www.todoliteratura.es

Ángel Silvelo Gabriel

27/03/2024@11:11:00
Hay algo que siempre se nos escapa en aquello que vemos. Ese reflejo que nos devuelve la luz en todo lo observado. Un reflejo que funciona como un espejo que nos divide la realidad en dos: la experimentada y la soñada. Una dualidad que nos produce un lirismo que deambula entre ausencias y presencias. La ausencia de los personajes que observan aquello que no es mostrado, y la presencia de un universo repleto de objetos. Cotidianos. Grandes. Pequeños. Desgastados. Olvidados.

El viaje como búsqueda, exploración y encuentro. El viaje como esa última meta de aquello que una vez soñamos, intuimos y anhelamos. El viaje como punto de encuentro infinito y perdurable por lo que tiene de ensoñación y deseo de todo aquello que al menos una vez necesitamos que se hiciese realidad. El viaje, como punto inicial y final de nuestras vidas.

¿Por qué nos miente el tiempo? ¿Por qué nos engañamos cuando queremos atrapar el pasado cuarenta años después masificándolo de detalles que nunca existieron? ¿Por qué no somos capaces de mirarnos al espejo y decir: basta? Simular una vida perdida en un pasado lejano y reconvertirla en algo que seguro nunca existió, adornándolo como si fuese un árbol de Navidad cuyas luces no lucen ni brillan, es una gran falacia.

Como dice el autor de este literario libro de viajes: «Soy consciente de que escribir es fracasar. Las palabras son siempre insuficientes, inadecuadas. Nos dejan a mitad de camino porque no son capaces de llegar hasta el final». Quizá, por eso, viajar consista en atravesar fronteras. Constructos mentales más que físicos que arrancan de nuestro acervo cultural y que están ahí para ser derribadas. Y eso es lo que hace Hilario J. Rodríguez en este caluroso y fulgurante acopio de experiencias viajeras por Centroamérica en el verano del año 2016. Experiencias que siempre van muy bien acompañadas de cine y literatura, y sobre todo, de la memoria. Memoria propia y universal que ejerce como un cabo al que sujetarnos de la marea del viaje y las olas de su fuerza. De ahí que, para observarlo todo, no haya nada mejor que comportarse como un astronauta perfecto capaz de seguir el ritmo sincopado del mundo.

Algo cambia cuando en la frontera de la muerte una luz, inesperada, nos muestra el camino de vuelta hacia el mundo de los vivos. Un no final que nos obliga a concebir la vida de una forma distinta, por esa innata fuerza que tiene la determinación de la supervivencia. Nada es igual tras esa experiencia que nos recuerda la debilidad de nuestras determinaciones y, sobre todo, de nuestra existencia.

La razón por la que nos seguimos interrogando sobre las mismas cuestiones a lo largo de los siglos no es sino el espejo en el que siempre acabamos mirándonos en busca de respuestas. La ciencia, la religión, y por qué no, la literatura, han sido y siguen siendo una fuente incansable de propuestas y respuestas que, sin embargo, no siempre encuentran el acomodo deseado para aquellos que se interrogan por el por qué y el ahora.

La literatura es el sueño que acunamos de pequeños, por necesario a la hora de reivindicar nuestros recuerdos. La vía de escape del infierno diario que nos consume, y que nos evita ser nadie. El camino que transitar en busca de uno mismo y de la libertad que desconocemos, pero a la que tenemos que dar forma. El niño que se convierte en adolescente. Y el adolescente que regresa una y otra vez a la niñez son las opciones narrativas que Francisco Umbral emplea en Las ninfas (Premio Nadal, 1975) en la que nos muestra la semblanza y la forja de un escritor que, abandona los sueños que tiene en su habitación azul, para iniciar su particular andadura vital en la ciudad de provincias en la que vive (su Valladolid enquistado).

