www.todoliteratura.es
Íncubos y súcobos
Íncubos y súcobos

Íncubos y súcubos

Relato
Por Ángel Villazón
domingo 14 de marzo de 2021, 03:00h

Belarmino había acudido a la catedral a misa de mediodía como siempre, y después, según acostumbraba a hacer los lunes, fue a confesarse con don Antonio, párroco de la zona. Sintiendo el alma y el espíritu limpios, decidió darse un baño en las termas de la ciudad antes de ir a comer. Caminó por las estrechas calles de la ciudad hasta que llegó al edificio que albergaba las piscinas. La empleada lo saludó por su nombre, le cobró y le entregó unas toallas, al tiempo que le decía con amabilidad que era el primer cliente del día. Belarmino le dio las gracias, y se dirigió hacia la zona de los manantiales. Una vez allí, se desnudó, caminó hacia las escaleras de piedra que daban entrada al agua. La atmósfera que se respiraba era de quietud y calma, solo rota por el ruido uniforme que producían los chorros de agua templada al caer.

Cuando estaba sentado mirando como brotaba el agua, de repente observó como unos animales que no había visto nunca, con cuerpo de serpiente, boca de sapo, y unas pequeñas alas de murciélago, entraban reptando en la sala de las termas y enroscándose en las ocho columnas salomónicas que sostenían el techo, subían por ellas y se situaban, unas en la parte alta junto a los capiteles, y otras a media altura. Algunos de los animales tocaban una música de flauta, agradable y dulce, produciendo el efecto de un concierto que invitaba al relajamiento. Otras, cantaban melodiosamente en idiomas que Belarmino nunca había oído, y por ultimo otros dos monstruos silbaban muy bonito las canciones siguiendo los acordes de las flautas.

Al cabo de unos minutos, y mientras se oía la música, una mujer muy bella, descalza y con una delicada túnica, entró caminando de forma lenta a la sala. Según caminaba se percibían unos ruidos metálicos. Se acercó hasta el borde de la piscina, se agachó para meter una mano en el agua y después se dirigió hasta las escaleras de entrada. Una vez allí, se quitó la sutil prenda que vestía, dejando ver un cuerpo desnudo de mujer bellísimo, como Belarmino no había visto jamás. También pudo observar que la mujer tenía el pie derecho girado hacia atrás, aunque su tobillo era fino y delicado, mientras que el pie izquierdo era normal.

Cuando la mujer se introdujo en el agua, se inició un suave oleaje en la piscina que bañó el cuerpo de Belarmino. Y así siguió hasta que al cabo de unos minutos, se produjeron unas fuertes olas en la piscina. La mujer salió rápidamente, los monstruos bajaron de las columnas, y en medio de una intensa luz amarilla y de un fuerte olor a azufre desaparecieron.

Cuando Belarmino salió del edificio, se sintió relajado, pero al mismo tiempo una profunda sensación de angustia lo invadía. Tenía cuarenta y cuatro años, siempre había observado con escrupulosidad los mandamientos de la ley de Dios, obedecido las palabras y los mensajes que la Iglesia a través de su obispo mandaba acatar, y nunca le había pasado nada igual. Caminó sin rumbo por las calles de la ciudad, bajó por la Vía Sacra y volvió a subir por la Calle de los Plateros, dobló por la Calle de los Zapateros y entró en una iglesia que encontró abierta intentando buscar consuelo en las imágenes que adornaban la iglesia. Rezó un rosario, luego otro, y salió a la calle. Pero no salió reconfortado. Su intranquilidad era creciente. Se marchó a su casa, donde solamente sus dos criadas lo esperaban, pues sus padres habían muerto ya hacía dos años.

Esa noche y las siguientes no pudo dormir. Después de casi una semana, su cabeza se debatía entre volver a las termas para tratar de averiguar que le había pasado o ir a contárselo al confesor. Se decidió por esto último, y éste con rapidez lo envió al episcopado, a pedir audiencia con el obispo Cripino.

Cripino era un gran orador y tenía profundos estudios y conocimientos en demonología, debido a las muchas horas que todos los días dedicaba a leer y estudiar este tema. Además solicitaba libros de bestiarios a numerosas bibliotecas de otras ciudades, algunas muy lejanas, para poder consultar e identificar las formas que adoptaban los demonios. Decía que podía identificar a más de ciento cuarenta demonios, de los que conocía su origen, y además las estrategias que utilizaban para engañar y poseer a los seres humanos.

Cuando Belarmino llegó al palacio episcopal, el obispo lo esperaba con ansiedad e interés por lo que le había anticipado el confesor. Lo invitó a sentarse y a que le narrara con todo lujo de detalles lo que le había ocurrido.

