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“115 días en el Ebro. El sacrificio de la Quinta del Biberón”, de Assumpta Montellà

jueves 23 de octubre de 2014, 13:23h
115 días en el Ebro
115 días en el Ebro

Han pasado 75 años desde que se acabó la Guerra Civil Española y los sentimientos continúan a flor de piel cuando se trata el tema. Estaba leyendo “115 días en el Ebro. El sacrificio de la Quinta del Biberón” justo cuando se celebraba el día de Santiago Apóstol, patrono de España. Santiago Matamoros, como se le conoce en mi pueblo. Son ya 76 los años transcurridos desde el comienzo de la batalla del Ebro y en este tiempo poco hemos aprendido, incluyendo a Assumpta Montellà, autora del libro.

Estamos ante una obra sectaria y ligera a la que se le quiere dar apariencia de rigurosidad. El resumen que hace de la guerra del Ebro es liviano y pueril. Que nadie pretenda conocer lo que ocurrió en aquellos días y sus consecuencias con este libro; para ello les remitimos a la magna obra de Javier M. Reverte, La batalla del Ebro, donde podemos encontrar un relato minucioso de lo sucedido.

"115 días en el Ebro. El sacrificio de la Quinta del Biberón" tiene unas motivaciones que no son otras que el testimonio de algunos biberones, supervivientes de tan cruenta batalla, que fueron a luchar con 17 años a la batalla más importante de la guerra civil. Como apreciarán, todo un vandálico acto de las autoridades republicanas, que mandaron al matadero a unos adolescentes sin apenas preparación militar y sin pertrechar adecuadamente.

En la actualidad quedan 16 biberones con vida y esperemos que no haya bajado esa cifra, ya que esos valerosos soldados tienen ahora la friolera de 93 años. En el libro nos encontramos el testimonio de 7 biberones y de un supuesto pontonero de 15 años de edad, aunque en realidad la cifra de las personas que dan su testimonio a Assumpta Montellà ascienda a 11. Entre ellas, sólo una luchó en el bando nacional, R. B., quien no se atrevió a que su nombre apareciese en las páginas del libro.

Como verán, la mayoría de los testimonios son del bando republicano, por lo que no guarda una mínima equidad. Sin embargo, los testimonios de todas esas personas tienen dos claros denominadores. El primero, que todos los políticos son iguales de corruptos y el segundo, que luchaban por la libertad. Este principio no se ajusta claramente a la realidad porque en las filas republicanas la libertad hacía tiempo que había desaparecido y el otro principio sí se ajusta y vemos que poco ha cambiado en el transcurso de los años.

Se suele hablar de filas republicanas, aunque para ser más exactos se debería hablar de filas comunistas, ya que el ejército era controlado por una parte por militares del Partido Comunista, no profesionales, y por otra de los comisarios políticos del mismo partido con presencia de los asesores soviéticos. Los republicanos, estrictamente, Izquierda Republicana, partido de Manuel Azaña, Unión Republicana, Esquerra Republicana y Agrupación al servicio de la República, movimiento liderado por Ortega y Gasset, hacía tiempo que no significaban mucho en el gobierno de la República y mucho menos en el ejército, aunque mantenían algunas carteras de carácter técnico, como Hacienda, Obras Públicas o Comunicación y Transportes.

Militares autodidactas como Manuel Tagueña o el Campesino fueron los encargados de los flancos en la batalla del Ebro, siendo el gaditano Juan Guilloto León, conocido como Juan Modesto, el máximo responsable de la tan aciaga ofensiva donde demostraron su escasa preparación militar y personal, salvo en el caso de Tagüeña, que tuvo en todo momento la dignidad que al resto de militares republicanos les faltó. El caso más paradigmático fue el de El Campesino, un auténtico asesino, además de cobarde, que fusiló a militares de su propio ejército por la espalda. Individuo de escasa preparación en todos los frentes y de una cobardía de la cual se reían sus propios correligionarios. Francisco Labrador Martín, caporal de los pontoneros de la Guardia Civil, recordaba el bochorno sufrido por este supuesto militar al cruzar por una pasarela el río Ebro y el miedo que pasó, como también le sucedió a Josip Broz “Tito”, quien también estuvo en el río Ebro, pero éste ni siquiera luchó, sólo vino como observador de las Brigadas Internacionales y pasó de mala manera el Ebro colgado de una tirolina porque se mareaba al cruzar por el puente. Episodios que la autora no cita, probablemente por desconocimiento.

