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"Álvaro de Bazán. Capitán General del Mar Océano", de Agustín Rodríguez González

Editorial EDAF
Por José María Manuel García-Osuna Rodríguez
martes 25 de mayo de 2021, 22:00h
Álvaro de Bazán
Álvaro de Bazán
Estamos ante una biografía de uno de los almirantes más importantes de la historia universal; probablemente el más brillante. “También es cierto que le tocó vivir en una época en que España y su Imperio estaban en fase ascendente, lo que podría rebajar sus méritos si no recordáramos que ese ascenso se debió en no escasa medida a él personalmente: el freno a los corsarios franceses, la salvación de Malta, la decisiva victoria defensiva en Lepanto o la rápida y poco costosa anexión de Portugal, que convirtió a España en el mayor imperio oceánico que haya existido. Cabe imaginar lo que hubiera pasado en todas esas ocasiones y en algunas otras de no estar al mando Bazán. Desde el desastre en Los Gelves al desdichado fin de la empresa de Inglaterra, el lector podrá comprobar cómo hasta la triunfante España del siglo XVI podía cosechar fracasos”.

El libro es directo, con una importante cantidad de datos, una numerosa pléyade de fotos e imágenes a todo color, en suma una obra muy importante y paradigmática sobre este grandioso marino español. En el capítulo V se acerca la obra a La Más Alta Ocasión Que Vieron Los Siglos, lo que no es ni más ni menos que la batalla de Lepanto contra el turco, lo que asimismo corresponde al culmen militar y naval de Álvaro de Bazán. Lepanto reunió una gran cantidad de buques, amigos y enemigos, y para el cristianismo católico era el momento del ser o no ser. Los turcos de Selím II seguían estando en el Mare Nostrum, y pretendían imponer sus condiciones a toda la Europa cristiana. Complicada conflagración naval, con una información generalizada, que nos permite un análisis pormenorizado de lo que realmente ocurrió, aunque los frutos victoriosos para el catolicismo, que representaba el Imperio Español, fueron indubitables. En dicha memorable batalla estuvo, asimismo, Miguel de Cervantes Saavedra, que en su Don Quijote, I, capítulo XXXIX, “Donde el cautivo cuenta su vida y sucesos” refiere paladinamente: “En este viaje se tomó la galera que se llamaba la ‘Presa’, de quien era capitán un hijo de aquel famoso corsario Barbarroja. Tomóla la capitana de Nápoles, llamada la ‘Loba’, regida por aquel rayo de la guerra, por el padre de los soldados, por aquel venturoso y jamás vencido capitán don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz… ”. Sea como sea el Capitán General tuvo un papel preponderante en dicha batalla.

Las fotos y planos presentados, asimismo a todo color, no tienen desperdicio. Ambas flotas enemigas se prepararon para el inevitable combate, en la mañana del 7 de octubre de 1571 la Liga Santa y las tropas de Selim II estaban listas para lo que se anunciaba como una batalla de dureza pavorosa. Los analistas de la época consideraban la indubitable superioridad de los otomanos. Los enfrentamientos bélicos navales, hasta ese momento, histórico, eran de pequeño alcance, luchas anfibias o de hacer el corso, pero existía una casi nula experiencia en los grandes combates navales. Juan de Austria y Álvaro de Bazán eran muy optimistas sobre el resultado final, pero Felipe II era reticente y estaba lleno de negros presentimientos. Álvaro de Bazán sabía hasta donde se podía llegar, y el riesgo de Lepanto lo tenía muy calculado. “En las galeras cristianas don Juan ordenó repartir vino, pan, carne y queso a todos y especialmente a los remeros o galeotes, que bien iban a necesitar ese suplemento de energía en las próximas horas. También ordenó desherrar o liberar de sus cadenas a los remeros cristianos, la inmensa mayoría, con la promesa de concederles la libertad si se comportaban bien en aquel decisivo combate, incluso se les repartieron armas para cuando los remos no fueran necesarios en medio de un abordaje: picas, cuchillos y alabardas principalmente, incluso unas protecciones para el cuerpo hechas de cordajes. Por su parte, los otomanos hicieron lo contrario: temerosos de sus remeros, cautivos cristianos en su mayoría, dieron la orden de que, iniciado el abordaje, se metieran bajo los bancos de boga, al que levantara la cabeza se le cortaría inmediatamente”.

En este libro conspicuo se refieren anécdotas muy jocosas en el devenir de la batalla. También existía cierta cautela en algunos de los capitanes cristianos, que deseaban seguir planificando, pero la férrea voluntad y destacada personalidad de don Álvaro rompió todos los moldes: “Ya no es hora de consejos, sino de combatir”. La Liga Santa se presentaba con unos 250 buques, frente a los 280 de los turcos, los de estos más marineros en la posibilidad de combatir. Su soberbia despreciaría el poder de la Liga Santa, inclusive en el número y calidad de sus barcos; pero cuando tuvieron la certidumbre de cuantos enemigos tenían enfrente, comprobaron que los politeístas o rumíes o infieles eran más numerosos de lo que esperaban. Además las naves cristianas, mayoritariamente, eran las denominadas ponentinas españolas, mejor armadas y con una tripulación de primera categoría, lo que no gustó nada a los almirantes turcos. Existe un texto de Juan de Austria, que es un correcto panegírico sobre el marqués de Santa Cruz, y la confianza absoluta que el hermanastro de Felipe II tenía en don Álvaro.

También existían otros marinos prestigiosos en ambos bandos, desde Uluch Alí, Amurat Dragut, y Mehmet Sulik, hasta el genovés Giovanni Andrea Doria. Los cristianos pretendían romper el centro turco, confiando la eficacia de su ataque al choque frontal; mientras que los otomanos se inclinaban más por la maniobra. Hasta aquí lo esencial del preámbulo de la batalla, centro de un volumen fuera de serie, que merece todos mis parabienes y loas. “Patrem familias ventacem non emacen esse oportet.

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