Explorar la vida. Vomitarla en forma de renglones torcidos que se rebelan contra nuestra idea del mundo, y de esa felicidad que siempre hemos creído que nos sostenía. Alabar esa dicha que se nos hace presente en el recuento de unos días que ya no volverán. Ese pasado, y sus condiciones, que se vuelcan sobre nuestras experiencias vividas, y sobre los recuerdos que éstas nos producen cuando nos alejan de la verdad.

El tiempo lo difumina todo. Las ganas de vivir. La curiosidad. El amor… y la búsqueda de las palabras. Como nos dice la escritora francesa Delphine de Vigan: «Hablar es una manera de luchar». Sin embargo, el intrínseco contrasentido de esta frase se halla en que toda lucha, antes o después, conlleva la derrota. Del ánimo. Los recuerdos. Las ilusiones. Y la fidelidad a uno mismo. Y de ahí, la importancia de las palabras, por su poder de transmisión: de estados de ánimo, de conocimiento y, sobre todo, de sentimientos.

¿Puede el alma humana apoderarse del mundo? ¿Ponderar la tragedia y asirse a la felicidad esquiva que se pierde con el sueño y la noche? Atrabiliarios dulcificados con el poder de los versos. Palabras que suman con la nostalgia de los que miran el tiempo del ayer desde el hoy que siempre desconcierta. No hay nada mejor que andar cerca del abismo.

¿Cuál es la imagen del instante en que sin darnos cuenta nos enamoramos de la persona que creíamos que sería nuestra pareja para el resto de nuestra vida, o cuál es la primera vez que nos dimos cuenta de que aquel instante cayó difuminado por el tiempo y la convivencia? El amor siempre como tabla de salvación, pero también como fosa común de la lucha entre parejas. El amor como derrumbe y final. El amor como empalizada que construimos entre el nosotros y el yo.

Ganadora del Premio de Novela Corta José María Pereda 2022

La Vicepresidencia y Consejería de Universidades, Igualdad, Cultura y Deporte ha fallado los premios literarios del Gobierno de Cantabria 2022, que en la categoría de novela corta ‘José María de Pereda’ ha recaído en Ángel Silvelo Gabriel con su obra "Los dioses perdidos"; en la categoría de poesía ‘Gerardo Diego’ en Mar Sancho Sanz, con la obra ‘Maneras de imaginarnos’; y en la categoría de cuentos ‘Manuel Llano’ en Rosario Díaz Monroy con ‘Animales solitarios’.

Quizá no haya nada más heroico en la civilización occidental actual que reivindicar la belleza como aliada de un mundo en el que el poder de la lectura y la escritura nos convierta en seres humanos más libres, y con ello, más felices. Belleza no sólo como concepto estético o basado en la experiencia, sino como plenitud del hombre libre, aquel que cuenta con las suficientes herramientas como para poder decidir por sí mismo: ya acierte o se equivoque. Un concepto de belleza que se mueve entre el misterio y la incertidumbre. Belleza que, en sí misma, se nos escapa entre las manos cada vez que damos un click o un me gusta en las redes sociales. Belleza, en definitiva, como reclamo de un mundo, el de las humanidades, que poco a poco está desapareciendo de nuestras vidas.

¿Es necesaria la poesía en el siglo XXI, sobre todo, cuando muchos poetas claman que está muerta? ¿Es posible salir de los márgenes de la prisión que representan las pantallas de nuestros móviles para dejar a un lado el mundo visible y acercarnos al misterio? Palabra y lectura frente a imagen y silencio. Un silencio que marcha muy lejos del misterio como fuerza posibilitadora de la pérdida de la identidad real. Aquella que ahora nos marca el camino de una forma totalitaria. Ver. Pensar. Pararse. Y contemplar.

¿Existe el mundo? ¿Acaso existen las palabras? ¿Qué certeza tenemos sobre la materialidad de los libros? Quizá todo sea un sueño. Sueño eterno el que transita y transige los límites de nuestra propia vida para convertirla en algo distinto y, sobre todo, en algo ajeno, público y real.