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José Antonio Mateo Albeldo
José Antonio Mateo Albeldo

"La niebla de un sueño": el nuevo poemario de José Antonio Mateo Albeldo

A sorbo de pájaro
Por José Antonio Olmedo López-Amor
domingo 24 de octubre de 2021, 12:42h

«La fe es el pájaro que canta cuando la aurora está oscura».

Rabindranath Tagore

Mediar entre el lector —por suerte— anónimo y los poemas de José Antonio Mateo Albeldo, no es tarea fácil. Como no lo es entrar con acierto en el universo de cualquier autor y crecer —o salir indemne— a través de su lectura. ¿Qué se espera de un prólogo? ¿Acaso anticipar y preparar al lector ante aquello a lo que precede? ¿Destripar una intriga, balizar un sendero propicio al peregrino, opinar sin mojarse o hacerlo y proponer una exégesis en la que ni el propio autor había pensado? Soy de la opinión que, a pesar de todo, defiende a este tipo de antesalas literarias como algo innecesariamente necesario. Me explico.

La niebla de un sueño
La niebla de un sueño

Gozar de una línea directa, aunque sea breve, con el lector de un libro de poemas en los momentos anteriores a su entrada en el libro, es algo a lo que no se debería renunciar, mucho menos, si el privilegiado orador no es ni siquiera el autor del libro, sino un mero y circunstancial consejero o habitante —hablante prosaico— de su preámbulo. Esta es la oportunidad de, a través de un tercer universo: lector, autor, prologuista, hacer ver lo acaso difícilmente perceptible de la obra; ser caja de resonancia para aquello que ya por sí solo suena, y con filarmonía; potenciar la avidez del lector por desentrañar la esencia de la obra de arte… Dejémoslo ahí.

La suerte no buscada del autor auténtico —como verdadero creador— es que nunca falla. Nadie erra al manifestar: «tengo hambre» o «te amo». Así es. Cuando la literatura es necesaria comunicación, una función estética doblegada a la función expresiva, es infalible. Se puede hacer mejor o peor, pero la verdad —pese a quien pese— siempre es pertinente.

El que observa algo antes que los demás —privilegio del prologuista— no tiene más probabilidades de acertar en su interpretación de lo observado que aquel que observa lo mismo en último lugar. Como es sabido, cada lectura, como también cada lector, son únicos. Un mediador sensato aportará subliminalmente —como reverberación paratextual— algo a una cosmovisión general que —afortunadamente— no lo necesita. Por tanto, en esta justa aspiración, el margen de error es exponencialmente proporcional al tamaño del ego de quien prologa.

Ego y poesía son elementos que, por mucho que se imbriquen y mezclen, jamás terminan fusionándose. Pertenecen a orbes diferentes y no se aportan nada positivo el uno al otro. El punto de apoyo que sujeta la estructura lírica de Mateo Albeldo es la humildad, una llaneza devenida de la honestidad que el autor imprime en sus versos. Su puridad no es óbice para aspirar a un efecto estético en el lector, y sin embargo, es precisamente la causa de ese efecto, su desnudez, su principal valía.

Una simetría cabalística se muestra en el equilibrio poemático de sus cuatro partes constitutivas: veinticuatro poemas en total, a razón de seis poemas por bloque. Como sabemos, los cabalistas interpretan los números desde el 1 al 22, y para interpretar cualquier otro número superior, suman uno a uno las cifras que contenga. Es decir, que el 24, suma de todos los poemas del libro, nos lleva a la suma de 2 más 4, por tanto, 6: número de poemas de cada parte del libro.

El número seis era para Pitágoras el número perfecto en Matemáticas, ya que al sumar en orden los tres primeros números (1+2+3) lo obtenemos como resultado. En cambio, en la Biblia se utiliza el seis para hablar de lo imperfecto, de la tristeza y el mal: no hay más que recordar a qué número se adjudicó en este libro una relación con la Bestia.

El número seis puede relacionarse con la responsabilidad, la perfección, con el proceso evolutivo de una mente en busca de conocimiento. Otras posibilidades interpretativas anudan el seis a los invisibles vínculos que existen entre las cosas, y hasta con la causa misma de dichos enlaces. Lo cierto es que la ordenación poemática no es baladí y si cualquier efecto puede resultar de esa sintaxis, en los poemas de La niebla de un sueño se manifestará.

