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“Y habré vivido”: itinerarios de una desilusión

Editorial: La Garúa
Por José Antonio Olmedo López-Amor
viernes 03 de julio de 2020, 18:00h
Y habré vivido
Y habré vivido

Toda obra poética es una mezcolanza de historia universal, experiencia personal, pensamiento, emociones, expresión, creatividad, es decir: un artefacto urdido entre realidad y/o ficción. A todos estos elementos podemos añadir muchos otros, incluso imbricarlos entre ellos, y seguiríamos —arte, mediante— obteniendo un texto lírico. Esta amalgama de ingredientes se da durante el proceso de escritura, ritual en que el poeta encuentra sentido a su vida.

Y es precisamente eso, vida y escritura, una vigorosa esencia que encuentra en lo cultural un cómodo pie metafórico. Ocurre, que Agustín Calvo Galán (Barcelona, 1968), ha potenciado los citados constituyentes en Y habré vivido (La Garúa, 2018), su más reciente poemario, para elaborar un biográfico cuaderno de viajes, que a su vez, es la crónica viva de su consciencia del tiempo y el paulatino —en paralelo— derrumbamiento de Europa.

El número setenta y dos de la colección de poesía de La Garúa, sello editorial fundado por Joan de la Vega, es de pequeño formato, pero de cuidada edición: solapas, guardas negras y un anejo de cuatro páginas de traducción al italiano a cargo de Paola Laskaris, lo componen.

Eduardo Moga, prologuista del libro, llama a este planteamiento «un triple viaje», en el que vida, escritura e historia, se alían para representar una decadencia advertida, pero no asumida; aúnan sus virtudes para transformar en arte sugerente el dolor por un acabamiento tan evidente, como no deseado. Moga nos cuenta en su excelente prólogo: «La escritura es un fluir incesante, un curso que irriga todos los países y todos los sueños, aunque siempre se presente amenazado por esas últimas palabras, a las que el poeta alude con frecuencia, que conducen al abismo o al paraíso del silencio». La escritura es un fluir incesante, nos dice, como lo es la historia o la propia vida, elementos que enfrentados uno a otro reflejan esta poesía: «Y ahora recuerdo tan poco, tan solo esto que escribo». Memoria, o debería decir, las ruinas de la memoria, se adaptan a la escritura con el subyacente dolor de esa asunción, para tratar de rescatar del naufragio de la vida en el tiempo algún pecio de verdad.

El umbral que construye Moga nos previene de una desesperanza tácita que sobrevuela todo el libro. El irrefrenable y corrosivo tiempo y el fracaso del ser humano durante él, provocan en el autor una sensación de melancolía que trata de encontrar su áspero efecto en el lenguaje.

“George Grosz en el puerto de Amberes” es el título de la primera, de las dos partes, en que está escindido este cuaderno. Es relevante la elección de este pintor alemán, cuya carrera culminó en el siglo veinte, como referente artístico y quizás baluarte moral en el que el hablante lírico quiere verse reflejado: «Dibujar unas ventanas enormes en un folio / sin paredes, un trampantojo / como todas aquellas veleidades». Y no menos importante resulta la localización de Amberes como punto inicial de su periplo, ya que, como todos sabemos, Bruselas es el corazón de Europa y el estuario del río Escalda supone el punto neurálgico de un entramado de conexiones que unen a los territorios de este continente sin sinónimo.

Varias obras de Grosz sirven a Calvo Galán como pretexto para articular su inconformismo frente a la tiranía e imperfección del lenguaje o ante la inmoralidad de los actores capitalistas, quienes deciden en privado el destino de lo público: « […] una junta / de accionistas, / un traspaso de poderes, / un dictado de atrocidades, // una jauría».

Los poemas carecen de títulos y los versos parecen colocarse sobre la página sin un patrón fijo. Una irreverencia latente refulge en ocasiones también en la gramática. Pero, sobre todo, el poeta denota realidad, una realidad que connota indignación: «Estas últimas páginas […] quieren que deje de seguir / escribiéndolas, / quieren, de un golpe seco, / apaciguar todas las partes, / declarar y / dejar de creer en mí».

Metaliteratura, personificación, inversión del proceso lógico: Calvo Galán parece manejarse a la perfección en un complejo discurso que le exige aflorar recursos retóricos: calambur, aliteración, metáfora y neología conviven con el hipérbaton, grados de irracionalismo o intertextualidad. El poeta, a la manera novísima, gusta de incrustar palabras o frases escritas en otros idiomas. Pero aquí, actores como George Sanders, quien se suicidó en un hotel de Castelldefels, sustituyen con su carisma e ironía la excelencia del parnaso grecorromano: «Querido mundo: Me voy, porque me aburro. Ya he vivido demasiado. Os dejo con vuestros desvelos en esta dulce cloaca. Buena suerte». En sintonía con Sanders, Calvo Galán no se adapta a vivir en esa dulce cloaca y lo afirma con cada descripción: «Dudo en la marea alta, y / la textura de todo lo que rozo / me asemeja / al aire sedal / de un lugar cerrado, / inhóspito. / Este llegar, y aquí tentar paredes. // ¿Me estaré muriendo?».

