Sin embargo, a la hora de echar la vista atrás no somos capaces de adivinar aquello que lo precipitó todo. La inocencia de una madre joven. El alejamiento marital de la pareja. El abandono por parte de los hijos. Sí, ¿qué fue primero la ausencia, la soledad, o el olvido? Si observamos el desarrollo de la acción que nos propone el autor de, La madre, Florian Zeller, adivinamos que ni todo es verdad ni todo es mentira. En ese juego de ambigüedades de escenas que se yuxtaponen y superponen con ligeros matices, los actores tienen que esmerarse a la hora de mostrarnos a través de su dicción esos pequeños cambios en el guion que en ocasiones no existen y por tanto se limitan al tono, a la mirada, o al juego corporal sobre el escenario. Un triunvirato donde su protagonista, Aitana Sánchez-Gijón, sale victoriosa y creíble en el tormentoso juego de palabras y afectos —o su falta— a los que se enfrenta. Si ella sí afronta y vence a esa repetitiva acción de diálogos y palabras, no podemos decir lo mismo de un texto que a medida que avanza arremete contra sí mismo, como si su misión fuese percutir contra un muro. Y de ese tira y afloja es de donde nace la dualidad. La dualidad de la ausencia, la soledad y el olvido.
La madre, nos muestra una vez más la pigmentación que sufre nuestra vida a medida que ésta avanza. El mundo no se detiene, pero nosotros de alguna forma sí lo hacemos. Ese desfase entre el mundo y nuestra vida nos acaba llevando a una silenciosa resignación que a medida que pasa el tiempo se convierte en la abstracción de unos sentimientos a los que nadie quiere atender. De ahí que, la injusticia que supone la invisibilidad de la generosidad del día a día, se pierda en el olvido de aquellos que dan por sentado que todo está ahí para ser usado o manipulado sin esfuerzo. De esa decrepitud sentimental surge la grieta. Una fisura que poco a poco nos va comiendo por dentro y ya no sabemos cómo parar. Ahí, quizá, esté el mayor acierto del texto de La madre, porque nos trata de mostrar ese desprecio hacia las necesidades del otro de una forma muy acertada cuando combina luz, acción actoral y un margen de equívoco o doble interpretación en el texto que obliga al espectador a estar muy atento para que no se pierda. Una doblez muy contundente cuando se manifiesta en frases cortas como estas:
«—Ten cuidado.
—De qué.
—De ti misma.»
De ahí nace esa lucha contra uno mismo y la invisibilidad ante los demás por más que reivindiquemos nuestro espacio con un llamativo vestido rojo; un estímulo que reclama la belleza de una eterna juventud que ya no nos acompaña. En este sentido, al igual que la luz juega un papel revelador en la obra de teatro con sus tonalidades blancas, amarillas, o azules que van desde el brillo intenso que expresa la exaltación de los sentimientos a la tenue textura que implica la derrota, el director juega con los colores de los vestidos de las actrices como un reflejo más de esa dualidad igual pero distinta que aparece a lo largo de toda la obra, y que incluso se traslada a los movimientos de los actores sobre el escenario —no hace falta más que fijarse en las múltiples entradas que hace Juan Carlos Vellido en el papel del marido para darnos cuenta de esa duplicidad giratoria y envolvente—.
La madre también representa con cierta desesperación al amor. El amor que una vez fue hallado y más tarde se encuentra perdido. Amor marital que desoye las pautas del deseo, y amor fraternal que adolece de un mínimo de caridad. Y, mientras tanto, la grieta crece y crece hasta echarnos de ese lugar que un día habitamos: «Envejecerá triste y sola». Una demoledora sentencia de una senda que antes ha transitado por la dualidad de la ausencia, la soledad y el olvido.