Tomó asiento en una silla enfrente del obispo, y le contó lo que le había pasado.

Después de unos minutos de reflexión, Cripino le preguntó:

—¿Y cuánto tiempo duró la posesión demoníaca?

—Creo que pudo ser un espacio de tiempo de dos o tres minutos, desde el momento en que se metió en el agua.

—Entiendo —dijo el obispo—. ¿Qué más puedes decirme que me ayude a identificar a ese demonio?

Belarmino, recordando con rapidez, le contestó que tenía un pie girado hacia atrás.

—Eso les sucede a numerosos súcubos. Ese dato aunque relevante de por sí, nos aporta poco para su identificación ¿Recuerdas algo más?

—Recuerdo que cuando el súcubo caminaba en la sala de la piscina, se oía un ruido metálico al caminar —contestó Belarmino.

Cripino al oírlo, desvió su mirada hacia su derecha y al suelo tratando de pensar y reflexionar en todo lo que había oído.

—Creo que ya lo tengo —dijo el obispo levantándose de su silla con aire triunfal—. Creo que ya tengo identificado al súcubo que te ha poseído —Volvió a decir el pastor, aunque de forma rápida a la vez su cara se desencajó y reflejaba una seria preocupación, casi de estupor y espanto—. Creo que se trata de un demonio que responde al nombre de Lulico. Lo llaman así por el breve espacio de tiempo que necesita para hacerse con sus víctimas y después poseerlas.

Después se quedó en silencio por espacio de unos minutos y con aire grave y de gran preocupación le dijo a Belarmino:

—No podía imaginarme que el gran Lulico estuviera por estas tierras. Lo hacía en otras regiones más al oriente, hacia Siria.

—¡Qué barbaridad! —exclamó aterrado de nuevo Cripino—. Está entre nosotros, y no podemos hacer nada para librarnos de él.

—¡Pero dígame quien es ese súcubo! —inquirió con nerviosismo y apremio Belarmino.

—Lulico, es un demonio que trabajó inicialmente en la recepción del infierno. A pesar de su gran inteligencia y de sus dotes oratorias y magnificas capacidades de persuasión y de coacción, aceptó el trabajo de recibir y registrar a todos aquellos que no quisieron en los cielos, pues era cojo, y no tenía elección. Hizo un magnífico trabajo. Llevaba un libro de doble entrada donde anotaba los bienes que aportaban los pecadores, su ubicación en la tierra, así como una valoración ponderada del valor de los mismos. Había conocido a muchos de los pecadores que moran en el averno y estaba muy bien relacionado entre los hombres de negocios dedicados a las pompas fúnebres. Además se trataba con otros demonios de escalas más altas que la suya, y poseía una gran red de información, por lo que ascendió en el escalafón con rapidez, permitiéndosele primero a prueba, que ascendiese a la tierra, para tentar a los fieles a Dios.

»De hecho —continuó diciendo el obispo—, tenía una pierna ortopédica, que se mandó hacer con la ayuda de un demonio muy hábil que trabajaba de carpintero, de nombre Lucrecio, y de otro herrero, familiar suyo, cuyo nombre era Persefeo. Entre los dos, le prepararon unos mecanismos de fundición de hierro, aprovechando las fraguas del infierno, que le permitían girar su rodilla ortopédica. Gracias al invento, se podía mover, pero el artilugio producía un fuerte ruido metálico al caminar, que fue lo que tú oíste en la terma.

—Comprendo —dijo Belarmino cada vez más abrumado—, pero ¿esos monstruos con cara de sapo, cuerpo de serpiente y alas de murciélago que reptaron por las columnas de la terma, quiénes eran? —Le preguntó, mirando al obispo con cara de preocupación, mientras se sacaba un pañuelo de la manga de su brazo izquierdo y se limpiaba el sudor de la frente

—Se los conoce con el nombre de ligulinas. Son demonios con poca capacidad de persuasión y de convencimiento, tienen poca iniciativa y son en parte dóciles y sumisos. Además no han desarrollado las suficientes cualidades oratorias que son necesarias para llegar a la posesión, y por eso se los pone a disposición de los demonios más dotados intelectualmente, para que ayuden en las coacciones. Están emparentadas con otros demonios de alto rango y en ocasiones muy conocidos y prestigiados.

—¡Son terribles! —exclamo.

—¿Por qué? —preguntó el obispo, fijando su mirada en su interlocutor.

—Porque mientras cantaban o tocaban con sus flautas esas melodías tan dulces, movían sus cuerpos con lujuria y me miraban con lascivia.

—Su trabajo es ayudar a los demonios más experimentados en las coacciones —dijo el obispo—. Por eso te miraban así.

