Estamos a finales del siglo III y principios del IV, la ciudad de Roma ya no es el centro del mundo, su destino se decide en las lejanas fronteras, donde las tropas apenas contienen las constantes invasiones bárbaras. En este estado de creciente tensión y amenaza, surgen desavenencias entre los propios romanos, quienes se dividen y enfrentan en guerras civiles que desestabilizan aún más el equilibrio de la todopoderosa Roma. Aparece entonces la figura de un gran estadista, Diocleciano, que divide el Imperio en dos partes, Oriente y Occidente, cada una de ellas regida por un augusto o emperador, mandatario principal, acompañado de un césar, su sucesor, quien desde puestos estratégicos defenderá las fronteras garantizando el orden y la cohesión contra las amenazas externas y, sobre todo, frente a la ambición y rebeldía de los usurpadores, que son muchos y variados.
Tras dos décadas de relativa paz, Diocleciano, ante el emergente peligro de descomposición de un territorio tan vasto para gobernar, instaura la Tetrarquía. Inicialmente, Diocleciano eligió a Maximiano como su césar en el año 285, elevándolo a augusto al año siguiente y repartiéndose el gobierno del Estado: Maximiano se encargaría de las provincias occidentales y Diocleciano de las orientales. Galerio y Constancio fueron nombrados césares en marzo del año 293. Diocleciano y Maximiano se retiraron el 1 de mayo del año 305, elevando a Galerio y Constancio al rango de augusto. Sus lugares como césares fueron ocupados a su vez por Severo II y Maximino Daya.
El ordenado sistema de dos emperadores mayores y dos menores duró hasta que Constancio murió en julio del año 306 y su hijo Constantino el Grande fue aclamado unilateralmente augusto y césar por el ejército de su padre. Majencio, hijo de Maximiano, impugnó el título de Severo, se autodenominó princeps invictus y fue nombrado césar por su padre en el año 306, a pesar de que este estaba retirado desde el año anterior. Severo se rindió a Maximiano y Majencio en el año 307. Ese mismo año Maximiano reconoció a Majencio y Constantino augustos en el área occidental del Imperio. Galerio, por su parte, nombró a Licinio augusto para el oeste en el año 308 y elevó a Maximino a augusto en el año 310.
La victoria de Constantino contra Majencio en la batalla del Puente Milvio en el año 312 lo dejó con el control de la parte occidental del Imperio, mientras que Licinio se hacía con el dominio del este tras la muerte de Maximino. Constantino y Licinio reconocieron conjuntamente a sus hijos, Crispo y Constantino II (hijos de Constantino) y Licinio II (hijo de Licinio), cesáres en marzo del año 317. Finalmente, el sistema tetrárquico duró hasta el año 324, cuando las guerras civiles mutuamente destructivas eliminaron a la mayoría de los aspirantes al poder. Licinio renunció después de perder la batalla de Crisópolis, lo que dejó a Constantino dueño de todo el Imperio.
Los emperadores de la dinastía constantiniana conservaron algunos aspectos del gobierno colegiado. Constantino nombró a su hijo Constancio II césar en el año 324, seguido por Constante en el año 333 y su sobrino Dalmacio en el año 335. Los tres hijos supervivientes de Constantino en el año 337 fueron proclamados augustos a la muerte de su padre y la idea de la división del Estado bajo múltiples emperadores conjuntos perduró hasta la caída del Imperio romano occidental. En el Oriental, augustos y césares continuaron siendo nombrados esporádicamente durante los siguientes siglos.
Esta novela, en consecuencia, narra las vidas paralelas de algunos emperadores que vivieron su apogeo en los inicios del Bajo Imperio, como son Maximiano, Constancio, Galerio, Severo, Majencio, Licinio, Maximino Daia, aunque sobre todo, Diocleciano, quien es el primer tetrarca y fundador de la tetrarquía, y Constantino, con quien se terminará esta.
