‘La herida se mueve’ es una gesta, tanto de técnica como de contenido que introduce al lector en un laberinto del que solo se puede salir no saliendo. Porque Luis Rodríguez, bañándolo todo de contradicción, ambigüedad, polos opuestos, es decir, maniqueísmo, ajedrez, patafísica, Marcel Duchamp, abofetea al lector con dos puntos desencontrados que se cruzan constantemente para crear algo así como una narración. Pero en él sí hay punto medio: los posibles, el «quizás». Pongámonos en situación, si eso es aquí posible. Si algo de la trama puede sonsacarse es que Genaro busca a personas. Y solo esto, porque la clave en la no novela de Luis Rodríguez – o ‘nivola’ como diría Unamuno – es la melancolía perenne de la narración.
Decía Hegel algo así como que el mundo es una comunidad de yoes, pues bien, aquí no hay más que una comunidad de eso que dice el título, de heridas que se mueven, pozos andantes de almas petrificadas, ángeles sin alas, con ellas rotas o rozando con el suelo. El lector se encontrará con un sinfín de personajes siempre marcados por un rasgo trágico, andará por las entrañas de ellos como tanto deseó hacer Zola en su naturalismo, verá el oscuro y roto interior de los cuerpos que andan por inercia. Todos. Todo ello de la mano de un narrador que está por encima de su propia narración, capaz de adelantarse a ella, obviarla o incluso transformarla. Un narrador tan desencantado que baña con ese malestar todo su relato, pero también al lector y a la novela en sí misma; y que obliga a quien tenga delante a una actividad constante, a la atención máxima, porque nada en ‘La herida se mueve’ es desechable.
Hay algo del Don Juan de Tirso (¿?) en Genaro y es probable que no sea esa caza burlesca de lo femenino sino el sentirse perseguido por un temor: el peso de la culpa, el miedo último y único en el mundo del que derivan todos los demás: el miedo a la muerte. Luis Rodríguez, a lo Woody Allen, es capaz de crear una obra maestra e introducirse a sí mismo en ella siendo alguien que exige estar atento para verlo bien. En definitiva, ‘La herida se mueve’ sacude tanto al lector que este acaba dudando de si lo que ha leído es una invención de la mente trastornada del protagonista, de si hay algo de real o si lo es todo. Pero esa es la gracia de la novela, no serlo, romper con las más comunes preguntas que llegan al acabar un libro. ‘La herida se mueve’ no pide preguntas ni porqués, ni qué ha sido esto ni qué significa, ‘La herida se mueve’ solo pide dormir y descansar en nosotros. Algo que consigue sin nuestro permiso.
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