Otro rasgo que demuestra la naturalidad, la libertad formal de la poesía mateoalbeldiana es la ausencia de títulos en los poemas. Este hecho es significativo en cuanto a la desnuda intemperie en la que han sido concebidos estos poemas, refiere a la pureza en la transcripción de un efluvio recibido en esa niebla del sueño como umbral de lo ilógico. La renuncia al epígrafe y su información catafórica convierte a cada bloque del poemario en un único poema con vocación temática, pero no muy distinto del resto de partes. Por tanto, podemos hablar de poema-río, de libro-poema, ya que, además, Mateo Albeldo se expresa a través de poemas-página (excepto en un poema). Todo empieza y acaba en una misma hoja y el tránsito de una página a otra representa el tiempo que conecta simultáneamente dos espacios, o su elipsis. La unidad y el todo, de lo particular a lo general. El poeta no ha querido forzar en ningún momento, con métrica o títulos, el resultado de una inspiración onírica que ha cristalizado entre el sueño y la vigilia —todo lo intacta que conciencia y lenguaje, como mediadores, permiten— sobre el papel.

Esa naturaleza intuitiva de su concepción atempera los poemas, los acrisola y dota de un atractivo mágico difícil de explicar. Desde la antigüedad, el sueño ha sido una fuente de inspiración para los artistas. Muchos han manifestado haberse despertado con la idea de una obra artística en los labios, concebida durante el sueño o han comenzado a crear una vez despiertos de forma apasionada, incluso imbuidos de la experiencia onírica y enajenados de la realidad externa. Goethe es un ejemplo de esto, incluso dijo al respecto: «Entre el momento en que las cosas cobran dentro de mí tanta vida que parecerían reales, y este mismo momento, en que estoy escribiendo, media la misma diferencia que entre el sueño y la vigilia».

El epígrafe con el que decidí titular este proemio “A sorbo de pájaro” es un préstamo de nuestro buen amigo y referente literario, Ricardo Bellveser, quien con su acostumbrado acierto aconsejó al público asistente a una presentación de un anterior poemario de Mateo Albeldo a leer su poesía de la misma manera en la que bebe un pájaro; para ejemplificarlo, bajó su mirada hacia los folios de la mesa y acto seguido, alzó su mirada al techo. Con esta certera y simpática metáfora, Bellveser nos previno de la inusitada densidad de los poemas de este autor. Una concentrada carga significativa —a todos los niveles y planos— obliga a leer estos poemas pausadamente e incluso, nos fuerza a detenernos en nuestra lectura y a poner en orden nuestras apreciaciones.

La poesía de Mateo Albeldo no oculta su torrencialidad. Sus poemas se conforman o no estróficamente según las exigencias de su prosodia. Cuando en un poema se encuentran las palabras: armonía, nieve, hierba, razón, universo, cuerpo, pájaros, nubes, simplicidad, entre otras muchas: de poco servirá la tesis de un único lector, pues los elementos poemáticos alcanzan la cota de símbolo, un símbolo que adopta, además, su significado ordinario, y los introduce en una constelación figurativa donde cada interpretación, no por ser diferente, deja de ser posiblemente acertada.

Aludiendo a la cita de Tagore que encabeza este atrio: la fe de Mateo Albeldo en la palabra poética y sus contingentes dones alza su canto ante la bituminosa oscuridad de una aurora que agoniza ante la sombra creciente de la muerte. Alondra de esperanza, su concierto es proclive a detectar iguales fieles entre sus lectores-pájaro.

Cuatro movimientos, cuatro estadios que implican gradación, componen la estructura de este poemario; un ciclo de advertencia, reflexión, transición y transformación, que responde a la reacción orgánica (expresión) ante cualquier estímulo que interpretamos como amenaza (muerte), y por ello, nos invita a superarnos, purgarnos, transformarnos, despedirnos. «Certidumbre de las muerte», «Mirada interior», «Tránsito» y «Renacimiento» son esas cuatro fases, abstractas o no, que hemos de atravesar para completar esa secuencia. Advertimos un peligro, quizás un peligro tan inminente como inesquivable, pensamos sobre ello y las consecuencias que tiene; también recordamos qué singulares decisiones tomamos hasta conducirnos hasta aquí. Finalmente, si ese ejercicio memorístico e intelectual es fructífero, comenzará una mudanza interior que nos hará renacer, nuevo ignorante, ungido de la sabiduría de la experiencia. Esto nos cuenta La niebla de un sueño.

