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Atisbar la existencia

Reseña del poemario "En pedazos menudos", de Antonia María Carrascal

Por Jesús Cárdenas
martes 10 de octubre de 2017, 09:53h
En pedazos menudos
En pedazos menudos

El crítico ruso Shklovski afirmaba que «para dar sensación de vida, para sentir los objetos, para percibir que la piedra es piedra, existe eso que llamamos arte». El arte, y la poesía en particular, nos permitiría percibir, sentir las cosas de otra manera, con mayor intensidad. Se trataría de atisbar la existencia, la nuestra y la de los otros. Antonia María Carrascal desde su soledad interior permanece atenta no sólo al discurso de vivir sino al discurso de la poesía. Nada menos que la existencia a través de los recuerdos nos muestra En pedazos menudos, que salió a la luz en 2016 en la editorial sevillana Ediciones en Huida dentro de su colección Poesía en Tránsito.

En este nuevo libro de poemas, concretamente el cuarto, después de Y ellos nacieron un poema cada día con el que fueron poniendo alas a la tierra, El latir de la piedra y El hombre que te habita, la autora sevillana se presenta como «creadora de rítmicos versos de son interno van tallando su verdadera existencia, acumulada en la memoria del tiempo desde la niñez, la geografía humana». Para muestra un botón:


He buscado en baúles
el talle flagelante
que imponía cadencia a las caderas,
la ilusión infantil
que alargaba a infinito la luz de los relojes.


Como precisa el autor del prólogo el escritor sevillano Francisco Vélez Nieto, En pedazos menudos se nos muestra como «un maduro poemario». Carrascal se convierte en una agitadora de la memoria y no duda en sacar lo que pese, por mucho que duela. De ahí que el tono nostálgico sobrevuele cada página. Aquello experimentado o emocionado, al fin y al cabo, vivido, se enfrenta cara a cara con el presente, cuyo resultado, sin desvelar en demasía, avanzo es emotivo, como puede leerse en el poema «Sombra»: «La vida es una lanza puesta en pie».

Ya desde el propio título del libro se expone la desnudez de estilo con que la autora sevillana se enfrenta al pasado. Son líneas que convergen pero también divergen, trazos donde dejamos de ser, esto es, el fin de nuestra peripecia como individuos. La afirmación del ser frente a la nada, el signo frente a la desaparición. Nos acercamos a un ámbito que evoca la infancia, la juventud, el amor, en un ejercicio constante al anhelo de permanencia y el desvelamiento de los sentidos. Se hallan imbricados en los tres bloques en los que se organiza el volumen: «A pesar del cansancio infinito», «Larga valentía» y «Las alas tronzadas». Las citas que abren los distintos bloques pertenecen a distintos poetas contemporáneos. Acaso llame la atención la cita que abre el tercer y último bloque, correspondiente al estudioso del haiku, Fernando Rodríguez Izquierdo: «Toco esa piedra: / tu recuerdo está fresco, / tu sangre quema».

La poeta se guarda algunas palabras, no agota la idea; siempre hay palabras que rondan al lector en la lectura de «Ilusión», «Intimidad», «Gozo», «Decepción» o «Último dolor», entre otros poemas. De alguna manera, se busca el diálogo constantemente con el otro, acaso con uno mismo, acerca de la cara alegre de la vida y de los reveses de la misma («De cirros y de lunas nos nutrimos», en «Historia»). El recuerdo indeleble en la poeta a las sensaciones experimentadas provoca el canto por la pasión vivida, pero ese canto es pasado, por lo que, al enfrentarse a él, deviene en dolor («y yo no sea más que cáscara de polvo / que soñó que era grito y no existía», en «Espacios»). Pero el tiempo pasado es salvaguardado del óxido y de la herrumbre de los días gracias al amor, como se muestra en varios poemas del bloque segundo «Larga valentía»: «La vida tiene a veces los mejores propósitos / y arrima con ternura / pedacitos de Dios que apellidamos hijos».

Se muestra preferencia por los textos breves: desde cinco hasta veintiséis versos. En algunos casos los versos se nos aparecen escalonados, con lo que ayuda a que la lectura sea más fluida y el significado aparezca potenciado. Pensemos en el último verso del poema «Derrumbe», que aparece escalonado:

recibe cada noche al grito
y lo perdona.

A medida que transitamos por las páginas de En pedazos menudos, el sujeto poético termina por interrogarse por el final de la existencia. No es de extrañar que Carrascal dedique varios poemas a meditar sobre la muerte. Frente al fluir corpóreo, sitúa lo atemporal (el alma, la piedra o la palabra). El tono que va adquiriendo la tercera parte cada vez es más nostálgico, como puede verse en el poema «Persuasión»:

Deja que me acostumbre a la partida
al angosto lagar
donde llena sus ubres
la insolente nostalgia.

El lugar elegido como «refugio» se encuentra en la naturaleza, en «el bosque». Allí es donde encuentra el descanso. «Escribidme el epitafio / en la cruz de una amapola», dirá la poeta. Ese momento donde se encuentra todo atado y también conforme produce una libertad inmensa. Una voluntad que no claudica con el corsé del soneto, sino antes al contrario, manejándose también con soltura en los tres sonetos que casi cierran el libro («Arcilla acogedora», «Morir es un vocablo» y «Yo no sé»), antes de que lo haga «Último dolor».

Cuando el libro En pedazos menudos permanezca callado en el lector, tal vez, acudan a su memoria ecos de la poesía existencialista de Miguel Hernández, José Hierro o de Félix Grande, como en los versos con los que culminaba el poema «Para envejecer juntos»:

tú eres ese recuerdo que he de tener un día,
yo soy esa nostalgia que poblará tu frente
cuando ya sea un anciano, amada, anciana mía;
pienso en ese futuro tranquilo y arrugado
como en dos viejos libros qua ya no lee la gente,
con tanto como habrán, en silencio, aguardado.

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