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El hilo capaz de unir mundos

Reseña del poemario "Latido", de Carmen Megías

viernes 31 de julio de 2020, 17:09h
Latido
Latido

Sangrantes como una herida abierta, nos reciben las guardas líquidas de este pequeño pero intenso poemario. Desde el inicio, la autora del prólogo, Maite Descalzo, nos introduce en la levedad de ser ave, y la futilidad de la existencia se reduce, como en la portada del libro, a un vuelo del aire deslizándose bajo las alas.

No sé si debería advertirlo. De este poemario, nos hiere cada página, yerro y acierto si advierto al lector de las aristas y cristales afilados, antes de acometer la lectura a pie descalzo, que es el único modo valiente de encarar la poesía. Como ante una representación pictórica donde el bodegón fuese un vanitas extremo, no hemos comenzado a leer y ya sabemos que nos va a hacer falta valor para seguir leyendo.

Este Latido es pura verdad y la verdad es una luz que no se resiste sin entornar los párpados y proteger los ojos. Hay que soportar su fuerza como se aguanta el contraste de estar vivo frente a la certeza de muerte que nos habita. Mucho tiene que ver aquí la exquisitez de Amelia Díaz Benlliure, editora de Unaria Ediciones, y su sensibilidad al universo femenino, hemisferio del instinto y lo sutil que hay en todo humano, con sus anhelos, edades y memorias.

En la primera parte, la Carmen Megías nos muestra la ilusión primeriza del embarazo. Pocos hechos nos transforman como la gestación de una criatura, que es alquimia de la carne en el cuerpo: “El tiempo se para en el vientre de la mujer/ y el reloj deja de marcar las horas (…) late a razón de un centímetro al mes”. Los proyectos crecen felizmente hasta que se truncan los planes: “La mujer va en el coche junto a su pareja/nota pinchazos/ los dos tienen dificultades para respirar/. ¿Voy más despacio?”

Algunas realidades se nos muestran con todo su matiz, vulnerable hasta el tuétano, y no hay modo de enmascarar un mal presagio. Un pequeño embrión no llegó a nacer, y sin embargo, su presencia inmensa ocupa su lugar de hija que no puede serle arrebatado. A su luz va dedicado cada verso de esta obra.

Megías traza cada gesto con su oscura belleza, con el miedo opuesto al deseo de que la realidad hubiese sido de otro modo: “La mujer está sentada en wáter de la consulta de urgencias/ de su vagina salen volando mariposas/ pétalos de flor/ ojos de todos los colores/ y un pequeño hilo capaz de unir mundos.”

La densidad de las palabras en el silencio corta el vacío creador como en un útero de vidrio, desliza los filos cortantes de expectativas frustradas, de todo cuanto es negado: “El No/el no latido/ el no día/los pájaros negros…” Las bellísimas ilustraciones de María Expósito se hacen eco de ese silencio expresivo. Un silencio que grita todo cuanto calla.

En la segunda parte, el retoño, apenas un ser que ha comenzado a amarse, toma su lugar eterno en el alma de la madre, como un día lo ocupó en su cuerpo aumentando la profundidad en su mirada y provocando una resiliencia que solo algunas personas podrán comprender. Otras, solo alcanzamos a intuir la grandeza de sublimar un dolor que une los extremos de lo que somos: la vida que nace y la que acaba abruptamente; y que no puede ser digerido de otro modo que respirándolo, tragando llanto, mirando de frente al espejo: “Y hay momentos en que/cuesta/acordarse de coger la siguiente bocanada de aire.”

Con esa honestidad se encarama la autora de este poemario a su vértigo, lo comparte generosamente desde la propia reconstrucción: “Hay una mujer que se sienta/y se levanta/de mi cuerpo, / cristaliza en la mirada del espejo/ y se tumba sobre la cama…”Mientras el resto sigue con su rutina, el latido del alma que toca otra alma, que no puede explicar pero sabe, trasciende, cicatriza y asume la pérdida que no puede asumirse, ni cicatrizarse nunca. Se sobrelleva, se aprende a convivir con el regazo vacío y a integrarse en el mundo autómata. “El reloj se ha puesto en marcha, / en la pared del salón/ y cada uno ha vuelto a su vida/ en este retroceso del tiempo tan absurdo”.

La voz poética de Carmen Megías deja patente que se vive sin garantías, a menudo sin respuestas. No hay resquicio para condicionamientos sociales sino instinto y supervivencia cuando ya no importa nada, y hay que volver a enraizar en el mundo y la identidad.

En la tercera parte, la mujer se redescubre llena de valor, unida para siempre a la mirada etérea con quien comparte tristeza. Es este poemario un ejercicio de maestría del corazón y los ciclos, de una poeta consolidada cuya voz se diluye magistralmente en el texto. Ya no pueden separarse la mujer y la poeta de una obra que está escrita como bien podría ser esculpida o danzada. El arte siempre estuvo ahí para salvarnos del abismo y mantenernos cuerdos, funcionalmente cuerdos o contenidos.

Como advertí al inicio de esta reseña, hace falta valor para sentir sin juicio este Latido, desde la entraña y sin mente. Para tomarlo entre las manos, considerar el misterio de ese hilo capaz de unir mundos, contener el aliento, y ser partícipes de la fragilidad y fuerza de su autora al romperse por todo lo que no tendrá tiempo y espacio: “Todas las palabras hermosas, las canciones, las horas de abrazos, cada gota de leche…”

Al final del poemario, la esperanza del nuevo día no anula el dolor pero lo serena, lo transmuta en maestría. Para ello se hace necesaria la determinación de seguir en pie. Sirva de cierre un pellizco de ese coraje que muestra el poema Como si hubiese comido corazones, donde la mujer: “Se mira al espejo, /abre el cajón de maquillaje y pinta sus labios color latido/ se envuelve en flores/ y sale a la calle por segunda vez en la vida”.

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