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Oscura Roma
Oscura Roma

Roma mágica: la Urbe más desconocida

Por Luis Manuel López Román
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lmlopezromangmailcom/12/12/18
domingo 22 de marzo de 2020, 13:05h

Si cerramos los ojos e imaginamos la Roma antigua, ante nosotros se materializa una ciudad de mármol blanco, columnas estriadas, templos coronados por frontones triangulares, carreteras empedradas y acueductos que alimentaban los cientos de fuentes de la Urbe. Una ciudad habitada por hombres aseados, vestidos con togas blancas. Filósofos, oradores, generales, poetas, abogados y dramaturgos. La Roma de Cicerón, de Horacio, de Séneca, de Plinio y Virgilio.

Aunque esta Roma existió, lo cierto es que la imagen arriba descrita no es más que una de las muchas facetas de una ciudad compleja, cambiante, contradictoria y, ante todo, muy viva. Existió una Roma debajo de las piedras de mármol, una Roma de barro, heces, sangre y sudor que, por desgracia, apenas dejó testimonios en las fuentes literarias o arqueológicas. El mármol pasa el examen de los siglos; el adobe y el barro se convierten en polvo. Los generales, los filósofos y oradores escriben o protagonizan las grandes obras literarias; las prostitutas, los artesanos, los mendigos, los campesinos y los ladrones están condenados a que sus voces mueran en la noche de los tiempos. Y sin embargo su Roma existió. Una Roma oscura, peligrosa, en cuyas calles nadie se adentraba al caer la noche. Una Roma de vino barato, sexo de pago, estafadores… y hechiceros.

La magia fue una realidad en la vida cotidiana de los romanos, como lo ha sido en la vida de todos los pueblos preindustriales del planeta. El pueblo romano, del que Cicerón dijera que era el más religioso del mundo, era un pueblo supersticioso, cargado de creencias que se transmitían de padres a hijos, de leyendas y supercherías protagonizadas por brujas, espíritus y monstruos de todo tipo a los que convenía mantener alejados o cuyos favores podían ser ganados si uno conocía las palabras y los gestos precisos para ello. Ningún romano se habría atrevido a prescindir de los muchos amuletos que el mercado ponía a su disposición: para alejar el mal de ojo, para aumentar la fertilidad, para ganar más dinero, para tener suerte en las apuestas, para que las erecciones duraran más tiempo. Desde niños, a los romanos se les colgaba del cuello un pequeño amuleto, la bulla, que no era más que una protección mágica para alejar posibles hechizos maléficos dirigidos contra los más débiles. Entre los adultos, quien más y quien menos encargaba algún tipo de amuleto fálico de carácter apotropaico, es decir, protector. La variedad de colgantes en forma de pene era variadísima, y han quedado muestra de ellos por todo el Mediterráneo: penes con patas, penes con ojos, penes atravesando ojos, penes con patas en forma de pene, penes con su propio pene… Los atributos sexuales masculinos, relacionados con el bien dotado dios Príapo, eran para los romanos un elemento infalible ante el que cualquier hechizo agresivo se dispersaba al instante. Para los que tenían la suerte de disfrutar de un huerto o un jardín, los penes servían también para proteger estos espacios de la entrada de intrusos, y con este objetivo se colocaban sus impresionantes figuras talladas en la piedra de los muros, como una visible amenaza para todo aquel que pretendiera saltar al interior con perversas intenciones.

Por supuesto, la magia en la que creían los romanos no sólo tenía un carácter protector. Existían también hechizos con otros fines, desde lograr que el carro de tu rival se estrellara en las carreras hasta conseguir que una mujer perdiera el sueño hasta que se entregara sexualmente al mago o su cliente. Conocemos estos hechizos gracias a las especiales condiciones de la tierra de Egipto, en cuyas arenas se han conservado papiros que recogen algunos de estos sortilegios de forma más o menos completa. Esta colección de papiros de magia, escritos en griego en su mayoría pero con palabras en otras lenguas como el latín o el copto, nos permiten acercarnos a una realidad, la de la magia antigua, que de otro modo habría quedado oculta a nuestros ojos.

Los hechiceros y las brujas fascinaron también a los escritores de poesía y novela de la antigüedad clásica. Son varios los autores que introducen este tipo de personajes en sus obras, haciendo un relato más o menos fantasioso de lo que habrían sido los profesionales de la magia en el mundo antiguo. La cruel bruja Canidia retratada por Horacio en pleno ritual de asesinato de un niño; la Erichto de Lucano, capaz de hacer que un muerto hablara para revelar a un general el desenlace de una batalla antes de que ésta se produjera; la bruja retratada por Apuleyo en sus “Metamorfosis”, capaz de convertir en burro al protagonista… Son sólo tres ejemplos de los muchos hechiceros que pueblan la literatura latina y que resultan dignos descendientes de las brujas griegas, las Circe y Medea capaces de embrujar a los hombres con su belleza y sus poderes.

El mundo de la magia en Roma es, en definitiva, una puerta abierta a un mundo muy diferente del racional y ordenado cosmos latino que desde el Renacimiento nos enseñaron a amar y respetar los humanistas. Un mundo fascinante que puede parecer supersticioso y banal a ojos del muy empírico ser humano del siglo XXI, pero que para los antiguos romanos y para sus vecinos de todo el Mediterráneo fue tan real como el de la religión, las artes o las leyes.

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