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Marcelo Rubio
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MARCELO RUBIO: UN NARRADOR ARGENTINO

Por Osvaldo Gallone
viernes 17 de noviembre de 2023, 14:13h

Marcelo Rubio (Buenos Aires, 1966) se ha erigido en una de las voces más singulares en el panorama de la narrativa argentina contemporánea. Un somero análisis de tres de las novelas que forman parte de su obra darán holgada cuenta de ello: El Cristo roto (También el caracol, 2019), La leyenda del santo volador (Omashu, 2022), El llovedor (También el caracol, 2023).

El Cristo roto
El Cristo roto

Alguna vez, Samuel Taylor Coleridge escribió un poema planteando una interrogación que hasta el momento, por lo menos, parece no tener una respuesta mínimamente satisfactoria: ¿Y si durmieras? / ¿Y si en sueños, soñaras? / ¿Y si en el sueño fueras al cielo / y allí cogieras una extraña y hermosa flor? / ¿y si, al despertar… / tuvieras esa flor en la mano? La flor de Coleridge nos hunde en el terreno de la incertidumbre, terreno que suele ser fecundo porque resulta fértil para que en él prospere la planta de la duda, ese gesto que le permite a la especie acceder a una cierta sabiduría. La nouvelle de Marcelo Rubio es un condigno desprendimiento de la flor de Coleridge; y al concluir su lectura, lector y protagonista quedan sumidos en la perplejidad, acicate imprescindible para abocarse al siempre aconsejable (si bien arduo) ejercicio del pensamiento.

Carlos Andrada, cuyo oficio es restaurar imágenes, arriba a un pueblo en donde lo han contratado para reparar la efigie de un Cristo. En el título de la nouvelle se pueden reconocer alusiones varias y diversas: desde el Cristo Roto de la Isla, una de las cinco esculturas más grandes de México, hasta el Cristo de la mano rota, de Adán Buenosayres, novela fundante de la literatura argentina (Leopoldo Marechal, 1948). Pero acaso lo esencial no sea agotar un tedioso catálogo de alusiones, sino subrayar los rasgos de un estilo en el que confluyen una exquisita voluntad de estilo literaria conjugada con los recursos de las artes plásticas. Respecto a la primera, bástenos poner de resalto que aquí no se confunde la palabra escrita con la crónica periodística, la jerga académica o la siempre cambiante jerigonza coloquial, sino que hay -¡bienaventurado sea!- metáforas, comparaciones y elipsis que sostienen una historia que es –echando mano de una irreemplazable definición de García Márquez- “una transposición poética de la realidad”: ni mimesis, ni documental, ni reportaje, sino “una transposición poética”; bien vale la pena transcribir algunos ejemplos: “Sentí que las palabras se le arrugaban en la garganta” (p. 19), “Una de las puertas se abrió, hubo un bostezo de luz” (p. 25), “me quedé dormido en el esbozo de sus pechos” (p. 58), “Las sombras se despabilaban con bostezos de sol” (p. 67) y un largo etcétera. En cuanto a la segunda característica enunciada, conviene detenerse en una frase de la nouvelle pronunciada por el protagonista: “En este pueblo hay una historia debajo de otra” (p. 55). En efecto, los acontecimientos, los personajes, los relatos desembocan en una suma de versiones que si, por un lado, difieren, son pasibles de ser verosímiles o radicalmente adulteradas. Marcelo Rubio trabaja toda la historia con esa técnica que los pintores denominan pentimento: corregir algún detalle sobre el lienzo, precisar un contorno o, incluso, borrar íntegramente una pintura para plasmar otra que encubre la anterior. Todos los personajes de El Cristo roto (el protagonista, el Rengo, el cura, el Peluquero, Carmen…) son los que ellos dicen ser, lo que se dice de ellos y aquello que el lector pueda deducir; las tres versiones son disímiles y, a un tiempo, complementarias. No es azaroso en absoluto, pues, que la novela finalice con una mención a El rapto de Proserpina, de Gian Lorenzo Bernini, una escultura que, como es fama, admite una mirada tridimensional y, por lo tanto, tres sentidos diferentes: desde la izquierda, se observa que Plutón trata de mantener sujeta a Proserpina; de frente, Plutón parece llevar a su víctima al Hades; desde la derecha, las lágrimas de la mujer traducen el ruego a su madre por regresar seis meses a la Tierra.

En El Cristo roto no se halla ninguna respuesta, pero, como sucede con la flor de Coleridge, se encuentra aquello que más importante resulta: la formulación de una pregunta.

