harvard en 1904, y tres años más tarde comenzó su carrera de abogado en Nueva York, tras casarse con una sobrina de su primo Theodore, prima en quinto grado suyo, por tanto: la neoyorkina Anna Eleanor Roosevelt, futura escritora y diplomática. Pertenecía al Partido Demócrata y su cursus honorum estadounidense comenzó en 1910, con su elección para el Senado del estado de Nueva York, continuó tres años más tarde en su debut gubernamental al ser nombrado secretario adjunto de la Armada en el gobierno del presidente demócrata Thomas Wodrow Wilson, cargo que ejerció ya comenzada la Primera Guerra Mundial, y durante la participación de su país, en 1917 y 1918, en la misma, coincidiendo de alguna manera, desde un escalón por debajo y en otro país, con los desempeños de aquellos días de Churchill. Poliomelítico desde que sufriera el ataque de esa enfermedad en 1921, Franklin Delano presentó con éxito siete años después su candidatura como gobernador del estado de Nueva York, cargo que desempeñó entre 1929 y 1933 y le valió ser reconocido como un decidido defensor de los desfavorecidos, todo ello en medio de la Gran Depresión, a la que decidió atacar rodeándose de auténticos expertos, lo que le permitió ser elegido candidato demócrata a la presidencia, algo que en noviembre de 1932 remató con éxito.

Su popularísimo New Deal (‘Nuevo Reparto’, ‘Nuevo Trato’) fue una política económica y social que comenzaba por remediar la que Roosevelt creía que era la principal causa de la pobreza sobrevenida, el hundimiento de la agricultura, mediante el programa agrario que estaba en la base de la Ley de Regulación (o Adaptación) Agrícola de 1933 o el llamado Programa de la Autoridad del Valle del Tennessee, del mismo año, como de ese año 33 es la Ley de Recuperación Industrial Nacional. Si a esas leyes se les añade la Ley de Seguridad Social, de 1935, o la Ley de Normalización del Trabajo de 1938, tenemos el conjunto normativo que supone el nacimiento del peculiar Estado de bienestar estadounidense.

El Gobierno de Franklin Delano Roosevelt reconoció ya en 1933 a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) de Stalin y, aunque en sus primeros años de mandato había hecho regresar a Estados Unidos a su tradicional aislacionismo, cuando la agresividad internacional de la Alemania nazi empezó a ser desmesurada en los últimos años 30, coincidiendo con el expansionismo japonés en el océano Pacífico, Roosevelt intentó hacer partícipe a la enorme potencia que dirigía en los avatares internacionales, pero no fue capaz de convencer al Congreso de evitar la decidida neutralidad que acabó por imponerse inicialmente en su país al comienzo de la Segunda Guerra Mundial. No obstante, Roosevelt comenzó a ganar aquella guerra cuando logró que el Congreso aprobara en 1941 la Ley de Préstamo y Arriendo para ayudar al Reino Unido gobernado por Churchill en su resistencia a la bombardeadora amenaza alemana y más tarde al país liderado por Stalin, después de que en junio de 1941 la URSS fuera invadida por las tropas hitlerianas. Pero el ataque japonés a la base estadounidense hawaiana de Pearl Harbor en diciembre de 1941 fue lo que ya sí decidió al Congreso estadounidense a meter a Estados Unidos en el meollo del conflicto, del lado de británicos y soviéticos, declarando la guerra a los nipones.

En aquellos días de febrero de 1945, pues, Roosevelt, que ya se había reunido con el primer ministro británico en cuatro grandes ocasiones (una de ellas en compañía asimismo del líder soviético, como vamos viendo), llegaba a Yalta decidido a participar en la organización del mundo a la que los congresistas estadounidenses habían decidido ignorar cuando las cosas iban por las buenas.