Belarmino lo miró con la cara descompuesta, animo agitado y preso de honda preocupación, le dijo al obispo:

—Si tengo que enfrentarme a él, necesito saber más cosas —dijo recuperando un poco de aplomo.

—Te voy a contar la primera lucha que se conoce de Lulico. Viene descrita en una carta que Casto de Herméss envió a los fieles de Asía Central y a los de Sicilia para alertarlos de la presencia de este, pues había sido detectado por algunos hombres y mujeres castos, que avisaron de su presencia.

»Lulico había decidido poseer al obispo Ambrosio de Sumeria, —siguió Cripino—, y te voy a contar brevemente cual fue la estrategia que siguió con él —Le dijo a Belarmino—, por si te puede servir de ayuda.

»Ambrosio de Sumeria —continuó Cripino—, era grueso y le gustaban en exceso los embutidos y los vinos que se producían en la zona. Pero sobre todo le gustaba pasear por la ciudad luciendo sus mejores ropas de obispo. Tenía una vestidura muy bonita que realzaba su figura, que había sido cortada por el mejor sastre de la zona y bordada con gran delicadeza y esmerado cuidado, por las novicias más afamadas del convento de las Mercenarias Descalzas.

»Cuatro ligulinas a las órdenes de Lulico, se acercaron hasta la habitación donde dormía Ambrosio. La cama tenía un dosel sostenido por cuatro columnas salomónicas de madera. Dos de las ligulinas reptaron por las que estaban del lado de los pies, se situaron en lo alto, y le tocaron una suave música de fanfarrias militares triunfales, mientras las otras dos se acercaron a su oído, y le alababan al mismo tiempo, una en sánscrito, y la otra en griego peninsular, idiomas que Ambrosio conocía solo de forma superficial, su elegancia en el vestir.

»Después de unos minutos, y al ritmo de la música, entró Lulico, vestido de sacristán a la habitación. Abrió el armario donde el obispo tenía sus mejores ropajes y fue sacando las prendas una a una, al tiempo que las levantaba y se las enseñaba para que las viera, y lo conminaba a que se levantase y se vistiese.

»Una vez vestido con su bonito traje, se sintió elegante al ver su fajín colorado, su mantón negro de obispo en el que contrastaban los ojales y botones rojos, sus zapatos negros de piel de cabra, y su elegante tiara. En ese momento, las ligulinas que tocaban las marchas triunfales bajaron de las columnas del dosel de la cama e iniciaron el camino hacia la calle, seguidas de Ambrosio, que una vez fuera del edificio y en la calle empezaba a dar brincos pequeños y a decir: “Mira que bonito brinco”, una y otra vez, y así iba calle abajo y después calle arriba, y todo el mundo se maravillaba de lo bien que saltaba el obispo.

»Brincó tanto Ambrosio, que murió de cansancio, delgado y débil, y sin ilusión, pues después de años de dura lucha con el súcubo, su bonito traje quedó raído y desgastado, lo mismo que sus zapatos negros. Fue una gran gesta de Lulico, pues Ambrosio era un hombre íntegro, fuerte, e inteligente.

—Debió de ser un esfuerzo tremendo —dijo Belarmino mientras le caían gotas de sudor por su frente, que se secaba con frecuencia con su pañuelo bordado.

—Así es —respondió Cripino.

—Esta estrategia que utilizó el pérfido Lulico con Ambrosio, también la utilizó para poseer al obispo Luciano del Bósforo, y también consiguió vencerlo, lo que aumentó su fama y su reputación entre sus superiores en el infierno, al mismo tiempo que se convirtió en un azote para la Iglesia —continuó narrándole el obispo—, y así quedó registrado en el libro que relata la Historia de Los Hechos de los Monjes de Sumeria, que escribió Theosforos el Sabio.

Belarmino escuchaba atentamente y con cara de gran preocupación las historias que el obispo le contaba.

—La tercera noticia que se tuvo de Lulico, fue en Corinto —continuó diciendo Cripino—, y para que todo el mundo quedase avisado de su presencia y extraordinario poder, san Fulgencio de Tsalonika, escribió una carta a todos los fieles del Sacro Imperio Germánico, y también a los caros hermanos de Cartagena, en la Hispania. Queda constancia de tal carta.

»Esta vez —prosiguió Cripino—, Lulico y un demonio de nombre Befredo, unieron fuerzas para poseer al obispo Cipriano de Corinto, un hombre santo y un gran predicador, que había estudiado oratoria y se había esforzado durante muchos años, pronunciando largos sermones en los que se apoyaba con grandes movimientos de sus brazos, como si estuviera en un mar embravecido.

»La oratoria —seguía el pastor—, es una habilidad que requiere inteligencia y entrenamiento y para la que no todo el mundo sirve. Para nosotros los obispos, es necesaria para persuadir y llevar las ovejas al rebaño, y convencer a aquellos pecadores que acuden en confesión.

