La escritura de Rafael del Campo Vázquez es tan compleja como precisa y asombrosamente envolvente, ya que, su quehacer profesional en el ámbito jurídico y en la docencia universitario le han llevado a publicaciones diversas al respecto. No obstante, su inquietud por el ámbito literario es de una singular fuerza expresiva. Si con sus artículos en materia taurina, fue galardonado con el Premio Pepe Guerra Montilla, ha cultivado con igual reconocimiento el relato (Como el agua o también Los xílgaros del tío Jacob), la novela (Los cuadernos de Amadora Sánchez y otros retales, El verano audaz del tío Pacomio, a la sazón, protagonista de la novela que nos ocupa hoy), también la poesía con títulos como (Las edades del día, Los signos ocultos del paisaje, Madre y tierra, y Caminando sobre el agua). La lectura de Los pulsos que nos doblegan se reencuentran con la búsqueda y reivindicación de la naturaleza, la historia anidada en el seno familiar, y como telón de fondo, la Guerra Civil que, en su primera novela, El verano audaz del tío Pacomio, ya tenía como telón de fondo el ambiente bélico apuntando desde perspectivas contrarias a una necesaria reconciliación. Por consiguiente, confluyen en su narrar la naturaleza, el fluir del tiempo (aquí claramente fechado, pues los tres cuadernos que componen la primera parte se cierran en La huerta de Santa Enriqueta el 19 de Julio de 1941, y la última parte, titulada “Última resma de papeles” se firma en el mismo lugar, el 19 de Julio de 1971) la introspección y una memoria que ejerce de historiadora. Esa necesidad de ahondar en la humanidad unida a la tierra, al paisaje, a lo más genuino del mundo rural, es al mismo tiempo un retrato de infancia, como una suerte de memoria visionaria, transformadora y excepcionalmente evocadora. La novela trenza una paradoja tan eficaz como productiva, pues el entorno campestre con sus símbolos rurales viene reforzado por una diversidad léxica de extrema precisión y sonoridad contrastando lo supuestamente rudimentario con la pulcritud formal, uniendo esos dos polos para incidir en valores necesarios, la humanidad, la solidaridad, la paz, la fraternidad, la concordia. Ciertamente, un mensaje con el que lectoras y lectores se identificarán, pero a la vez, una magistral lección de brillantez narrativa, donde emoción e intensidad se dan la mano para sumergirnos en una voz novelística ya reconocible. A la novela, se le requiere una buena historia, una trama argumental convincente, un devenir descriptivo verosímil y un operativo perfil de los personajes. Doña Ingrid, el tío Pacomio, el párroco Don Cristino, la prematura muerte de Don Marcelo, Rosa, Amparo, Remedín del mundo doméstico, el mozo Rastrojillo que llegará a ser el más rico del pueblo, Don Jacinto, Caspio y su mujer que regentan el bar Caspio, Don Benigno, Anselmo, Don José y Pepito Marín, Don Baldomero, el maestro, Bernadito -tan irreverente y espontáneo-, el Capitán Chaparro y su hermano gemelo que estaba en bando nacional, las referencias a Franco, Azaña, marqueses, condes, el clero, el exilio, el regreso, incluso guiños con la poesía y el cante; de esta suerte Ricardo Molina y en mayor medida Pablo García Baena atraviesa las páginas de la novela, con su brillo habitual y su latente emotividad: “Me envuelvo en tu recuerdo/como en nieblas secretas que me apartan del mundo./En la calle sonrío al amigo que pasa,/y nadie, nunca nadie adivinó mi muerte bajo aquella sonrisa...”. También están presentes los fandanguillos de Manolo Caracol: “La luz del amanecer/daba en tu reja floría,/la luz del amanecer/yo pasé con mi caballo/conduciendo la corría/pa darte los buenos días”. A mi entender, además de conformar una novela conmovedora se perfilan los rasgos estéticos de lo conceptual. Para muestra un botón “La medicina no es sólo una técnica, sino un ejercicio de humanidad”, idea que se repetirá en algunos otros momentos. Señalaba con anterioridad, aquella idea de Rilke en virtud de la cual la infancia es la patria del escritor, consideración que ratifica Rafael del Campo. La última parte de la novela se abre con esas resonancias: “Entre las leyes que marcan la lógica de la vida, ha de haber una que imponga que el hombre, antes de morir, retorne a aquellos parajes donde se crió; se trararía de cerrar ese círculo que es la existencia terrena, volviendo a los tiempos felices de la infancia, como preparación antes de partir a la felicidad definitiva”. El azar y la imprevisibilidad juegan un papel determinante. El propio autor nos lo confirma en una entrevista: “Me voy dejando llevar por la historia, aunque tengo un esquema previo. Sin embargo, a veces los personajes te lo rompen. Tú eres quien los crea, pero después se mueven por sí solos”. Paralelamente, la relevante y simbólica presencia de pájaros, indicadores sin duda, de libertad en todas sus acepciones, cierran un deber. La lectura de esta novela. Puedes comprar el libro en:
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