Basta y sobra con leer El Cristo roto o La leyenda del santo volador para advertir con holgura un rasgo preponderante y propio de la narrativa de Marcelo Rubio (y de los grandes narradores: peculiaridad, marca de fábrica, contraseña): la impecable capacidad para elevarse desde la anécdota aparentemente banal que informa la trama hasta la metáfora inequívocamente trascendente que recubre la historia: es una parábola que sólo le es dado dibujar a los narradores de raza, y Marcelo Rubio, sin duda, lo es: afortunadamente para él, para la narrativa argentina y para el “desocupado lector’’.

Albedo Medina, ‘’el hombre bala’’ del circo Fratti (de hecho, su atracción principal y el número con el que se cierran las funciones), en su intento de romper el récord de metros volados, desaparece en el aire: tal es el hecho que vertebra la novela. Pero hay más, hay muchísimo más.

En principio –como ya tuvimos ocasión de señalar en nuestra lectura de El Cristo roto-, la singularidad que sustenta la escritura de Marcelo Rubio es la música que le impone a su prosa (música en prosa, vale decir: poesía; la cadencia de la palabra narrada que la vincula con el hallazgo poético: basta leer a Giorgio Bassani, a Edward Morgan Forster, a Giuseppe Tomasi di Lampedusa, entre tantos otros; se puede hablar con propiedad de los poemas narrativos de Juan L. Ortiz, pero también de las narraciones poéticas de Rubio: en tal bienaventurada confluencia, ni la poesía ni la prosa pierden un ápice de aquello que les es propio); los ejemplos abundan: ‘’Hay que tener valor para desafiar a la muerte, pero más, creo, al olvido’’ (p. 21), ‘’Dejó una sonrisa colgada como un descuido’’ (p. 25), ‘’una lámpara se ahorcaba del techo y apenas podía regar luz’’ (p. 69), ‘’suspiró profundo con un silbido que parecía arrancarle pellizcos al alma’’ (p. 92), ‘’la tarde empezaba a sentirse cómoda’’ (p. 100).

El monólogo de mediana extensión en el cual Albedo Medina expone en detalle la experiencia de estar dentro de un tubo antes de ser lanzado al aire (pp. 87, 88, 89) es una de las cumbres de la novela y la piedra de toque de su metáfora trascendente: todos alentamos el afán imposible de Ícaro (Medina también es un trasunto del mito griego), todos queremos quebrar el récord de metros volados, todos podemos formularnos la pregunta retórica y resignada de Medina: ‘’¿Entendés que es jugarle mano a mano a la muerte sabiendo que tenés unas cartas de mierda?’’ (p. 89). Por la sencilla razón de que Marcelo Rubio no está discurriendo en torno del ‘’hombre bala’’, sino alrededor de la condición humana.

Promediando la novela, hay una interpolación narrativa que merece, al menos, un brevísimo escolio: la historia de los Vigilantes del Confín: una alegoría (en la que se puede adivinar la huella kafkiana) del horror, de nuestros años de plomo, de la profunda aversión a la alteridad.

La voz narradora en primera persona es la de Fratti, quien fuera dueño y administrador del circo Fratti. ¿Qué es esta narración?: la asunción de una culpa, el intento de expiación, el retorno inevitable de la culpa. También, huelga aclararlo, es una meditación a propósito del sujeto (inerme, finito, limitado: abrumadoramente humano) que oscila entre la clara conciencia de la culpa y la imposibilidad del olvido.

En Aspectos de la novela, Edward Morgan Forster señala respecto de la novela como género: ‘’Sí, señor, sí… la novela cuenta una historia. (…). Mas desearíamos que no fuera así, que fuera algo distinto: melodía o percepción de la verdad, no este elemento vulgar y atávico’’ (Editorial Debate, 1983, p. 32). Así, la narrativa de Marcelo Rubio: una historia, por supuesto, un argumento, pero no en exceso; el resto, límpida poesía y honda reflexión.

Aquello que, en principio, se puede señalar en El llovedor es una confirmación tan fecunda como infrecuente en la errática narrativa argentina de los últimos tiempos: la acuñación (a la manera de una moneda: un valor concreto, tangible, real) de un estilo. En efecto, Marcelo Rubio ha acuñado un estilo, ese concepto lábil, friable, resbaladizo que se revela como indefinible o que responde a la impecable definición que acerca Walter Pater en su imprescindible tratado de estética titulado El Renacimiento (Librería Hachette, 1946, p. 170): "un mismo estado de alma que informa el todo" entendiendo "alma" como soplo, principio vital, espíritu, exornada la palabra de su resonancia religiosa o confesional.

