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La mirada de la sierra

miércoles 22 de junio de 2022, 20:00h
Publicamos el cuento "La mirada de la sierra" de nuestro colaborador Ángel Villazón
La mirada de la sierra
La mirada de la sierra

Aquilino no podía dormir. Daba una vuelta y otra en su cama. De su mente brotaban innumerables recuerdos vividos durante muchos años en aquella Sierra de Andújar, evocando atardeceres y amaneceres de numerosas jornadas de caza. Era la última noche de su vida que pasaba en el pueblo, y el día siguiente al amanecer sería el último que vería. Quería aprovecharlo y pasar el día contemplando las vistas de los cortados y collados donde la caza de la liebre, el conejo, la codorniz y la perdiz le había proporcionado momentos imborrables de alegría. Una sierra que ansiaba seguir viendo, y que con toda probabilidad al día siguiente lo haría por última vez.

El ulular de una lechuza movió a Aquilino a encender una cerilla, y con ésta, la vela de un candil para ver qué hora era en el reloj de pared de su habitación. Las cinco y media. Pronto, pensó, en media hora, el amanecer daría paso al fin de la noche en la que tan poco había conseguido dormir pero que tantos recuerdos había revivido.

Descolgó el morral de su gancho, lo abrió y comprobó que tenía pan y queso, y hasta un poco de tocino para pasar la jornada en el caso de que no fuese fructífera la caza. Comprobó que la bota tenía suficiente vino, y junto con su navaja y un pequeño plato metálico, los introdujo en el morral.

Después se dirigió a la fresquera, y de una gran frasca donde conservaba el aliño, traspasó una cantidad a otro envase más pequeño, al que puso su tapón de corcho, y lo introdujo en el morral. “Si tengo suerte y puedo asar una perdiz —pensó—, o una liebre, podría añadírselo y disfrutar de una comida más sabrosa.”

Antes de salir de casa, y todavía a la luz de la vela, abrió el armario donde guardaba su escopeta, la cogió y la abrió para hacer una última y rutinaria comprobación. Después se la echó a la espalda, junto con el morral y la bota de vino, dio un soplido al candil y cerró la puerta. Mientras lo hacía, recordó que al día siguiente se marcharía a la ciudad y probablemente no volvería a ver nunca la sierra. Este pensamiento lo llevó a la idea de aprovechar el último día de su vida al máximo.

El primer sitio donde pararía, pensó, sería el mirador de levante. Así lo llamaba él, a quince minutos de la casa, pues el levantamiento del sol era un espectáculo que llenaba a los valles de vida y de alegría, y permitía oír los primeros cantos de las aves. Además era un sitio desde donde podía verse el ocaso del sol.

Salió y cogió a su perro Rulfo, que ya lo esperaba y que lo saludó con un breve ladrido y con muestras de gran alegría como el movimiento de su cola con rapidez, al tiempo que trataba de ponerle sus dos patas delanteras sobre sus hombros y lamerle la cara. Olían los árboles, los pinos, las jaras y los tomillos. Aquilino dio unas bocanadas profundas de aire, disfrutando con los olores y aromas.

Caminaron siguiendo una linde que discurría paralela a un pequeño arroyo, alimentado por algún manantial cargado en la lluviosa primavera, pues el estío había sido muy seco, pensó.

Cuando ascendía con estos pensamientos, una liebre al pie de un chaparro, y al olor de Rulfo, le salió a los pies. Aquilino se llevó la escopeta al hombro para disparar, pero no pudo, pues todavía no le había quitado el seguro. Unos metros más adelante encontró su nido, que era un socavón en un surco hecho con mucho arte y forrado de pajitas y pelusas.

Al llegar al mirador, situado en la parte más alta del collado, el sol ya mostraba con fuerza una parte de su disco saliendo de la noche, iluminando la parte central de amarillo y los laterales de colores entre negro, malva y naranja.

Aquilino miró a Rulfo, y ambos permanecieron en silencio contemplando el nacimiento del astro. Buscó después una piedra donde sentarse, sacó un trozo de queso y un poco de pan, y ayudándose con su navaja, los llevó a la boca, pero sin dejar de mirar a la lejanía donde nacía el espectáculo. Después, un trago de vino.

Al cabo de un tiempo, Aquilino se levantó, le echó las sobras a Rulfo, le acarició la cabeza y las orejas, y ambos se dispusieron a seguir su camino hasta el siguiente collado.

—Tengo la sensación de que alguien me observa —Le dijo Aquilino al perro, con quien solía conversar.