El dramaturgo, escritor y guionista americano Thornton Wilder, ganador de 3 premios Pulitzer, y su novela histórica `Los idus de marzo´ (1948) son una referencia directa para Muelas Bermúdez. Esta novela, ambientada en la República romana, y versada sobre los hechos y personajes que participaron en el asesinato de Julio César (44 a. C.), se compone de cuatro libros que contienen cartas, y estas cartas, a su vez, contienen muchas aclaraciones y notas adicionales. `El primer tetrarca´ se compone de cuatro libros, cuatro grandes apartados; posee 127 notas a pie de página, apoyaturas imprescindibles por sus acertadas aclaraciones, y hasta doce cartas. La correlación es clara.
Otra referencia de Gregorio Muelas es Howard Fast, prolífico autor de `Espartaco´ (1951), quien era un experto en representar las relaciones de poder y sobre todo, en plantear un permanente debate en sus novelas sobre la legitimidad de la violencia. Ambas cuestiones ocupan buena parte de `El primer tetrarca´. Relaciones de poder y legitimidad de la violencia. Si lo pensamos bien, dos milenios después, ese debate sigue abierto: sin ir más lejos, la tensión creciente entre Ucrania y Rusia, la brutalidad policial, el machismo, racismo, clasismo, son lacras y problemas sociales que no hemos sabido erradicar.
Y qué decir tiene, la textura de las intrigas palaciegas de esta obra fundacional de Muelas Bermúdez nos recuerdan al mejor Robert Graves de `Yo, Claudio´ (1934), basada en las historias de Tácito, Plutarco y las ‘Vidas de los doce césares’, de Suetonio.
Y en cuanto a la estructura de la novela, está compuesta por un dramatis personae, a la manera de un libreto teatral, donde es expuesta la letanía de personajes intervinientes; el magnífico prólogo de Juan Ramón Barat, novelista experimentado; unas interesantes “Palabras liminares”, en las que conocemos que algunas de las fuentes fidedignas en las que se basa la documentación de la novela son Tácito, Eumenio y Mamertino, los estudios de Edward Gibbon, Adrian Goldsworthy o Pat Southern, entre otros muchos; y un “Praefatio” en el que se nos revela que Firminiano, un escritor latino y apologista cristiano nacido en el norte de África, discípulo del maestro africano de retórica Arnobio, que fue instituido profesor de retórica en Nicomedia por Diocleciano, es instado por Constante, su señor e hijo de Diocleciano, a recabar información acerca de los hombres que influyeron en el ascenso al poder de su padre, tal vez con la sana intención de encontrar en sus investigaciones algún conocimiento beneficioso para su gobierno.
Y es precisamente este el germen de la historia, una motivación revelada que en muchas otras grandes novelas no se encuentra; a esto le sigue un “Introitus”, en el que conocemos al propio Diocleciano, con 67 años, viviendo su retiro en el palacio Spalatum, en Dalmacia, un retiro al que llegó tras su serena y madurada abdicación; y por fin, el “Liber primus”, primera de las cuatro partes nucleares, basada en la campaña bélica librada por Constancio y Constantino contra los pictos, y la posterior muerte de Constancio; al que le sigue el “Liber secundus”, donde Constantino es nombrado augusto por sus tropas, pero decide ser renombrado como césar para ser aceptado por el sistema tetrárquico.
Es en esta parte donde Constantino se erige como un gran estratega tras demostrar su valentía en cargas militares contra alamanes y francos; un intenso “Liber tertius” en el que se narra el ascenso, la abdicación y retiro de Diocleciano, la lucha de Maximiano contra los bagaudas, de Constancio contra Carusio y Alecto o Galerio contra el rey Narsés. Es aquí donde Diocleciano intercamboará epístolas con Valeria, su hija; y por último, el “Liber quartus”, la usurpación de Majencio, hijo de Maximiano, la ejecución del augusto Severo, que cambiará el curso de la historia, y como colofón, la conferencia de Carnuntum, que dará como fruto un ansiado pacto de concordia.