Si todo hablante lírico es un sujeto político, por definición, el narrador de Y habré vivido lo es todavía más. Cada poema es un pretexto para deshilvanar una conciencia herida por desengaños sociales y económicos, desilusionada por la ineficacia o la mentira de un sistema elitista y cerrado que desfallece, enfermo, por sus innumerables vicios. Una ideología política parece brotar del discurso y forma su propio correlato: materialismo histórico de espíritu marxista.

Diacronía y sincronía se unen, pues, en un decir poético que en un verso libre, muy narrativo, que no parece temer acercarse a la prosa, encuentra el formato apropiado para su necesariamente anárquico y disidente discurso. La misma devaluación política y social, endémica, encuentra el hablante lírico en la música. Le resulta del todo estéril comparar los contenidos de Spotify con la universal fonoteca de vinilo. Y lo mismo ocurre con los actores y actrices, con la forma de concebir el cine. La referencia culturalista es constante y ello devela el tono y sentido en el que el poeta utiliza a ídolos pasados y presentes.

Francia, Italia, Alemania, muchos son los escenarios por los que el hablante lírico añora un pasado, hoy desfigurado y derivado a un presente enfermo, así como duele por esos recuerdos que jamás recobrará. La cuenta atrás de una vida, que ya desde el título del poemario, se resuelve a vivirse y terminarse le empuja a hacer inventario, le aventa a sincerarse.

Si el pintor alemán George Grosz —como continuador de La Bahuaus— representa el histórico puente entre el clasicismo y las vanguardias, Alvar Aalto supone un peldaño temporal más: el paso al Modernismo. Si Grosz enfrentaba el puerto de Amberes (Europa) en el primer estadio, a Alvar Aalto —autor del Sanatorio de Paimio— lo encontramos frente a El Escorial (España). Pero la referencia a la Península ibérica es temporal, no es más que para reprochar lo que pudo ser y no fue, no es más que para denunciar lo castrante que resulta ser edificar desde el despotismo y el desacuerdo y proteger su insuficiencia. La presencia de Europa en este poemario es física, espacial, pero no evita que el autor encuentre —casi siempre en el ámbito de la cultura— antiguas y modélicas personalidades que, de imitarlas, harían recobrar el espíritu de unión.

“Alvar Aalto frente a El Escorial” es el título de la segunda y última parte del libro, un pasaje en el que, como hiciese con Grosz, el legado arquitectónico y pensamiento de Aalto servirán de pretexto y referente para vehicular una armónica desarmonía: «Dibujar el plano de una casa / y no querer ser arquitecto» rezaba el primer poema del libro: «Digo magnitud, / como un arquitecto traza una línea inicial». Al discurso que referencia a Aalto, arquitecto y diseñador finlandés que fue uno de los maestros del Periodo heroico del Movimiento Moderno, subyace una posibilidad de renacimiento, de diseño de un nuevo y mejor mundo en el que la belleza no solo habita lugares físicos.

Hartazgo del citadino, angustia existencial. Para Aalto, la funcionalidad de la arquitectura debía estar al servicio de lo humano y es precisamente esa servidumbre y utilidad la que otorga Calvo Galán a su poesía, a su arquitectura. El poeta, como creador de lenguaje, está obligado moralmente a diseñar presentes y futuros a través de la palabra, más todavía, cuando la realidad es tan opresiva e insoportable que fabrica humanos inhumanos, más todavía, cuando siente que se aproxima al final de su vida y todavía no ha manifestado completamente su amor a los demás.

El resquebrajamiento europeo es simultáneo a la caída personal. El tiempo erosiona casi tan rápido como la avaricia. El lector asiste impertérrito desde su ventana a este patético espectáculo en el que una herida y rebelada conciencia se desangra en preguntas, reconstruye su memoria a golpe de palabras y se desespera al no obtener respuestas y por haber olvidado su acceso a la verdad: «Reniego de este dolor mío de dejar una vez más / este país sin juzgarlo, / sin juzgarme».

`Y habré vivido´ parece ser un mantra que el sufrido hablante lírico se repite con voz interior pero, más bien, es una oración acotada entre interrogantes. Parece no haber solución al desmoronamiento que anticipan las grietas. Un continente, uno mismo, ¿qué más da? Resulta fácil identificarse con la nada que siembra un descomunal despropósito. Parece ahora salvadora esa desmemoria inicial, menos letal la consciencia de la pérdida debido al absolutismo del tiempo y el absurdo: «Solo recuerdo lo anotado. // Me andamio, no vuelvo, escucho: / la poesía todo (lo)cura».

Poeta, crítico y narrador, Agustín Calvo Galán es Licenciado en Geografía e Historia por la Universidad de Barcelona. Ha publicado, entre otros, los poemarios: Poemas para el entreacto (2007), A la vendimia en Portugal (2009), GPS (2014), Amar a un extranjero (2014), Trazado del natural (2016) y el libro que nos ocupa. También, en 2018, publicó Calvo Galán su novela El violinista de Argelès. Como poeta visual, ha participado en numerosas exposiciones y antologías.

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Agustín Calvo Galán
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