Stalin
Y Stalin —que no se llamaba Stalin, pero le llamaban Stalin porque él, que en realidad se llamaba Iósiv Visariónovich Dzhugachvili, había querido a partir de 1910 que le llamaran Stalin, que significa, en ruso, ‘De acero’— venía convirtiendo personalmente desde el año 29 a la URSS en la dictadura soviética estalinista que por más que se empeñará tras su muerte no dejaría nunca de ser, del todo, hasta el punto de que llamamos estalinismo a todo sistema o régimen político caracterizado por un rígido autoritarismo comunista. Con Stalin, la dictadura del proletariado no llegó nunca a producirse y los ciudadanos soviéticos (lo de ciudadanos es un decir) hubieron de vivir dominados por la dictadura de la burocracia del PCUS, por la dictadura personal de Stalin, todo ello bajo el constante temor a la policía secreta política, algo consustancial al régimen soviético.

Iósiv había nacido el 21 de diciembre de 1879 en la localidad de Gori, perteneciente al antiguo reino de Georgia y por aquel entonces una región integrada en el Imperio ruso, en la Rusia de los zares a la que Stalin ayudaría a desmantelar. Hijo de padres campesinos que eran unos georgianos no rusohablantes, Iósiv Visariónovich Dzhugachvili aprendió la lengua del imperio al acudir a una escuela religiosa desde los 7 hasta los 14 años, estudios básicos que le valieron acceder a una beca con la que continuó su formación académica en un seminario ortodoxo de la principal ciudad de Georgia, Tiflis (habitualmente transcrita para los lectores en español como Tbilisi), para cursar Teología, disciplina en la que no llegó a graduarse al ser expulsado del centro a finales del año 99. Conocedor de la obra de Karl Marx, ese mismo año ingresó en el recién creado Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia (POSR), para el que actuó difundiendo su ideología marxista revolucionaria todavía sin asentar entre los obreros de los ferrocarriles de Tiflis… Hasta que en 1902 le detuvo la policía zarista. Era la primera pero no la última vez que le ocurriría ese contratiempo. Fue deportado a Siberia, pero consiguió fugarse en 1904, año en el que contrajo matrimonio con la goergiana Yekaterina Svanidze, que fallecería seis años más tarde. Lo de ser detenido, todavía le habría de acontecer otras siete veces, la última entre 1913… y 1917. ¡Menudo año, el 17!

A base de bien, desde la acción, Stalin militó en la facción bolchevique del POSR: hasta en atracos (expropiaciones en el lenguaje revolucionario) se vio involucrado, como uno en el año 7 en la capital georgiana. Elevado en 1912 al Comité Central de su partido nada más y na menos que por Lenin, al año siguiente pudo editar el recién creado periódico del partido, Pravda (‘Verdad’), aunque su nueva deportación a Siberia no le dejó perseverar en esa tarea, si bien ya antes había podido escribir una obra que aparecería en el año 14: El marxismo y la cuestión nacional, un encargo del mismísimo Lenin.

Y, en esto, llegó la Revolución Rusa. Koba, que es como también le gustaba llamarse, familiarmente, debido a que ese es el nombre de un héroe popular de su patria, de su pequeña patria, regresó a San Petersburgo a raíz del triunfo de la revolución de marzo de 1917 (de febrero según el calendario juliano, el otro, el ruso), para entre otras cosas continuar editando Pravda y encabezar al POSR en la capital del Imperio, codo con codo con Liev Kámenev, defendiendo la moderación colaborativa con el Gobierno provisional, haciendo tiempo para cuando Lenin llegue, que lo hará en abril, el mes de sus tesis (las tesis de Lenin).

Triunfante el golpe bolchevique con la revolución de noviembre (octubre según el calendario juliano), Lenin vio en el georgiano un experto en las peliagudas cuestiones nacionales, nacionalistas por mejor decir, y le nombró comisario del pueblo para las Nacionalidades. El estallido de la Guerra Civil rusa le lleva a combatir como comandante, en un tiempo en que crecía su reconocimiento dentro de todas las instancias del partido de los bolcheviques al manejar con habilidades notables las rendijas administrativas de lo que empezaba a ser el Estado soviético, la URSS desde 1922: comisario del pueblo para el Control del Estado de 1919 a 1923, y, atención, desde el año 22 secretario general del partido único (el Partido Comunista de Rusia (bolchevique), pronto Partido Comunista de toda la Unión (bolchevique),el antecedente del Partido Comunista de la Unión Soviética, PCUS); su manera de entender la política dictatorial comunista le enemistó con Lenin sin que tal cosa trascendiera pues cuando el fundador de la Rusia soviética falleció en 1924 dejó constancia en su testamento político de que recomendaba el cese como secretario general de Stalin, pero éste, en una maniobra muy propia de alguien con ese instinto peculiar para ejercer el poder cueste lo que cueste, logró ocultar el contenido de aquel documento. Por cierto, en 1919 se había vuelto a casar, esta vez con la hija de un líder revolucionario, Nadezhda Allilúyeva, quien habrá de suicidarse en el año 32. Lo de suicidarse lo dejó en cursiva, pues hay quien no duda de que Stalin pudo haber sido el causante más o menos directo de su muerte