Ante este espectáculo de sus líderes, los soldados republicanos dieron una lección de pundonor y valentía, luchando en condiciones extremas, sin agua, sin comida, sin ropa adecuada: botas, por ejemplo, y lo que es todavía peor, sin municiones y sin apoyo logístico, mientras sus jefes se corrían juergas monumentales en los palacios incautados, donde no faltaban bebidas, drogas y prostitutas, tanto en Madrid como en Barcelona. De esto sabe mucho John Dos Passos, que siempre se mostró indignado con el proceder disoluto y extemporáneo de Ernest Hemingway y otros escritores y periodistas americanos. O el comportamiento de Juan Negrín que se enriqueció a costa del partido, como bien denuncia Cipriano Mera en sus memorias.

Ante todo esto no es de extrañar que la ventaja, tanto en material bélico como humano de la República, como bien señala el general Salas Larrazábal y que los historiadores marxistas han obviado en su afán de manipular la historia, se dilapidase de manera ruin y torticera. De ahí que se llegase, paulatinamente, a una superioridad armamentística del lado nacional por culpa de los errores y de las compras a los soviéticos, que se enriquecieron con el oro que Negrín sacó del Banco de España, cobrándose a precio de oro, nunca mejor dicho, su obsoleta ayuda armamentística. Llegaron a vender aviones a los que les faltaban piezas y que eran prácticamente inservibles.

Precisamente por ahí vino el fracaso de la batalla del Ebro. A los republicanos les faltó el apoyo de la aviación, siempre temerosos de perder sus aviones, aunque protagonizaron algunos bombardeos como el de Valladolid el 25 de enero de 1938 a una ciudad bastante alejada del frente y que tenía poca defensa. Este bombardeo ha sido silenciado como otros muchos bombardeos republicanos sobre ciudades como Córdoba, Sevilla, Palma de Mallorca e, incluso, Ceuta, mientras se contaban con pelos y señales los no menos cobardes bombardeos de los nacionales.

La historiadora catalana hace una somera explicación del desarrollo de la batalla entrando muy de refilón sobre las causas del fracaso republicano que no fue otro que el de la comunicación, que derivó en una serie de errores tácticos. El primero fue la falta de logística: se asumió el asalto al río sin apenas material móvil (camiones, tanques, ambulancias, etc.), dejando a la infantería el peso de la ofensiva sin prácticamente apoyo de cualquier índole. Si a eso sumamos la falta de previsión por no controlar los territorios donde estaban ubicados los embalses, nos encontraremos con la crónica de un desastre anunciado.

El general Franco no es que fuese un genio militar, pero quien tuvo enfrente no demostró ser mejor, salvo el caso de Tagüeña, al que le faltó el mínimo apoyo de las autoridades para plantear una batalla en igualdad de condiciones. Los testimonios de las personas que desfilan por el libro se basan en sus recuerdos personales. Muchos con un sentido crítico como los de Pere Boix, Andreu Claret o Manolo Vázquez, que intentan guardar una cierta equidad. Otros, no vamos a decir nombres, destilan sectarismo e, incluso, odio.

Está claro que el bando nacional ganó la guerra y que el bando republicano ganó la posguerra y la de la propaganda. Los crímenes del bando nacional han tenido su justa publicidad, no así los crímenes del bando republicano. La propaganda franquista no supo hacerlo debidamente, pero lo que sí realizó fue una magnífica campaña de relaciones internacionales, ganando en todos los terrenos a la República, que no supo granjearse el apoyo de las fuerzas democráticas por los crímenes cometidos (incendios de iglesias, asesinato de sacerdotes, masacre en la cárcel Modelo de Madrid, Paracuellos, paseos, checas, etc.), como bien contó el diplomático noruego Félix Schlayer. Francia e Inglaterra optaron por permanecer indiferentes ante el ascenso de los comunistas en el control de la República. Eso y la indolente actitud de Manuel Azaña, como bien cuenta Ramón Pérez de Ayala, excelente novelista y diputado en el grupo de Ortega y Gasset.

Para contar la historia hay que alejarse de los sentimientos y buscar la verdad y la rigurosidad. La que nos cuentan los que opinan que en nuestra guerra civil había un bando bueno y otro malo es una patraña de dimensiones enormes. En nuestra guerra los dos bandos fueron crueles. Sólo los republicanos que se exiliaron antes del comienzo de la guerra supieron ver lo que se avecinaba. Representantes de esa otra España como Ortega o Pérez de Ayala se llevaron la razón y el orgullo de ser españoles a otras tierras que los acogieron con los brazos abiertos. El resto se quedó aquí, bien porque no pudieron irse por falta de medios económicos o porque estaban de acuerdo con lo que sucedía. Eran los representantes de esa España miserable que llegó a su cénit al no saber perdonar, que no olvidar.


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