Firminiano vuelve a tomar la palabra en la “Praelocutio”, como primera parte de las cuatro que conforman el epílogo, y nos insinúa que esta novela no es sino el primer tomo de otros que vendrán. Tras esto, tres escenas sobre el ahorcamiento de Maximiano presentadas en forma de libreto teatral, con didascalias explícitas y extratextuales, e implícitas e intratextuales, señalan una culminación circular de la obra: lo que comenzó con un dramatis personae, se abrocha con tres escenas que simulan el gran teatro de la vida. Bien, pues toda esta puesta en escena, esta disposición de la obra y sus paratextos tienen el referente claro de Santiago Posteguillo y su `Yo, Julia´, novela histórica por la que consiguió el Premio Planeta en 2018.
Sorprende la ingente cantidad de datos que Muelas Bermúdez ha debido manejar y que se trasluce en la precisión espacio-temporal, socioeconómica, política e histórica de la narración. La profusión de información es tal, que por momentos nos podemos sentir abrumados como lectores. Además de entretenernos, Muelas Bermúdez nos ilustra a la perfección acerca de uno de los periodos menos estudiados del Imperio romano, como lo es la Tetrarquía y, sin apenas darse cuenta, nos sentimos en sus manos como inspirados alumnos que se sobrecogen ante su primera clase de Historia.
La narración está llena de fechas exactas «finales de marzo del año 289 a. C.», todos y cada uno de los capítulos están fechados en su encabezado; localizaciones concretas «Campamento general de Carino a orillas del río Margus, Mesia superior»; vestimentas y utensilios coherentes con la época «caliga, gladius, sago» un trabajo portentoso a nivel léxico que prioriza el rigor histórico sin descuidar en ningún momento la claridad ni el ritmo. Si Muelas Bermúdez escribe algo que sospecha que puede no habernos quedado del todo claro, enseguida aparece ante nuestros ojos una nota al pie, la reproducción de un grabado, una escultura, el reverso de una moneda o, la explicación en el mismo contexto. Nada debe quedar fuera del acto comunicativo y, para ello, el autor despliega toda una serie de recursos que demuestran su solvencia como narrador.
Esta es una primera obra narrativa, sí, con todos sus defectos y virtudes, pero una ópera prima de un autor que lleva once años publicando poesía, crítica literaria, y lleva toda su vida escribiendo. Muelas Bermúdez siempre quiso ser escritor, y eso es algo que tuvo muy claro desde pequeño. Esa vocación, esa ilusión se siente en sus palabras, trastabilladas a veces por la persuasiva acción; aterciopeladas, otras, atendiendo siempre al pulso de la narración. Para constituirse como piedra fundacional en lo que, sin duda, se convertirá en un gran edificio de varias plantas, podemos detectar su valentía, por ejemplo, en la elección de la primera persona como perspectiva dominante de la novela. Es habitual entre aquellos que nos dedicamos a escribir el tomar distancia con respecto a aquello que estamos contando.
En narrativa, sobre todo, se tiende a la omnisciencia, al narrador que todo lo sabe y puede graduar la cantidad de información que revela al lector con total libertad. En cambio, el narrador-personaje es esclavo de su subjetividad, su saber acerca de los demás es limitado, cualquier información que comparte está filtrada por su modo de ver el mundo y su manera de entender las cosas, lo que lo convierte en uno de los narradores más difíciles de sostener. Hay que ser muy hábil para construir una historia tan compleja y llena de aristas, como esta, con este tipo de narrador mientras se entretiene e instruye. ¿Cómo supera Muelas Bermúdez esta falta de información sobre los demás que afecta a este tipo de narrador? Utilizando varios narrador-personaje. La recompensa a tal esfuerzo deviene en forma de perspectivismo, una postura panóptica que convierte al lector en un centinela geométrico al que no se le escapa nada y es testigo de los diferentes paisajes interiores que se van sucediendo.
