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“La reina”, de Gabriela Saidon

martes 23 de marzo de 2021, 21:00h
La reina
La reina

“La reina”, de la autora argentina Gabriela Saidon, seleccionada entre las candidatas al Premio Espartaco de novela histórica publicada en 2020 es una novela peculiar, por su planteamiento y sencillez deliberada, cuya trama se sitúa en un lugar y época concretos (Cuzco, Perú, en la América de la Conquista, a principios del siglo XIX), y que en sus primeras páginas trasciende la época y el escenario elegido debido a la fuerza del personaje de Irenea (anagrama de “reina”, un nombre que marcará el destino de sus descendientes), y de las injusticias que ella sufre.

El leitmotiv de la opresión por un enemigo triple (el varón, el conquistador y la Iglesia cómplice de ambos) podría haber sucedido también hace quinientos años, pero también podría continuar hoy: de hecho, es así, y su denuncia sigue siendo válida y universal: en cierto modo, la jerarquía de castas dominantes, etnias sometidas y aliados que pasan de uno a otro bando según sus intereses aún existe. Con la diferencia de que hoy ese sistema inherentemente injusto se denuncia y se combate por medios, políticos, jurídicos y sociales que antes no existían, aunque no siempre se consiga abolirlo.

La novela es lineal, cronológica (salvo por algunos recuerdos intercalados por los personajes) y abarca alrededor de un año. Su lectura es fluida y fácil, debido a la brevedad de las frases, así como al predominio del diálogo sobre la acción y de ésta sobre la descripción, que se limita a pocas pinceladas para aportar sabor y color locales.

Está escrita en un tono sencillísimo, espontáneo y coloquial, a veces deliberadamente descuidado para crear complicidad con el lector, y lo mismo sucede con el diálogo y las descripciones, sin florituras, grandilocuencia ni alardes de estilo clásico o excesivamente literario; a veces, es tan directo que resulta cortante. Un estilo que casa bien con el tema descarnado con el que arranca el relato, y con la rabia que trasluce cada párrafo de las primeras páginas: Gabriela Saidon escribe sin concesiones y con una franqueza que resulta casi chocante, por la crudeza de algunas escenas. Y en ese comienzo visceral reside para mí el mérito principal de esta novela: el comercio y la explotación del ser humano siguen ocurriendo y silenciándose, y no han perdido un ápice de la inhumanidad que los caracteriza, entonces y ahora, dondequiera se produzcan:

“Eligieron a Irenea por su belleza y porque tenía sangre negra. Su origen noble era silenciado por el monasterio… La llevaron como se lleva a las yeguas puras cuando están alzadas para dar potrillos de raza, a la hacienda donde espera el semental. Que Irenea no estuviera de acuerdo pareció no importarles ni a las monjas, ni al criollo que la seleccionó… Ella, como siempre, soportó en silencio. El esclavo nunca le habló, solo se dedicó a penetrarla una y otra vez, para asegurarse de cumplir la misión que se le había encomendado”.

Así se presenta Irenea y, a través de ella, a generaciones y siglos de mujeres indígenas que tienen todos los elementos en contra para abrirse paso en la vida pues, desde su nacimiento o incluso antes, son reducidas por otros a la condición de seres infrahumanos, entre esclavas, prisioneras y concubinas privadas de historia, de derechos y casi de nombre.

Todo ello por el capricho de una casta extranjera sobre la voluntad un pueblo antaño libre y poderoso, pero ahora sojuzgado; por la hipocresía de dos religiones, una indígena y otra cristiana, que no ven en ellas más que un desecho destinado al sacrificio humano, o bien un pedazo de carne solo apto para la explotación y el comercio de un amo a otro.

Más que una novela histórica o un gran fresco de época que presenta de manera más o menos completa y compleja el sistema político, social, económico, agrícola, militar, estratégico, climático, etcétera, con una trama complicada, rica en acontecimientos y con varios niveles la que se entrecrucen los destinos de docenas de dignatarios, testas coronadas, traidores o héroes nacionales, “La reina” es una pequeña tragicomedia íntima con tintes costumbristas, varios triángulos amorosos, algunos elementos de realismo mágico que la autora dosifica puntualmente, pero sin recurrir a lo sobrenatural para crear golpes de efecto poco creíbles, sino siempre enmarcados de modo coherente en las creencias y valores que determinan las acciones de los personajes.

Son pocos personajes, aún menos los escenarios, y el argumento no presenta grandes batallas ni gestas: todo lo que sucede se condensa en el microcosmos de varios meses en la vida de un puñado de personas cuyas acciones y reacciones no llegan a cambiar la Historia, con mayúscula, pero bastan para transmitir impresiones aisladas de una época y un trasfondo históricos demasiado poco conocidos en España.

En las primeras páginas, Gabriela Saidon traza los antecedentes históricos y étnicos de las tres protagonistas (lrenea y sus dos hijas, una destinada a la grandeza y otra a la servidumbre), a las que más adelante se sumarán personajes que simbolizan las fuerzas enfrentadas por el predominio sobre el antiguo y nuevo imperio inca: varias monjas, una criada y un servidor que asumen el clásico papel de intrigantes y, sobre todo alcahuetes, un anciano cuya gloria pasada y planes de un futuro renovado y glorioso tuercen el destino de los demás personajes.

Pero lo que comienza insinuando sueños de grandeza y planes de reconquista imperial se va reduciendo a una pequeña saga familiar de tres mujeres que intentan, apoyándose en su ingenio, su voluntad y su corazón, superar sus orígenes en la oscuridad y la sumisión y alcanzar el poder que consideran su herencia natural.

