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Champollion Le Jeune
Champollion Le Jeune

Triste divagación de estío

lunes 08 de agosto de 2022, 09:14h

Nos hallamos sofocados por la canícula, llamada así por el rutilante destello, durante la aurora, de la estrella Sirio —también conocida como la Ardiente—; la más eminente de la constelación de los Canes Mayores, cuando Roma se estremecía porque los miasmas germinados en las lagunas y marismas circundantes solían propagar alguna que otra temible epidemia.

Entre tanto, era la época cuando las legiones, abandonados los cuarteles de invierno, se hallaban inmersas en las grandes campañas que encumbraron a aquella república hasta convertirla en el fundamento más sólido de nuestra cultura. Recurro a todas estas anécdotas pasadas, porque en el Museo Británico ya han comenzado a celebrar el bicentenario —se me antoja que con una insolente precipitación, porque el descubrimiento se fecha el 14 de septiembre, con el célebre grito de Je tiens l’affaire! (¡Tengo el enredo!)— de la transcripción en París, por Jean-François Champollion, de la Piedra Rosetta; esa estela de la época de Tolomeo V (210 al 181 a. C.), hallada en los muros de una fortificación mameluca del s. XV por un oficial del ejército napoleónico, y que se convirtió en la clave para descifrar —pues el mismo texto estaba inscrito en jeroglífico (escritura de los dioses), demótico (escritura de los escribas) y griego (escritura cancilleresca de la dinastía tolemaica)— de las antiquísimas grafías egipcias y, por tanto, firme origen de los estudios de aquel mundo que duró unos tres mil años.

Toda esta baraja de datos si de algo nos sirve —o al menos, a mí; de ahí mi mucha estima por los hallazgos arqueológicos—, es para observar siempre nuestro estruendoso presente con la distancia templada de quien lo sabe efímero. Es más; las grandes lecciones creo que se hallan en nuestra Antigüedad, y más aún en su literatura, que, como ustedes saben, emergió con oraciones religiosas —ahora, hasta nos atrevemos a llamarlas fórmulas mágicas— y anotaciones contables y, alguna que otra —las menos por desgracia, porque su abundancia nos hubiese permitido acercarnos mejor a ellos— jurídica. No obstante; la historia moderna a menudo también me depara algunas sorpresas, que si no llegan a alcanzar esa deslumbrante didáctica de la mitología o de los sucesos arcaicos, presentan en su inverosimilitud, un sabor genuinamente legendario. Por ejemplo; el pasado día veintiuno, se cumplieron los doscientos años de la coronación en México de Agustín Iturbide como el primer emperador del recién nacido Estado; fue uno de aquellos caudillos de la independencia de nuestras provincias americanas y que, a uña de caballo, trazaron el destino convulso de sus repúblicas y, quién lo iba decir entonces, germinaron esa prodigiosa novelística sobre el gerifalte americano que, si se atisbó en La sombra del caudillo (1929), de Martín Luis Guzmán —novela publicada en España, porque en México corría muy serio peligro su vida—, alcanzó su verdadera y portentosa encarnadura con El Señor Presidente (1946), de Miguel Ángel Asturias, tan granítico y veraz personaje que encontraría continuación con títulos de Carpentier, de García Márquez, de Úslar Pietri, de Roa Bastos y hasta de Vargas Llosa.

Pero aquel año de 1822, en América también se produjeron otros dos sucesos que por insólitos no dejan de presentarme su lección: el retorno de esclavos manumitidos norteamericanos a África, para que fundasen su propia república, Liberia; proyecto a todas luces de ingenua cuanto bien intencionada concepción ilustrada y que luego la historia ha demostrado trágicamente fallido; basta ver cómo se encuentra tal Estado y cuánto han padecido sus gentes durante estos doscientos años. Y el siguiente, tanto o más paradójico que el anterior: la invasión por la nueva república de esclavos emancipados de Haití del resto de la isla, la recién independizada provincia española pero todavía esclavista de Santo Domingo. Aún hoy, aquellos veinte años de la supuestamente liberadora ocupación haitiana, los recuerdan los dominicanos con espanto, porque jamás se habían visto bajo tan depauperadora y sanguinaria brutalidad. Les relato ambos sucesos, porque si, cuando conocí el primero ya me suscitó el asombro, cuando hace unos cuantos días tuve cumplida noticia del segundo, volví a concluir lo mismo: que muy frecuentemente la historia se complace en contravenir cuanto el intelecto dicta, convirtiendo en realidad la frase que escribiera Goya al pie de uno de sus caprichos: “los sueños de la razón producen monstruos”.

Mientras tanto, aquí sucedía la gesta del 7 de julio, en la plaza Mayor de Madrid, donde la Milicia Nacional contuvo la primera intentona absolutista, defendiendo con sangre la libertad del país. Hoy, una modesta placa lo conmemora; sin embargo, durante el debate para la promulgación de la ley llamada de Memoria democrática nunca oí mencionar tan memorable acontecimiento del que se estaba cumpliendo justamente su bicentenario; luego, muy flaca debe ser esa memoria cuando lo olvida; como olvida a héroes de la libertad como Rafael del Riego o Juan Martín el Empecinado o Mariana Pineda… O quizá sea, simplemente, porque dicha ley no se ocupa de lo que se titula sino de otro asunto —la justa reparación de agravios durante un periodo histórico—. Pero tal fraude en su título no induce sino a pensar en una muy arbitraria y deficiente aplicación; algo que en absoluto me extraña cuando se apoya en la más siniestra reacción: el carlismo —hoy disfrazado de ensoberbecidos independentistas—. En fin, que los españoles llevamos intentando convertirnos en ciudadanos libres e iguales jurídicamente desde la bofetada a Calomarde, y según síntomas, no hay manera.

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