—¿Has visto algo? —Le preguntó.

El perro lo miró, con la cabeza ladeada, como si quisiera entenderlo.

Como si la sierra le respondiera, oyó en ese momento el graznido de un águila. Aquilino levantó la cabeza y vio su figura en el aire. Pudo observar las blancas plumas de su cuello y del borde de ataque de las alas, su forma de volar, e incluso como su cabeza se dirigía hacia ellos.

—Es un águila imperial —Le dijo a Rulfo.

El águila dio un giro en torno a ellos, y salió en la misma dirección por la que había llegado.

—Vamos —Le dijo a Rulfo.

Pasaron el collado, continuaron caminando y unas perdices entrematadas levantaron el vuelo. Aquilino, con rapidez, disparó al bulto y cayó una. Rulfo corrió a recogerla, y ya muerta, se la entregó a Aquilino para meterla en el zurrón.

Después de caminar durante un par de horas por una vereda ascendente, decidió apartarse de la misma para subir por un cortafuegos, que en su parte más alta ofrecía unas vistas en las que las que la niebla tapaba de forma parcial el horizonte, pareciendo crear un espectáculo irreal. Cuando llegó, y por el esfuerzo realizado, se sentó en una piedra y se dedicó a mirar y a observar la lejanía del paisaje, quedando embriagado por sierras y valles coloreados en diferentes verdes, por bosques de olivares y chaparrales, y por un océano de nubes blancas con el que se juntaban, que en la distancia, conformaban una vista de gran belleza.

Sin dejar de contemplar la sierra, abrió el zurrón, cogió el pan, lo partió a trozos, hizo lo mismo con el queso ayudándose de la navaja, y echó un trago de vino de la bota. Mientras almorzaba, pasó volando un grupo de torcaces, pero Aquilino no se levantó pues sabía que éstas, una vez que han oído una escopeta se vuelven muy esquivas y desconfiadas y es difícil acercarse a ellas.

En un momento, algo sucedió. Aquilino miró hacia atrás, después hacia un lado, y luego hacia donde estaba su perro, que lo observaba.

—¿Has visto algo? —Le preguntó a Rulfo.

Este señaló con la cabeza en una dirección.

Aquilino miró en esa dirección y un zorro que cojeaba de la mano izquierda salió raudo alejándose de la escena.

Se quedó unos minutos más, extasiado ante la belleza de la vista. Cogió la bota de vino, de nuevo echó otro trago, sacó un trozo de pan que cortó como lo hacen los pastores, lo mismo hizo con el queso, y con un poco de tocino.

El perro gimió reclamando su parte, y Aquilino le cortó un trozo de pan y otro trozo de tocino.

Echaron a andar de nuevo, cogiendo una senda de pastores, cuando otro conejo, prácticamente debajo de las piernas de Aquilino y detrás de una encina, salió disparado. Aquilino con rapidez apuntó y disparó, pero erró el primer tiro. Disparó el otro cañón de la escopeta y esta vez el conejo quedó manco de una pata.

El perro con rapidez lo alcanzó, y lo cogió con sus fauces, para llevárselo a su dueño, quien lo remató dándole un golpe en la cabeza.

El sol estaba ya alto y oculto por nubes grises. Aquilino decidió que era el momento de buscar un sitio donde asar al conejo y la perdiz que había cazado. Unos minutos después el sol rompió una nube, y penetró hasta el campo, animándolo de nuevo de vida, y llegando hasta él, en forma de luz que formaba una pirámide, como si la campiña rechazara al incipiente otoño que se avecinaba.

Buscando encontró una zona protegida por las ramas de un grupo de chaparros, encinas, coscoja, y de otras matas que formaban algo similar a una bóveda. En uno de los lados, grandes piedras hacían el efecto de una pared, que conformaba algo similar a un refugio, con una salida desde la que se podía observar la sierra.

Limpió una zona del mismo de ramas de árboles, de hojas y de maderas secas. Colocó unas piedras en forma de semicírculo, cavó unos centímetros en la tierra, y dispuso una cama de piedras en el fondo, donde encendería el fuego para que actuase como calentador. Recogió madera seca de los alrededores, y con un poco de yesca encendió un fuego y lo avivó soplando hasta hacerlo crecer.

Una vez desollado el conejo, y peladas las plumas a la perdiz, a ambos les clavó un palo, atravesándolos, y los puso a asar al fuego.

