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La contemplación
La contemplación

"La contemplación", una novela rodeada de relatos

viernes 10 de junio de 2022, 13:00h

El poeta venezolano se adentra, como caminante en laberinto, en La contemplación, novela de su compatriota Edgar Borges, que la editorial valenciana Tiempo de Papel reedita once años después de su primera edición.

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En un amago en el que estará pendiente la siempre malcriada curiosidad, me adentré en la lectura de los textos cortos de ´Contemplación´ de Franz Kafka, posible sitio de gestación (al menos el título) de esta novela, “La contemplación”, de Edgar Borges, quien de manera provocativa, instigadora, introduce al lector en una maraña de anécdotas que propician un refrescamiento a la confusión cotidiana, porque, más allá de lo que el lector vive en la calle y en su casa, “La contemplación” es una historia que insta al curioso a entrar y a salir de la novela como lo hacen los personajes que aparecen y desaparecen, como si quisieran esconderse y luego asomarse más adelante atados a otros eventos, unos yuxtapuestos, otros paralelos.

La poética de “La contemplación” establece un diálogo inconcluso (cada capítulo es un salto mortal), como en algunas historias de Kafka, quien deja sin terminar para burlar la imaginación del autor o porque se cansó de contar y entró en otra página donde otros personajes ingresan a los diferentes laberintos de su angustia.

(Todo lo anterior, como lo que sigue, es pura y tendenciosa conjura contra lo que podría afirmarse como crítica: aquí ensayo, calculo, imagino. De manera que se trata de una lectura en la que no se puede limitar lo que se imagina, lo que está fuera de la novela, cercano a ser un agregado. De modo que sopeso mi responsabilidad y me lanzo a verterme en esta historia (historias) del narrador venezolana Edgar Borges).

El que lee esta obra de Borges se detiene a pensar cuál será la próxima aventura (se trata de un ´despropósito´ literario que establece un grado de emoción). Es decir, se lee dentro de un túnel cuya salida es difícil de encontrar: novela negra, novela de intrigas, novela romántica (por los diferentes yos aliviados por sentimientos comunes y corrientes que ambulan en la gradación de una autoría que suscita el enganche más con los eventos que con los mismos personajes).

En esta obra de Borges hay varios relatos. Varios cuentos. Se puede leer la novela como un libro de cuentos breves en los que los personajes se fragmentan para luego recogerse y continuar siendo actantes en diferentes atmósferas. De allí que se hable de una novela laberíntica. Cuestión que podría discutirse, toda vez que toda novela establece un laberinto desde el mismo instante en que se comienza la lectura.

Que lo diga Cervantes: “En un lugar de La mancha de cuyo nombre…”, y entonces los personajes se riegan por toda una geografía, tan cambiante como el tono, como el clima, como los colores. Novela total, “Don Quijote” es un mapa de laberintos que se cruzan (la misma memoria del narrador es ya un laberinto), como ocurre con la enrevesada “Cien años de soledad”, donde la genealogía es un tejido de sangres familiares encontradas. Digamos de “El Gran Dinero”, de John Dos Passos: el laberinto urbano inmerso en el laberinto de los negocios tanto los materiales como los cerebrales. Y si nos vamos más lejos, “Ulises”, de James Joyce. O las novelas objetuales, las experimentales, aunque para no seguir insistiendo: toda novela es un experimento. Las mismas clásicas, tan cronológicas, tan directamente horarias, tan reales. Por eso son otra realidad.

En conclusión: Toda novela imagina un laberinto.

Y con la disculpa de mis lectores, regreso: decía de “Contemplación” de Kafka, donde nos encontramos con estos títulos: En el libro “La condena”, el autor de “La metamorfosis” escribió las brevedades que podrían tener alguna relación con la novela de Edgar Borges. Así, para escoger: “Niños en un camino de campo”, “Desenmascaramiento de un embaucador”, “El paseo repentino”, “Resoluciones”, “La excursión a la montaña”, “Desdicha del soltero”, “El comerciante”, “Contemplación distraída en la ventana”, “Camino de casa”, “Transeúntes”, “Compañero de viaje”, “Vestidos”, “El rechazo”, “Para que mediten los jinetes”, “La ventana a la calle”, “El deseo de ser piel roja”, “Los árboles” y “Desdicha”.

En Kafka, el espionaje será siempre tema: los fisgones están en casi todos sus relatos. De alguna manera se disfrazan, cambian de rostro, vigilan, detallan desde una esquina como ocurre con el embaucador. O desde una ventana. Desde las cortinas donde la contemplación admite su presencia como ardid, como sujeto que domina al observador y que hace del narrador (Kafka o su alter ego) un contemplador: un sujeto peligroso. Cada relato de este autor confirma que el ojo es la herramienta que construye el modelo a imaginar en la página. Y la página se convierte en un reflejo: una copia de otra copia, de allí el ladrón de ideas, de historias, de novelas. Desde algún lugar se observa, se mira, se contempla, se roba, se plagia, se secuestra, se mata.

Kafka escribe: “…ya creía conocer perfectamente a estos embaucadores, que de noche vienen hacia nosotros con las manos extendidas, como taberneros, emergiendo de las calles secundarias; que rondan constantemente en torno de los postes de propaganda, a nuestro lado, como si jugaran al escondite, y nos espían desde el otro lado del poste…”.

Caminar, pasear para despejar la soledad: el narrador kafkiano es un paseante. Un fisgón. Un espía. Un contemplador. Un peatón, un transeúnte, como el de “El castillo” que busca un sitio y se queda en blanco, porque el relato no tiene fin.

