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De las estaciones
De las estaciones

De las estaciones

Por Ricardo Martínez-Conde
martes 16 de mayo de 2017, 12:33h

Son las estaciones de la Naturaleza las responsables de mejorar y aún ordenar la vida del hombre. Es así como la primavera trata de rescatarle del frío, el verano de la lluvia, otoño del árido calor y el invierno de las lluvias más tristes.

¡Qué escaso es el hombre en sus defensas y cuánto, por ello, necesita de ayuda en tantas cosas! ¡Qué ser tan recurrente en su relación con la naturaleza! Incluso hacia su propia naturaleza, a la que siempre está inquiriendo, rogando, acosando.

En tal dialéctica (a veces obsesiva) entre el hombre y la Naturaleza, ésta veremos que trata de llevar a cabo su función en silencio (silencio en la medida de ir aceptando el transcurso del tiempo) y, a la vez, siendo del todo manifiesta y significativa a fin de que cuantos esperan de ella o viven en su regazo no sufran miedo.

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Volvamos al inicio: decíamos que la primavera inicia su función con el apartamiento de los fríos. El hombre ha estado más que nunca inmóvil, recogido en el pequeño reducto de su casa y su vida. Entumecido puede observar, no obstante, un día, que el tono azul del mar parece tornarse más vivo, denso y alegre. La luz de primera hora, la que ha dormido detrás de las montañas y asoma, es ahora nueva y directa, menos cohibida Cualquiera diría, en esos días, que el árbol ha perdido un poco de su recogimiento y hace notar, con tímida evidencia, que ya se adorna de brotes en los extremos más altos de sus ramas.

Pues bien, ante esos milagros sencillos, el hombre hace los primeros gestos de desentumecimiento y ya tiende a no considerar a la naturaleza que le circunda como un espejo triste de su sino. Al contrario, extiende la mirada un poco más allá de lo que hasta ahora lo hacía (acaso buscando por su cuenta un mínimo signo de milagro) e incluso, en un momento dado, aligera su expresión, dispuesto a sonreír.

Con la primavera ha comenzado una nueva representación, mas jovial y animosa, de la vida, El aire se transparenta acercándonos el cielo, donde ágiles alas vuelan hacia el norte. Es la ocasión en que despiertan los rumores: del rio, de la escarcha en la hierba, y se agita el movimiento de la sangre en el hombre.

Es así como se aproxima una posibilidad que ese hombre ha estado anhelando íntimamente: la de poder recuperar la condición de protagonista en el escenario de la Naturaleza. ¡Qué pronto va a olvidar sus reflexiones, la filosofía de su tristeza! ¡Qué pronto va a pretender nombrarlo todo, tocarlo todo, imitando a su dios! ¡Qué memoria tan débil para advertirse de su fragilidad en el invierno! (¿o acaso para vencerla, para ignorarla, para burlarla?).

Claro que el oculto vivir confeccionado representando el nacimiento primaveral no pasa de una mera circunstancia expositiva, de un mero ejercicio de entretenimiento hacia el observador hasta ahora sin afán. Quizá por eso, el misma que hasta hace poco miraba más allá de la ventana con gesto concentrado mientras alguien o algo había ido tejiendo, afuera, ese tapiz, se levanta ahora de pronto, dejando su labor sobre la mesa, expuesto a que pronto el sol, tan vivo ya, decolore la tinta, la deforme confundiendo sus rasgos.
Todo, todo, cada cual, (¿impúnemente?) ha comenzado a actuar movido por un bien sin origen definido.

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El verano llama al cuerpo hacia el desnudo y a una cierta desidia; llama hacia la autocomplacencia. No hace, con ello, sino derramar las fuerzas que la primavera había acumulado. Allí se reforzaban la convicción, el impulso, la voluntad emprendedora; incluso una presunción arraigada de certezas que había que alcanzar y anudar dentro de uno. El verano, entonces, como complemento de esta invitación a la energía interiorizada, incita, con sus signos, a la confirmación de esas certezas presumidas antes.
El cuerpo, al alcance del sol, se deshila en el verano para ejercer la ideología del transcurso, esa a la que el sentido de la vida nos empuja de continuo y a la que el cuerpo, laxo y feliz, obedece creyendo ejercer una verdad necesaria.