Estando en cuclillas en el suelo, tuvo de nuevo la sensación de que alguien los estaba observando. Se levantó, y caminó lentamente por los alrededores del fuego. La percepción de que estaba siendo observado era clara.

Se preguntó qué animal podía hacer eso. Solo el lince podía observar sin dejarse ver. Un gato montés, pensó, o tal vez una jineta, o incluso un lobo.

Se alejó del fuego para salir de la zona abovedada, donde fue recibido por otra gran vista de la sierra, no tan lejana esta vez, con menos nubes y más cercana a los bosques, pues estaba en una posición más baja. Siguió, con la ayuda de unos binoculares, el recorrido de los senderos y caminos de los montes de enfrente, y con su mente pudo dibujar los hitos más importantes de esos caminos que se conocía de memoria.

Volvió hacia el fuego, para darle la vuelta al conejo y a la perdiz, para que se hiciesen por la espalda.

Al cabo de unos minutos, cortó una de las patas traseras de la liebre, y dejó el restó asándose. Le añadió algo del aliño, y sentado en una roca y con la vista en la lejanía, empezó a comer. Siguió con la otra pata y después con sus dos manos. Continuó con la perdiz, levantando la bota de cuando en cuando. Le pasó a Rulfo un trozo de pechuga y una pata, que comió con rapidez.

Buscó un lugar apropiado para una breve siesta y con rapidez cerró los ojos.

Echó tierra a los rescoldos del fuego, y situó unas piedras en el centro que impidiesen que en caso de algún imprevisto, este pudiera propagarse. Introdujo todas sus pertenencias en el morral, se colgó al hombro la escopeta y la bota de vino, y se dirigió al sendero que lo llevaría de vuelta hasta su casa.

En ese momento volvió la cabeza con rapidez, miró entre la espesura y vio dos ojos felinos amarillos, que desaparecieron sin dejar rastro de ruido.

—Un lince —pensó Aquilino—. Se habrá acercado al olor del asado. Es muy difícil verlos.

—Un lince —Le dijo a Rulfo, expresando su sorpresa, y empezó a caminar de nuevo, ya con el sol a su espalda, para ir poco a poco, acercándose hasta el primer mirador, desde donde se podía contemplar el ocaso del sol.

Cuando se disponía a iniciar el camino, oyó a varias codornices que cantaban confiadas en un árbol. Cogió la escopeta con rapidez, les tiró a bulto y bajó a una de ellas. Rulfo salió corriendo y en unos minutos acudía con la codorniz en sus fauces. Aquilino la cogió por las alas, las extendió y la metió en el morral.

Retomó el camino de bajada, por un sendero que lo llevaría a otro mirador donde podría extasiarse con otra vista diferente de la sierra. Su perro caminaba delante siguiendo el cauce seco de una escorrentía que en invierno, o en casos de tormentas fuertes, podría convertirse en un cauce importante.

Aquilino se paraba cada poco, miraba hacia atrás y comprobaba que no había nadie que lo observaba. Trataba de descubrir entre la vegetación y entre los árboles algo que lo alertaba, que lo hacía sentirse observado.

Cuando bajaba por el sendero, un jabalí, al oler al perro, se cruzó raudo huyendo en el camino, no sin antes parar un segundo para fijar sus ojos en Aquilino.

En ese momento, otro conejo, salió huyendo muy cerca de las piernas de Aquilino, detrás de una encina. Este, con rapidez, apuntó y disparó, pero erró el primer tiro. Disparó el otro cañón de la escopeta y esta vez el conejo quedó manco de una pata pero logró escaparse.

Antes de levantarse para retomar el camino, volvió a mirar hacia atrás y hacia un lado para comprobar si todo estaba en orden.

—¿Ves algo Rulfo? —Le preguntó.

Un grupo de buitres negros volaron cerca del cortado, originando un fuerte ruido aerodinámico, que se sumaba a sus graznidos.

Unas horas más tarde, y con el ánimo compungido, Aquilino, observaba el sol de poniente. Los colores del atardecer se difuminaban entre naranjas, violetas y negros, y perfilaban montañas y valles de la sierra con su ya débil luz, contra la noche.

Junto con Rulfo, se quedó observando como el sol se ocultaba, en esta su ultimada jornada. Se preguntaba si él había visto al águila real, al zorro, y al lince, o ellos lo habían visto a él.

Aquilino sabía que sus respectivas miradas se cruzaron por última vez.

Tal vez esa mirada era la de la sierra. Una mirada eterna.

Ya era de noche, cuando decidió volver a su casa. Su perro lo seguía.

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