¿Qué recurso narrativo facilita este aspecto? La epístola. Desde que leí `Cartas marruecas´, del escritor y militar español José Cadalso, publicada en 1789 de forma póstuma, un conjunto de noventa cartas que narran la historia de Gazel, un joven marroquí que habiendo viajado por toda Europa llega a España en la comitiva de un embajador de Marruecos y aprovecha la oportunidad para conocer las costumbres y cultura del país y compararlo con otros países europeos, aprendí que por mediación de una carta nos podemos comunicar de forma diferente a como lo hacemos de forma oral e incluso escrita. Nosotros somos siempre los mismos, sí, pero no nos comportamos igual con todas las personas.
Una carta es un contexto íntimo, un foro en el que las distancias entre los interlocutores se acortan y se produce un ambiente propenso a la confesión. Cuando escribimos una carta pensamos que nunca será publicada, nos brinda la posibilidad de desnudarnos, al pensar que tenemos línea directa con nuestro interlocutor y nada de cuanto digamos saldrá de ahí. Esto ocurre, por ejemplo, en la carta que escribe Minervina (hija de Maximiano) a Constantino, tras abandonarle este por Fausta, a pesar de estar enamorado de ella, por motivo de un pacto que revalidara la alianza política. Minervina se muestra airada, triste y dolida, pues además de perder a su esposo, su hijo se ha marchado con él. Constantino se revela así como su padre Constancio, un verdadero hombre de Estado, capaz de sacrificarlo todo por conseguir su objetivo: la estabilidad de Roma.
Constantino representa el nacimiento de la monarquía absoluta y hereditaria. Durante su reinado se introdujeron importantes cambios que afectaron a todos los ámbitos de la sociedad del bajo imperio. Reformó la corte, las leyes y la estructura del ejército. Constantino trasladó la capitalidad del Imperio a Bizancio, a la que cambió el nombre por Constantinopla. Falleció por enfermedad en el año 337, 31 años después de haber sido nombrado emperador en Britania. Al final de su vida, y solamente antes de morir, se bautizó para morir como un cristiano.
El juego polifónico propuesto por las cartas resulta muy atractivo, pues no solo rompe la hegemonía narrativa anterior, sino que propone el cruce de puntos de vista, lo que imposibilita los ángulos oscuros y fagocita la digresión. Se nota muchísimo que la lengua vernácula de Muelas Bermúdez es la poesía. Cuando un poeta irrumpe en la narrativa siempre trae algo nuevo. Es difícil describir cómo son algunos pasajes de la novela en los que la narración alcanza un vuelo poético. Las metáforas son muy gráficas y precisas. De forma sutil y natural, las palabras comienzan a combinarse de otra manera y somos testigos de algunos chispazos líricos que, de ocurrir ante nuestros ojos durante nuestra adolescencia y entre nuestras primeras lecturas, harían que nos dedicásemos de por vida a leer o escribir para tratar de volver a encontrarlos o escribirlos. Por tanto, mi admiración y respeto están ganados.
En definitiva, `El primer tetrarca´ es una obra honesta y madura que anticipa una densa carrera para un escritor de vocación, como lo es Gregorio Muelas. He aprendido y he disfrutado muchísimo leyendo esta crónica-homenaje a esos grandes hombres de la historia que constituyeron, sin saberlo, la espina dorsal de la sociedad contemporánea y la esencia de la actual Europa. Mi percepción, es que la literatura de Gregorio Muelas va a seguir creciendo y fortificándose, para regocijo de muchos, quienes le seguiremos y disfrutaremos como solo lo podemos hacer aquellos que amamos la palabra y admiramos, a quien con el uso de ella, dignifican su vida y mejoran —al mismo tiempo— la vida de los demás. Qué otra cosa, sino, es la literatura.
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