He aquí que el hombre, en la estación del verano, se convierte en el paciente de la naturaleza y tal paciencia la traslada, convicto, hacia sí, hacia adentro de sí. Dado que el verano sugiere que todos los bienes existen y es posible alcanzarlos, la voluntad creadora delega sus funciones en la permisividad, que, por sí propia, alude a una forma de tedio y, a veces, por extensión, a un elaborado matiz de la tristeza.

Ahora bien, todo es en vano más allá del consentimiento: no cabe reconvención alguna de la que puedan atenderse sus solicitudes toda vez que el cuerpo y sus pasajeros secretos han tomado el dominio, arrinconando cualquier otra función que no fuere la pasiva admisión de esa hipotética ternura que el sol reposa (o, aparentemente, promete) sobre la piel.

La superficie del cuerpo desnudo equivale a la superficie de la vida, a la extensión del universo. Las pulsiones de nuestros órganos y los deseos apuntados en ellos constituyen el único mundo posible, valedero y cierto. El cuerpo entra en el ritmo desganado de la orilla con la promesa del mar al alcance de un pequeño esfuerzo muscular, de donde recibirá satisfacción, libertad y un hipotético y colorido tacto de la armonía.

El verano es la única representación de las estaciones que no posee argumento. Es el transcurso consentido y vano, la admisión de lo que acontece en torno al cuerpo como un bien. Es así que se elabora en él una similitud de amor que sale al encuentro no de un amor auténtico que le complete sino de un cúmulo de espejos que refrendan la convicción no expresada de ese amor. Algo que se pretende educar únicamente para sí.

Pudiera parecer que existe un instinto de fidelidad hacia el verano, pero enseguida ha de descartarse tal hipótesis por cuanto no hay convicción ni voluntad en los gestos repetidos que se producen en esa estación. No: sólo existe el esperar, que carece de toda elección y, por ello, se abandona sin más, indolente, lejos de cualquier iniciativa.
Llega un momento, hacia el final de la representación de los días secos que se han ido acumulando, que todo parece pesar sobre sí (el aire cansado, los cuerpos cansados) creando con tal sensación un escenario mortecino, una idea recurrente y turbia, a veces violenta: es entonces cuando se pretende elegir una forma de libertad cualquiera, pues se creía haber estado a la espera de la aproximación de algo así, y, sin embargo, lo que se llega a tocar es la superficie reseca de todo, de aquello que no tiene significación.
La única brisa de libertad la aporta el ocaso: ¡pero es tan vagamente tenue y delirante!

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Con el otoño todo lo significativo reposa en el corazón. Tal vez por eso es él quien se pregunta a dónde van las hojas tristes de los árboles, dónde han vertido sus colores antes de tocar la tierra húmeda.

La lluvia, el argumento esencial del corazón, ha propiciado con su luz, al entrar en la mañana luego de desnudar los secretos en el transcurso de la noche, el despertar de lo que más cotidianamente llamamos realidad.

Morir y vivir (morir y necesidad de vivir) alcanzan la plenitud de sus dones si llega hasta el caminante la razón dialéctica, que se desarrolla aún en el contenido de lo más pequeño, en la gota y en la piedra, mientras aprecia cómo se va lavando el cielo y vuelven los pájaros a dotarle de significación; a él y a los ávidos e interesados ojos del hombre.

Con una concentrada lentitud se hilan en el otoño las convicciones, bien es cierto que aquellas convicciones más próximas al sueño, al deseo, que no a la realidad. Quizá porque la luz del campo y la extensión progresiva de la noche son argumentos que se acogen como incitadores que son a la humildad, a la sobriedad en las exigencias, esas que tanto nos acucian en los días de ácida luz.

El sueño, o, por mejor decir, la ensoñación, cumplen su ciclo en el interior del hombre que se ha hecho, en este momento, consciente de su desvalimiento. Tal vez un desvalimiento impreciso, difícil de expresar, pero denotativo de un estado de dependencia y aún de sumisión.