Si en los dos primeros poemas del libro el poeta es coherente con esa certidumbre de la muerte presentida: «Puedo contemplar en ellos / el avance de la decadencia / que anuncia la certidumbre / de una muerte cercana», algo que parece significar —y por seguir aludiendo a Ricardo Bellveser— la primavera de su noche, en el tercer poema comienza a vislumbrarse una síntesis tranquilizadora que más adelante se fortalecerá y cobrará importancia: «Soy un extraño sin pasos / sobre esta alfombra de espera / en la que lo aprendido de nada sirve. / Todo se resume en una gota de ámbar / suspendida en el equilibrio de cristal, / en la pura simplicidad». Esta actitud conciliadora no entiende la asunción como rendición, sino como la precisión de un orden tácito que exige de cada uno de nosotros su justa y simétrica participación: «La nieve cae sobre la tierra; / cada copo de nieve sobre su sitio exacto».

Si en la primera parte del libro el hablante lírico ve en la imposibilidad del recuerdo nítido una carencia de refugio, es porque el poeta entiende que en la memoria el doliente encuentra un bálsamo y también la posibilidad de deformar la historia y así favorecer la tarea del olvido. Su necesidad de acceso a ese tiempo mítico es un impulso humano, un acto reflejo ante la amenaza, pero poco a poco su importancia se irá disolviendo, así como también, su apego a la vida.

La mirada interior se exterioriza y reconoce en el paisaje, virtual o físico, en su segunda parte. El hablante lírico encuentra en la naturaleza la analogía perfecta para las depresiones y protuberancias de su orografía íntima: «Soy lágrima derramada / en un lugar donde todos los corazones caben, / porque son posibles todas las vidas, / y todos los sonidos son armónicos». No vamos a llamarlo certidumbre, pero de alguna manera la reflexión sobre la muerte lleva al poeta del miedo a la asunción serena, ya que advierte la utilidad de todo, la practicidad del mundo en su ordenamiento mecánico y cíclico, incluso con lo no físico.

Este acceso a un nuevo conocimiento, a una nueva forma de entender la vida, aunque intuitivo, resulta transformador. Así, la referencia a la iconografía religiosa: ángeles, cielo, Dios, etc. será un mero recurso literario para dar cuenta del matiz sagrado de estos nuevos pensamientos.

En el octavo poema, dejado atrás el miedo y pesimismo, aparece la palabra `felicidad´, y consigo, la descripción de un arrobamiento indescriptible que invita a la vida ascética, antesala espiritual e intelectual que propiciará el encuentro con lo indecible: «Sumido en la creciente felicidad / de esta dulce conciencia que me invade / he dejado atrás el aprendizaje del vuelo». La escala emocional que describen los poemas apunta a una evolución de lo mundano a lo místico sustituyendo la transición religiosa por filosófica.

Es entonces cuando el hablante lírico nace a la nueva grandeza de la insignificancia, a su decir constante, pues vivir es ser y entender que hay cosas que no necesitan de la razón para ser vida y preservarla, propiciarla, darla: «Soy insignificancia. // Y escribo serenidad / en la memoria de las aguas / y todo lo escucho / y todo lo entiendo». El uno de Plotino, entender el universo como un holismo donde cada cosa es lo mismo, proviene de lo mismo y se presenta de diferente forma, hace que llamar a las cosas con nombres desiguales carezca de sentido. Esta perspectiva hace que el lenguaje se desvirtúe, que muestre su debilidad, su dependencia de nosotros, su mortalidad: «Busco palabras que no encuentro / cuando quiero hablar de pasos / perdidos en el color amable / de un universo que late / dentro de una mirada / que se precipita cada segundo».