Desde el mirador de su casa: “…no está en condiciones de vivir mucho tiempo sin una ventana que dé a la calle”.

(Toda esta digresión me lleva a pensar que estoy extraviado, que el laberinto, el túnel, los diferentes caminos que Edgar Borges ha escrito han funcionado. Kafka entonces fue un alivio, una ayuda para seguir la lectura)

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Paratexto: la novela que se escribe dentro de otra novela, prefigurada en una historia que se desarrolla al arbitrio de unos personajes disímiles: encontrar el desenlace (novela negra) con su origen: “La contemplación” es un simulacro, una tentación. Podría pensarse en un engaño, un señuelo, como todo laberinto, como todo escape. Una simulación, hasta que la ficción logra su objetivo: se realiza, hace creer que es. De esa manera los referentes adquieren la notoriedad que el narrador ha querido darle. Lo logra: la contemplación es la verificación de una realidad, la que el narrador ha creado y la que el lector cree haber leído.

Contemplar es perder el sentido. Concentrarse en el afuera mientras el adentro conmina a organizar, Irse de viaje hacia el objeto contemplado. Hacia el abismo en el que también hay un paisaje. Un punto de cierre, un posible final: La muerte, un homicidio, el lugar y el tiempo donde una novela ha sido camuflada, robada, anunciada, enunciada, denunciada, plagiada, borrada con la escritura del autor Edgar Borges: narrador cuyo oficio lo muestra (demuestra) con la fuerza de la pasión por el relato donde no abundan los adornos. Una escritura limpia para lectores prestos a sumergirse en su tejido.

La teoría forja un entramado: la fragmentación de los personajes como sujetos que se espían. Se traicionan. Cambian de rostro, se maquillan: se contemplan para definirse. Y hasta juegan a la novela negra: el intercambio de matices de personalidades: Chapman es un asesino (mató a Lennon), pero también es un detective. Chapman quiere matar a Paul MacCarney. Asesinó a Lennon porque se confundió. O porque quiso provocar una hecatombe. La simulación.

Sarduy entra en escena: “…la división de las formas miméticas obedece a una “caza”, a un acoso; colabora, con su partición, en una forma de terror: hay que sitiar al mago, al imitador, al inventor de ilusiones, al simulador. ¿Se trata de un copista?”

¿Y por qué no al contemplador, al personaje que se desdobla, que es capaz de tratar de escribir una novela que resulta esquilmada y se convierte en la novela de una novela? ¿Novela travesti? ¿Qué cambia de traje, de vestido, que sale de paseo, que se metamorfosea?

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Laury Leite dice en el prólogo de la novela de Edgar Borges:

“La ficción, en los libros de Borges, es el territorio donde la realidad se transforma en laberinto. O, mejor dicho: un territorio donde cristaliza la naturaleza laberíntica de la realidad”.

Es decir, como decíamos en líneas anteriores: el diario vivir es un laberinto, un espacio muchas veces con entradas cuyas salidas se hacen tan difíciles que se tornan peligrosas. Ese “territorio”, el de la ficción, se hace evidente en este fragmento de la misma obra del venezolano:

“Quizá el escritor fueras tú; de ahí el enorme poder que siempre tuviste para trastocar la realidad. Nunca escuchaste mi propuesta; siempre te negaste a escuchar que para mí con el verbo se pueden armas todos los mundos, pero solo sí se hace uso lógico y sonoro de las palabras”. (p. 28).

Esta tesis, esta poética, traduce que las palabras son las únicas herramientas para crear la ficción, para enmarcar realidades que van más allá de la realidad cotidiana. Una novela hace eso. Y una novela dentro de otra va más allá: paranovela, invento de un invento: territorio a descubrir, a recorrer.

Se podría imponer que los personajes, el paisaje, el tiempo y el mismo narrador sean los proveedores de un vacío ocupado por las sensaciones. De modo que se podría hablar de una vocación laberíntica de la historia.

Y para darle más fuerza a lo anterior:

“El paseante es un poeta que, aunque pobre, no sufre las consecuencias de su situación. Por el contrario, a ritmo cordial avanza sonriente por la vida” (p. 89).

Es decir, quien relata, quien cuenta sus pasos, quien vive la historia es parte de esa “vida” que poco valdría si no existiesen las consecuencias. En este caso, el personaje, sujeto anónimo, es un personaje que crea realidades, poesía.

Y así, en la página 90, continúa la idea:

“Mientras lo hacía, miraba todo desde la perspectiva del que se encuentra fuera, con la fragmentación propia del que contempla las cosas solo de paso”.

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Fragmentado el mismo lector, la novela que se pretendía escribir, la que fue robada o dejada de lado, es ahora una totalidad. Juegos de la memoria. Juegos de anécdotas que se organizan hasta lograr su propia identidad.

“Llegué a pensar que la fragmentación era la antesala de la nada” (p. 126).

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Novela de espionajes. Cada personaje atisba, vigila, mira, detalla, contempla al otro: se acechan. Finalmente queda en el relato la dirección tantas veces buscada, tantas veces disfrazada, tantas veces imaginada: “Calle 11, Apartamento 713, Edificio 5”.

Un cadáver, la unidad de dos personajes que se trataban de encontrar y el silencio.

*Alberto Hernández es un docente, periodista, poeta y narrador venezolano. Nacido en Calabozo (Guárico) en 1952. Parte de su obra ha sido traducida a varios idiomas y reconocida a nivel internacional.

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