»Un día que Cipriano de Corinto estaba confesando a sus fieles, y antes de pronunciar la santa misa, vio venir a doce ligulinas de frente y en fila de a dos. Una de ellas entró por la parte izquierda del confesionario y otra por la parte derecha, y ambas le cantaron con suave y melodiosa voz, y en arameo y en sumerio, idiomas que conocía un poco, un discurso muy importante que tenía que pronunciar, mientras le alababan su gran capacidad oratoria, poco frecuente en esas tierras. Otras dos, mientras tanto, le cantaban de forma suave y rítmica, y al mismo tiempo tocaban la flauta con acordes religiosos enfrente del reclinatorio.

»Al mismo tiempo, otra ligulina enfrente del confesionario, sostenía un atril sobre el cual había un pergamino, en el que estaba escrito un discurso, que otra simulaba pronunciar, moviendo sus alas como si fueran las manos de un orador, imitando solo con gestos. Los otros siete monstruos simulaban con el movimiento de sus alas aplausos muy estruendosos para el orador.

»Después salieron Lulico y Befredo, vestidos de sacristanes, se acercaron, parándose frente a él, y con la cabeza mirando hacia abajo en señal de respeto y sumisión y las manos con las dos palmas juntas, los dedos entrelazados, y situadas a la altura del corazón, hicieron un ademán al obispo, para invitarlo a ir tras ellos. Lo acompañaron hasta el púlpito, donde las ligulinas lo rodearon, y mirándolo con expectación le entregaron su báculo, invitándolo a subir al mismo, donde tenían preparado ya en el atril, el discurso que iba a pronunciar, y que tenía por título: “Segundo discurso conmemorativo sobre el falso rumor aparecido en la región del Golfo de Corinto sobre los hechos acontecidos en el confesonario de la catedral”.

»El obispo, presa de un entusiasmo indescriptible, y ya en el púlpito, comenzó el sermón con un “Caros hermanos: Hoy os voy a hablar sobre un gran suceso que conmocionó a todo Corinto”.

»Y empezó su disertación con grandes ademanes y aspavientos. De cuando en cuando la fuerza de convicción era tal, que bajaba del púlpito y caminaba por el pasillo central de la catedral. Luego subía al púlpito y después bajaba a caminar de nuevo por el pasillo durante horas, y la gente susurrando le decía que oratoria tan brillante tenía, frases con las que se gustaba y animaba, y así seguía horas y horas, hasta que se le secaba la boca, y caía desmayado por el esfuerzo.

—No me cuente ya más cosas, pero dígame, ¿Volverá a seducirme de la misma forma que en las termas, o lo hará de otra manera? Estoy confuso y alarmado.

—Lulico es un súcubo fiel a sus estrategias y lo volverá a intentar igual.

—¿Y podré librarme de él, o me vencerá? —Quiso saber Belarmino, con gesto serio y preocupado.

—La próxima vez que vayas a las termas, espolvoréalas primero con el polvo molido de dos hojas troceadas de albahaca del Penedés, dos ajos machacados de Chinchón, tres hojas de laurel de la Vera y un poco de comino y mucha pimienta molida, que provocarán su tos y su estornudo, lo que forzará su huida.

Cuando Belarmino terminó de hablar con el obispo, bajó por la Calle Sacra, pasó por el Arco de Cuchilleros, dobló la esquina a la altura de la Calle del Afilador, y por la Calle de los Espaderos llegó nuevamente a las termas. Una vez allí, se percató de que no llevaba la preparación de especias para espolvorear a Lulico y hacerlo huir. Decidió, no obstante, seguir. Su corazón palpitaba con fuerza. Logró pagar la entrada a la empleada sin que se notara su nerviosismo, recibió las dos toallas y se dirigió hacia la terma.

***

Ángel Villazón Trabanco es escritor y nos ofrece su última novela de narrativa histórica desarrollada en el siglo XI. Después de los temores y miedos del año 1000, un marino cántabro y sus socios deciden irse a conocer rutas comerciales que los llevarían a la ruta de la Lana a Flandes, a la ruta de la Sal al Báltico y posteriormente encuentra en Toledo, un artefacto que estaban buscando para mejorar la seguridad y rapidez en la navegación.

Su titulo es “El sueño de un marino cántabro y el sueño de un orfebre andalusí”, pudiéndose encontrar en e-book en la Casa del Libro y en otros sitios

Ángel Villazón Trabanco

Ingeniero Industrial

Doctor en Dirección y Administración de Empresas

Puedes comprar su último libro en:

¿Te ha parecido interesante esta noticia?    Si (0)    No(0)

+
0 comentarios