En el otoño, además, se enciende el fuego, quien, a su vez, despierta a la memoria. Fuego como imprecisión seductora (como si las llamas se avivasen al mismo ritmo de los sentimientos de quien las observa) y memoria como soporte que burle esa otra indefinición del final de la vida.

Es en la estación de la rememoración donde los perfiles se definen para elaborar esa filosofía manual de la que habremos de necesitar. Las cosas delegan su representación en favor de la sustancia que las define: de ahí nacen los símbolos, que pesarán en el corazón más que la sustituible realidad y su propia utilidad material. Los símbolos, los signos (la identidad interior de todo) adquieren un protagonismo que hasta ahora no habían tenido y que viene a completar no ya el valor de las cosas, sino el sentido de las cosas, una condición ineludible que servirá para conformar nuestro sentido de la vida. ¿No son, en el otoño, el río y el árbol, los pájaros, la campana, la nieve, algo más que sí mismos?: no para ellos, sino para nosotros.

Podría, incluso, pensar el caminante: ¿no se es otro en el otoño? ¿Tal vez el Otro?

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Es en el invierno cuando resulta más patente la compañía de los inseparables contertulios del hombre: el sentir y la inteligencia. (El sentir las cosas y el sentido de las cosas). Y ellos son también quienes solicitan a la memoria. ¿O tal vez es sólo el fuego quien convoca -quien nos convoca a todos-, de una manera universal?; ¿las llamas que crepitan a este lado del frío y de la noche son quienes solicitan, a través de cualquier potencia o condición, a la memoria, cuando nos hemos acogido ya a la protección del hogar?

Lo cierto, lo más asequible del invierno, es la soledad en estado puro: en él se aúnan la ansiosa soledad del verano, la melancólica soledad del otoño, la individualidad -que no del todo soledad- de la primavera. El hogar se extiende, se hace amplio y receptivo gracias a la lluvia o la nieve que, afuera, acaparan el paisaje y toda su realidad. Adentro, por contra, está la promesa de la razón dialéctica que habita, plena de significado, en cada uno de nuestros sentidos y, por extensión, en los objetos, en el espacio donde vamos a ir reposando lentamente los argumentos.

Sería difícil señalar cuál va a ser el más expansivo de los llamados en torno al hogar donde crepita la leña, pero cabe decir que el predominio en el invierno corresponde, al modo de un ascendiente moral sobre los otros, a la inteligencia reflexiva.

La estación de la nieve es la estación del hombre inmóvil. El mismo hombre sensible al miedo y al amor. El hombre que espera. Y ha de acogerse en sí antes que la separación (del miedo y el amor) le dañe irreparablemente llevándole a una ciega independencia circular por separado, a acometer cada uno por sí una realidad que ahora convoca más que nunca, como un imperativo y una curación, la estación del silencio.

Por ello quienes dialogan o guardan resignación -confiando, en el fondo, en sí mismos y en el transcurso del tiempo- ante el fuego tienen argumentos propios que exponer y, a la vez, la prudencia les lleva a escuchar, a hacerse partícipe de cuanto los otros expongan toda vez que así podrá desgranar con mayor sentido las apariencias -de las que muchos de ellos, es cierto, en buena parte, viven- con el ecuánime significado de cuanto, a cada uno, les ha llevado, íntimamente, a estar allí.

Solo un hombre ha sido convocado por el fuego -¿por el invierno?- y, no obstante, allí se han convocado más de uno sin estar mas que, a solas, cada hombre. Es así que el fuego y su contrario, el invierno, han propiciado, a través de la unidad de contrarios, la división enriquecedora de que se compone esa alta unidad de la naturaleza, ese germen, el más rico -aún en la confusión de su sustancia- que es el hombre.

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Y cuando el hombre salga de nuevo al camino y, sorprendido, mire a lo alto, al cielo, y mire a sus pies y a la hierba desnuda, ¿llegará a pensar que en cada estación ha aprendido un poco más acerca de la extensión de su duda?

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