Junto a Grígori Zinóviev y Kámenev, se hizo con las riendas de la URSS tras la muerte de Lenin bajo el lema ‘la construcción del socialismo en un sólo país’, frente a lo que proponía uno de los más prominentes líderes soviéticos de entonces, Líev Trotski, adalid de la ‘revolución permanente’. Stalin, no obstante, pronto decidió cambiar de aliados y se asoció con Nikolái Bujarin y Alexéi Ivánovich Ríkov constituyendo una nueva troika, enfrentada a otro trío, más izquierdista, de hecho en verdad izquierdista, representando Stalin ya lo que claramente representaba, la némesis del nazismo entendidos ambos, nazismo y estalinismo, como la imagen bifronte del totalitarismo narcótico del primer siglo XX. Koba logró derrotar, en el pleno sentido de la palabra, a todos sus rivales e imponerse a sus colegas de troika haciendo lo que mejor sabía hacer, manipular las engrasadas máquinas que eran a su costa las rígidas administraciones totalitaristas del partido soviético y del estado soviético, de tal manera que, en 1929, no había más dirigente en la URSS que él: todos los demás eran, como mucho dirigentuchos. Es lo que tienen las dictaduras, las unipersonales al menos. Y la de Stalin lo era cuando en 1945 acudió a una de las ciudades de su imperio, la crimeana Yalta. Pero no regresemos aún a la segunda cumbre de los Tres Grandes.

Antes conviene decir algo más sobre el estalinismo, sobre Stalin antes del año 45. La colectivización agraria acelerada, por medio de la cual millones de kulaks (campesinos propietarios) fueron deportados y se mató a miles de ellos; y la también vertiginosa y exitosa, y sólo dañina a largo plazo en forma de destrucción medioambiental, industrialización de los años 30 convirtieron a la URSS en una potencia mundial económica. Pero todo eso caminó junto al fuego de la más terrible de las desdichas que pueden destruir moral y casi físicamente a un país: el terror público, el terror estatal, el totalitarismo. Desde mediados de esa década de los 30, Stalin llevó a cabo una temible campaña de terror político repleta de purgas a todos los niveles funcionariales estatales, de detenciones y deportaciones de cientos de miles de personas que acabaron en muchísimos casos, tantos que las cifras abruman, en los detestables campos de trabajo que harán célebre al fallido régimen soviético. De las dimensiones de aquello basta con decir que Zinóviev, Kámenev y Bujarin, los antiguos asociados del dictador georgiano, fueron condenados a muerte. A muerte.

Y en estas, llegó la Segunda Guerra Mundial, incluso al país gobernado con mano férrea —nunca mejor dicho— por De acero. Aunque el líder soviético había pactado en 1939 con Hitler el conocido más tarde, cuando se supo de él, como Pacto Germano-soviético, tuvo que ver cómo los ejércitos alemanes invadían la URSS en junio de 1941, y cómo se veía obligado a participar muy activamente en aquel conflicto, de momento defendiéndose, y poco a poco convirtiéndose en un héroe nacional de la resistencia, como le había pasado a Churchill en su patria, llegando a sustanciales acuerdos con británicos y estadounidenses como bien sabemos, sustanciales acuerdos que desde Teherán le llevarán a Yalta.

