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Knut Hamsun, "La bendición de la tierra": la semilla de la vida que crece entre el cuerpo y el alma

sábado 14 de octubre de 2017, 13:10h
La bendición de la tierra
La bendición de la tierra

El inicio de esta novela se parece mucho a la creación del mundo que se narra en el Génesis (algo que también hizo Albert Camus en su novela inacabada “El primer hombre” cuando comparó su nacimiento en una aldea de Argelia con el del Niño Jesús). En este caso, el protagonista de La bendición de la tierra, Isak, llega a una tierra inhóspita y virgen; una tierra que apenas los lapones han logrado pisar en su tránsito por las grandes montañas noruegas.

Allí, llega nuestro hombre-dios sin nada más en su haber que la semilla de la vida que crece entre el cuerpo y el alma. Esta novela-mundo comienza así: «¿Quién trazó el largo, larguísimo sendero que recorre las ciénagas y los bosques? El hombre, el ser humano, el primero que llegó a esta tierras», una sensación de querer empezarlo todo desde la nada, que la convierte en una manifestación de ese inabarcable afán de Hamsun por apoderarse de la vida, el mundo y el ser humano, algo que ya consiguió en su primera y celebrada novela, Hambre, donde su anónimo protagonista ensalza la creación —literaria en este caso— desde la más abrupta miseria y desesperación hasta la mayor de las cumbres a las que el hombre pueda llegar nunca jamás. Esa capacidad para abarcarlo todo es también la que está presente en cada una de las páginas de esta novela, La bendición de la tierra, por la que el autor noruego recibió el Premio Nobel de Literatura en el año 1920; un año en el que el mundo todavía sólo podía fijar su mirada sobre el autor noruego a través de su obra literaria, desbastada años más tarde por su apoyo al nazismo. Más allá de las consideraciones políticas del autor y de su obra, en la que lamentablemente muchos críticos han caído a la hora de enjuiciar esta obra, La bendición de la tierra, es una clara apuesta por la naturaleza y su confrontación con el hombre, pacífica en unas ocasiones: como cuando Isak desde la nada y con su esfuerzo y la habilidad de sus manos es capaz de crear una granja que le permite que los demás colonos le apoden como el Marqués del Páramo; y en otras, violenta: como resulta la explotación del mineral presente en ella por parte de ingenieros y obreros, eso sí, llegados desde la cercana Suecia, como si el demonio que nos turbia la paz sólo fuese un extranjero que nada entiende de nuestro afán por crear, pues esa es la última clave que subyace en el poder de Isak, crear a través de sus manos y la observación de un cielo y unas estrellas que son sus mejores compañeras en el largo viaje de la vida. Cabe apuntar aquí, que la explotación indiscriminada de la montañas por parte de los extranjeros nos recordó en parte a la que años más tarde García Márquez también nos narra en su novela, Cien años de soledad, donde las pequeñas sociedades rurales ven arrebatadas sus estructuras y su paz por el torbellino del poder representado por las grandes empresas o multinacionales.

Knut Hamsun, sin embargo, no se conforma con aporrear a las mentes de su época advirtiéndoles de los males que les acompañarán si apoyan sin más a la peligrosa —para él— revolución industrial, pues de una forma valiente y un tanto extraña para la época en la que fue escrita en su novela, esgrime en varias ocasiones una postura de la mujer alejada de la que se podría presumir en aquellos años, tratando sin miedo los temas del aborto y la necesaria presencia de las mujeres en la sociedad, a través, por ejemplo, de su derecho al voto. Si el nacimiento de una nueva vida en La bendición de la tierra siempre viene acompañada de la soledad y la dureza del lugar donde sucede, no es menos cierto que el hecho de dotar a las mujeres de la libertad en el poder de decisión sobre la vida de sus hijos, las enmarca mucho más allá de la figura de infanticidas que se las podría suponer, pues los miedos que llevan aparejadas tales decisiones, las retratan como heroínas de su propia desgracia. Aquí, como en el resto de la narración, Hamsun saca el máximo partido a su historia y a su técnica narrativa, pues lo que en principio puede parecer una aburrida y anodina secuencia de vidas en un lugar inhóspito de Noruega, él lo convierte en una epopeya —por lo poético que en ocasiones alcanza su prosa— del ser humano que debe enfrentarse contra sí mismo y contra la indomable naturaleza. En esa batalla de colosos el hombre a veces ganará y, en otras, sucumbirá a las inabarcables coordenadas que los bosques, la nieve o la envidia del resto de los colonos, le llevarán hasta un pozo sin fondo. De ese derrumbe y nuevo resurgimiento que se nos propone, es de donde el escritor noruego saca tanto de tan poco, pues convierte a esta novela-mundo en una secuencia de luces y sombras que navegan por un río silencioso: el de la propia vida sin más, lo que nos demuestra que su genio y su gran maestría como escritor son como la semilla de la vida que crece entre el cuerpo y el alma.

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