La novela empieza cuando Irenea, mestiza-concubina-reclusa y madre de dos niñas que van a correr la misma suerte que ella, revela a una de ellas sus raíces reales incas que se remontan a Tupac Amaru I, truncadas cuando los españoles aplastaron la rebelión indígena en un baño de sangre que casi exterminó a su familia:

“Era una india lavada, como se burlaba de ella su hermana. Zamba pobre y esclava, le retrucaba.”

Pero Irenea sabe quién es; astuta e ingenua a la vez, soñadora pero pragmática, impulsiva y, al mismo tiempo, capaz de aguardar años para cumplir sus planes, nunca ha olvidado qué desea, y su voluntad de que su hija menor se ciña la corona que le arrebataron los mismos que la predestinaron a nacer esclava la llevará a cultivar en la niña, en secreto, los atributos de la realeza inca (lóbulos perforados, cráneo cónico), revelándole la historia y la tradición oral de su pueblo, en retazos sueltos de información que a mí me resultaron muy interesantes: desde el método tradicional para transmitir historias a través de cuerdas anudadas hasta sus canciones y deidades, leyendas, idioma, y su manera de vestir y entender una cosmología en la que dioses, linajes y profecías determinan el lugar del ser humano en la tierra.

Para devolver la grandeza perdida a su familia, Irenea no duda en aliarse con el general argentino Belgrano y con altos oficiales ingleses a fin de cumplir “el Plan del Inca”, que gobernará a todos los americanos del continente. Irenea reivindica la posición de sus ancestros: los europeos desean satisfacer sus necesidades coloniales de impuestos, minas de metales preciosos, tierras fértiles.

Mientras Irenea urde sus planes, descubre que Belgrano va a utilizar, a su vez, a la “Incarreina” en ciernes para desafiar al virrey de los españoles, y el lector va descubriendo la fusión de ritos cristianos e incas, la mezcla de varias culturas, manifiesta en figuras de culto como el “señor de los Temblores, el Cristo Negro” o “el Taytacha de los Milagros”, en lugares sagrados, en ritos de la realeza. Irenea está tentada de mestizar a su hija elegida con Belgrano para fundar una dinastía criollo-inca, pero más tarde decide, con la bendición de Belgrano cuya vejez le impide procrear, unificar las líneas herederas incas dispersas en una sola estirpe totalmente indígena, que aúne el apoyo de indígenas, criollos, negros y peninsulares, ya sean esclavos y burgueses, nobles o campesinos, hasta ahora enfrentados entre sí. Sin embargo, algunas facciones y poderes se oponen a la idea de una mestiza entronizada en un neoimperio inca:

“No le molesta la idea de la monarquía constitucional, pero sí en cambio que se pusiese la mira en un monarca de la casta de los chocolates, cuya persona, si existía, probablemente tendríamos que sacarla borracha y cubierta de andrajos de alguna chichería para colocarla en el elevado trono de un monarca… No me llamó para hablar de negros, supongo… No de negros. De una india. Aunque creo que tiene algo de sangre negra. Todas las sangres en un cuerpo – Esa parte no me la contó, General: no querrá que en la corte se arrepientan. Lord Liverpool, usted sabe, no es un hombre amigo de las razas…”

Entre intrigas caseras, celos y desconfianzas, tejemanejes diplomáticos que incluyen algún asesinato en un callejón, y obsesiones amorosas que a veces empujan a los protagonistas a la traición y al subterfugio (para servirse de la influencia de Belgrano sin que éste llegue a seducirla, la niña-reina lo distrae revelándole cada noche una leyenda o una anécdota de la historia inca, en un guiño a Sheherezada y el sultán omnipotente), va avanzando muy lentamente la trama. Entre los sirvientes taimados que casi parecen surgir de un sainete, y el triángulo femenino de niña, muchacha y mujer que persigue cada una sus sueños, no sin tensiones y engaños entre ellas, destaca el personaje del general Belgrano, entre la grandeza y la mezquindad, para quien la niña-reina encarna no solo su mayor baza frente al virreinato y a la odiada España que mueve los hilos a distancia, sino la agonía de su hombría y su ansia por aferrarse a una vida que se le escapa:

“No era la enfermedad, no: era dolor, tristeza, miedo. Había aprendido leyes y latines en Salamanca… aprendió a ser militar… había logrado convencer a Buenos Aires de que aceptara su plan, y que la corona británica financiara su expedición… Pero no estaba preparado para no poder, para asumir el deterioro final, la vejez, la muerte… No era poeta ni artista para expresar, para volcar desde un cántaro de imágenes, esta sensación de polvo y nada.”

Con un ritmo tranquilo, sin sobresaltos ni grandes sorpresas, se va cumpliendo el sueño pergeñado por Irenea para su hija, la Incarreina, hilado entre premoniciones, fantasías y mensajes secretos que entrecruzan los protagonistas, donde predominan claramente las mujeres, aunque los hombres también demuestran personalidad propia, sobre todo Belgrano.

En definitiva, es una novela amena en la tradición histórico-romántica-costumbrista-folclórica, cuya trama y estilo son muy sencillos y por tanto está destinada al público en general, y que no aspira a presentar profundos análisis históricos ni grandes exploraciones psicológicas o históricas, pero por eso nunca resulta aburrido o pedante, sino que entretiene y, a veces, conmueve a partes iguales.

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