En los versos de Mateo Albeldo se dan cita referencias y conocimientos de diversas culturas y épocas. La sabiduría y encanto de las tradiciones védica y oriental, los devaneos psicológicos de Jung, la aritmética no científica del numerólogo, la solución impredecible del chamán, etc. Lo cierto, es que en sus poemas la soledad puede palparse, pero también un rico y fecundo acervo histórico que ilumina ángulos oscuros del pensamiento y los rejuvenece con su salvífica policromía.

El proceso de esa anunciada mudanza interior se narra en la tercera parte del libro, un tránsito en el que se hilvanan las sospechas con esas nuevas premoniciones disfrazadas de certezas para conformar nuevos patrones mentales. El desaprendizaje, a la manera platónica, no consiste en olvidar, sino en recordar lo que perdimos y sustituir los preceptos gastados por esa agua nueva que siempre ha transcurrido en lo profundo: «Soy, solamente. Si acabo aquí / y me deshago en la ineludible cita / de aquello que me espera, / porque al fin he entendido / que soy agua que busca eternidad / en su refugio de hielo». Es decir, el final del camino resulta ser el principio. El poema no es más que silencio escrito.

El poema número dieciséis supone un reconocimiento, una rendición en primera persona a esa otredad ulterior a la cual se interpela: «Acepto las caricias / de las manos que me ofreces, / destierro el agua que golpea / mis muros de ojos ciegos / y me abrazo a tu cuerpo enraizado / y te pronuncio en este silencio de siglos / que sitia las paredes de la razón». El galardón ofrecido como ofrenda a aquel que escuche su mensaje es suficiente para hacernos comprender que no hay misterios, sino ignorancia.

Cada vez más nos vamos acercando a una idea de dios omnipresente que no tiene por qué coincidir con el perfil católico de numen. La aproximación a la revelación de una singularidad desnuda se siente y se presiente en el fervor de algunos versos, se intuye en la deslocalización interior, en la proclive apertura hacia la paz, el amor y entendimiento que el hablante lírico —y a su vez, el lector— experimenta.

Una idea de inmortalidad que supone nacer y morir miles de veces apuesta por la renovación para la evolución, lo caduco es soflama, lecho caliente que invita a deshojarnos sin miedo. La luz del sol que atraviesa una gota de lluvia posada sobre una hoja de árbol que mece el viento, no dejará de ser cuanto es al estrellarse la gota contra el suelo, no dejará de conmocionarnos por su belleza y sencillez, no dejará de ser la mejor metáfora para describir la vida y este libro: no dejará de ser impronunciable.

La disolución del yo culmina en el último poema de la tercera parte. Aquí, el hablante lírico es ya luz, paz, día, viento. Procedentes de la selva oscura hemos travesado el intrincado bosque, acometido el ascenso de la sagrada montaña y ahora estamos a punto de culminar su cumbre.

La contemplación del paisaje devela hallazgos crepusculares en el caer del agua, en el trino del ave, en el crujir del musgo cuando crece. La elocuencia del silencio nos enseña que no es necesario decir, sino permanecer en el centro de uno mismo y dejarse imbuir por el mundo. Debemos vaciarnos para que el mundo nos ocupe y poder trascender así a la muerte (uno de los mil rostros del tiempo), quedar como intuición de otro ser vivo, resonancia de un sueño capaz de adentrarse en la vigilia de otro poeta.

Cada página leída hace más innecesario comprender. La lectura es una escucha que inunda el hipogeo del alma de un sacramental silencio: «Ascender / acelerando el corazón, / dejando abiertas las ventanas / por las que se abandona el cuerpo / a la transparencia del aire». El rapto inicial por la preocupación de la muerte física nos empuja a una noción de muerte en la que nada desaparece, sino muda.

Esa ascensión se convierte en vuelo, en el adiós salmódico a la carne y bienvenida al espacio, en un estado de amor permanente no maniqueo, no lógico, no mensurable. El regreso a la nada silenciosa del guerrero cantor. La dación de ser luz, agua, fruto, para iluminar, dar de beber y comer al otro. Así concluye Mateo Albeldo su poemario: «Ser silencio también es hermoso».

La poesía no es matemática, no funciona igual con todos. Deja tu orgullo en la puerta, no lo echarás de menos. Si consideras que este umbral ya es solemne por reflejar solo la esencia de este libro, estoy seguro de que aún te lo parecerá más —en su sagrado adentro— su interior.

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