¿Qué pasó en Yalta?
Pues ahí los tenemos a los tres, como los más influyentes y decisivos seres sobre la faz de la Tierra, uno al lado de los otros, ceñudos y sonrientes, según conviene, con sus asesores y sus ministros de Asuntos Exteriores bien cerquita, dispuestos a arreglar el desaguisado hitleriano que ha estado a punto de convertir el mundo en la locura desquiciante nacida en el interior consciente del país más culto de todos los tiempos.

Pero, ¿qué decidieron Churchill, Roosevelt y Stalin en Yalta? Pues bien, por ir al grano (antes de desmenuzarlo), además de definir la última estrategia militar aliada, se estableció por medio de la llamada Declaración de Yalta el firme propósito de “destruir el militarismo alemán y el nacionalsocialismo, y asegurar que Alemania no pueda perturbar la paz del mundo jamás”, así como se decidió “someter a todos los criminales de guerra a la justicia para un rápido castigo y una exacta reparación de las destrucciones provocadas por los alemanes”. De tal manera que se dividió a Alemania (y a su capital Berlín) en tres zonas de ocupación administradas por cada una de las tres potencias presumiblemente vencedoras de la guerra en vías de acabarse y una cuarta bajo el mando de Francia; y se la obligó a desmilitarizarse y desnazificarse y a pagar con bienes económicos en compensación por el terrible desaguisado.

Pero, siendo aquél el asunto medular atendido, otras de las preocupaciones resueltas en la cumbre de Yalta fueron las fronteras y el gobierno de Polonia, y también el trastornado orden político y territorial europeo en general, la declaración soviética de guerra a Japón y, para finalizar, nada más y nada menos que la creación de la Organización de las Naciones Unidas.

Lo de Yalta fue la madre de las cumbres, el punto más alto de la colaboración de los aliados contra el nazifascismoimperialismototalitario durante la Segunda Guerra Mundial. Fue el encuentro de dos tipos de líderes visceralmente diferentes, históricamente opuestos, socialmente dispares: de un lado, el revolucionario totalitarizante semiasiático, hábil continuador del Imperio que él mismo había destruido en compañía de otros, del otro, dos distinguidos occidentales amamantados en la democracia y en la idea de que el fanatismo es siempre peor que el consenso y la discusión; por una parte, el comunismo real, el verdadero, el realmente existente, por la otra, el parlamentarismo liberal aferrado a la creencia de que el sufragio universal es el mejor de los males. Dos tipos de liderazgo que se vieron obligados a entenderse porque en frente ambos tenían un enemigo común. Un enemigo común que al desaparecer… Pero eso es otra historia que nos contará la Historia y a la que conocemos como la Guerra Fría. Visto todo aquello desde la perspectiva que da vivir el presente y lo que sabemos del pasado, alguno podría decir aquello de que lo que vino después, se veía venir.

Epílogo (seguimos en el año 45)
Si no es este el espacio para hablar de todo lo que vino después, sí conviene acabar diciendo lo que vino inmediatamente después. Esto:

Pasados dos meses del encuentro de Yalta, el 12 de abril, fallece Franklin Delano Roosevelt, que es sucedido constitucionalmente por su vicepresidente, Harry S. Truman. Ese mismo mes, días más tarde, Hitler se suicida en su búnker berlinés para evitar caer en manos del Ejército Rojo… de Stalin. En mayo, Alemania se rinde incondicionalmente ante los aliados. La guerra había terminado en Europa. Las tres potencias vencedoras se reúnen en Potsdam, cerca de la capital alemana, entre el 17 de julio y el 2 de agosto, pero Truman, ya presidente de Estados Unidos, acude en lugar del fallecido Roosevelt; y Churchill sólo asiste a las primeras sesiones, pues acaba de perder las elecciones frente al laborista Clement Atlee, que le sustituye en el meollo de la conferencia. Sólo Stalin resiste en lo más alto del mundo. Potsdam será una lógica evolución de lo acordado en Yalta. Stalin entrará en guerra contra Japón en agosto. Pronto comenzarán los actos de desconfianza que prefigurarán la posguerra mundial. Pronto, Yalta será la foto de un mundo incomprensible.
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