¿Y cuál es el alma, el estado de alma que informa los textos de Rubio? Una musicalidad (un tempo, una cadencia) que se impone (y, en ocasiones, se yuxtapone) a la prosa para ingresar en el territorio de la lírica, lo cual supone y exige un trabajo sobre el idioma que trascienda las peripecias de la trama: "una voz resquebrajada como la tierra" (p. 20), "Jinete y caballo giraron y en el galope se volvieron ausencia" (p. 23), "la vida los acorraló en silencio" (p. 28), "la vejez le había llegado en esta forma tan procaz" (p. 102); las citas podrían multiplicarse sin que la enumeración se agotara. El estilo de Rubio denota y connota, insinúa en mayor medida que dice, se puede escuchar en un registro de clave bien temperado recorriendo la gama cromática de la lengua y se sostiene sobre los cimientos de la imagen poética.

Como en El Cristo roto, en el centro de la historia de El llovedor se erige un milagro o, al menos, la probabilidad del mismo en el marco de un paisaje árido, cuarteado, yermo que recuerda al que sirve de ominoso escenario a otra excelente novela argentina: Las tierras blancas (Juan José Manauta, 1956). Y en ambos libros de Marcelo Rubio -como en toda gran novela-, aquello que prima no es la resolución, sino la ambigüedad: es tan posible que el milagro se haya plasmado como que nunca ocurra, pero importa poco, bien poco en un contexto en el cual la anécdota es casi subsidiaria en tanto que las palabras que la delinean resultan esenciales. Toda la gran literatura de Occidente reconoce como propia y singular la marca de la conjetura, de la anfibología, espacio en el que vibra la cuerda de lo conjetural desde la obra que funda la tradición de la novela moderna: ¿don Quijote está loco?: es muy posible, tanto como todo lo contrario; ¿el divino príncipe es un timorato o su vacilación encarna una de las tantas formas de la audacia?: ambas opciones son enteramente plausibles. Incauto o desencaminado aquel que pretenda hallar en el universo de la ficción aquello que en el tal universo no encuentra residencia: una verdad inequívoca.

Enrique Pezzoni se preguntaba en El texto y sus voces (Sudamericana, 1986, p. 16): "En la narrativa actual argentina, por ejemplo, ¿qué obras han suscitado la actividad de lectores productivos?" A treinta y siete años de formulado el interrogante por uno de los mayores críticos (o, como él mismo definía al crítico: "un lector autorreflexivo") que ha dado el país, la respuesta no deja de tener un pronunciado matiz de melancolía: pocas, muy pocas. La narrativa argentina a la que se le dispensa los beneficios de una masiva difusión ninguna relación guarda con la ruptura, la vanguardia o el riesgo; se la puede afiliar, más bien, a una literatura del decoro cuya seña de identidad es la corrección: se la escribe con la mayor sencillez, se la lee (consume) sin la menor dificultad y realiza considerables esfuerzos para no caer en ningún orden de incorrección: ni política, ni de contenido, ni estética; ostenta dos de las más indeseables peculiaridades que una obra de arte puede exhibir: es adocenada y correcta; para echar mano de una sentencia de origen hispano: es un "canto que no abriga ni despierta". Habida cuenta de ello, el lector productivo del que hablaba Pezzoni escasas oportunidades encuentra de ejercer una lectura productiva; y menor es la posibilidad de que ese lector ayude a funcionar al texto, como enuncia Umberto Eco en su Lector in fabula (Lumen, 1981, p. 74); una de esas excepciones es, por fortuna, la literatura de Marcelo Rubio.

Parecen ser tiempos estos en que no lo importante, sino lo superlativo es la noción de guarismo: cantidad de páginas de un libro, cantidad de ejemplares vendidos por autor, cantidad de seguidores en las redes sociales. Las novelas de Marcelo Rubio son breves, en prolija correspondencia con su grado de intensidad (sea observado sólo a modo de ejemplo ilustrativo: a la manera de Marguerite Duras). En épocas menos aciagas -al menos, contempladas desde el presente-, en las cuales se privilegiaba la sabiduría en desmedro de cualesquiera variables de inteligencia artificial, la brevedad (y no la prolongación por la prolongación misma) era un atributo inestimable, una de las virtutes narrationis, brevis y bonus eran conceptos análogos: Cicerón y Quintiliano se pronunciaban en este sentido, un tratado de retórica muy divulgado en la Edad Media recomendaba vivamente la concisión y el Arte poética de Horacio era una invitación a la economía. Marcelo Rubio se inscribe en esa suntuosa genealogía.

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