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"Las consecuencias de no tener nada mejor para perder el tiempo", de Carlos Marzal

Por Enna Villarroya
sábado 21 de octubre de 2017, 07:52h
Las consecuencias de no tener nada mejor para perder el tiempo
Las consecuencias de no tener nada mejor para perder el tiempo

Llegué a Carlos Marzal por la poesía, cuando yo buscaba, por las librerías, referentes contemporáneos para saber cómo escribían aquellos que ganaban premios como el Loewe o el Premio Nacional de la Crítica. Pues bien, entre esos escritores estaba Carlos Marzal, escritor ya consagrado y clasificado dentro de una generación, la poesía de la experiencia. Estar dentro de una generación son palabras mayores, significa entrar dentro del olimpo de la literatura, así que debía hacerlo muy bien. Solo tuve que empezar a leer para comprobarlo, y tanto que lo hacía muy bien. Sabes que alguien lo hace muy bien cuando al leer dices para ti expresiones como: “guau” o “genial”, porque sus poemas tienen alta capacidad de emocionar, que es mover tus entrañas o ponerte la piel de gallina. La emoción es lo que persigue el arte y la mayor parte de las veces viene dada por la intensidad de la obra en cuestión: intensidad propiciada por la belleza de la forma; intensidad conseguida por las ideas que transmite; intensidad por el dolor o la alegría en una historia que vivió otra persona y está contada de forma que nos conmueve.

La forma y el contenido, todo se reduce a estas dos variables. Parece sencillo: hay que contar algo de interés y elegir una forma estética, armoniosa, efectiva. Parece sencillo, pero no lo es, en ningún caso, porque escribir es como abrir un sendero en la jungla infinita, elegir las palabras de entre miles de posibilidades y combinarlas de forma que emocionen al lector. La buena escritura es algo así como un sistema de conversión que convierte las ideas en impulsos nerviosos, las palabras, en serotonina, las letras, en jugos gástricos, las frases, en adrenalina. Pues esto solo consiguen hacerlo los buenos escritores y en este caso, lo hace Carlos Marzal.

Leyendo su obra poética casi completa El corazón perplejo (2005) —a falta de su último poemario, Ánima mía—, me di cuenta de su alta concentración de poemas buenos. Su alto porcentaje de los mismos. Esto puede sonar muy matemático pero es lo que marca la diferencia entre un buen poemario y un poemario excelente. Con los buenos, pasas bastantes páginas hasta que llega esa emoción, y vale la pena, ya hemos visto lo difícil que es llegar a conseguir esa fórmula de efecto, esa conversión. Sin embargo, con una obra excelente la emoción casi no decae o llega muy a menudo y te emociona porque empatizas con lo compartido (¿pero cómo puede contar así de bien una noche de fiesta?) y con lo que no has vivido, pero lo haces tuyo (lo que quizás tenga aún más mérito). Llegué a la conclusión de que Marzal es un poeta “concentrado”, como si decantara la realidad, la experiencia, en esas gotas de perfume o tal vez sea un escritor exigente, un perfeccionista que tira mucho de lo que escribe. De cualquier forma consigue el efecto final, la emoción, tras un complicado baile de palabras y sonidos cuidadosamente escogidos o reveladoramente recibidos, que llegan al lector y se convierten en la adrenalina, en la mágica serotonina.

Su última obra, Las consecuencias de no tener nada mejor para perder el tiempo (Frida Ediciones, 2017), es un libro de aforismos en el que también encontramos “concentración”, pero de la propia del género aforístico.

Este género tiene mucho de síntesis de ideas en unas pocas líneas. Esto le confiere un carácter explosivo, y es que, frecuentemente, un aforismo es una pequeña bomba, un golpe de efecto. Igual que un buen chiste, es difícil explicar su mecanismo, pero de nuevo debe estar la intensidad y la emoción.

Con los aforismos de este libro la emoción viene de forma muy rápida, como si fuera un pellizco en la carne, una corriente eléctrica en las neuronas. El golpe de efecto puede producirse por una contraposición de ideas opuestas, de carácter paradójico o humorístico o que encierran un pensamiento filosófico.

Las ideas están siempre presentes en los aforismos, son reflexiones de todo tipo que se hace el escritor. El título del citado libro ya nos anuncia la presencia del humor en la obra, de la mirada irónica, crítica y hasta ociosa sobre las cosas del mundo. La filosofía necesita de cierto ocio y embelesamiento para existir. Hay que “perder el tiempo” y bajarse de este tren de alta velocidad, que es el día a día, para reflexionar sobre la realidad, sobre el mundo y lo que nos pasa.

En el libro, encontramos doscientos veinticinco aforismos de diversa temática. Hay muchos de ellos que son un juego de palabras o una reconciliación de opuestos:

Existe un bando que es el de no estar cómodo en ninguno.
La ausencia de planes constituye un plan de lo más ambicioso.
Hacemos bien lo que no sabemos bien cómo lo hacemos.

También hay aforismos agridulces en los que el humor es el bálsamo curativo o, al menos, la tirita:

Lo peor de las fantasías eróticas consiste en que, para ser ellas mismas, han de permanecer en el ámbito de lo fantasioso.
Para la vida familiar, conviene cierto grado de sordera crónica.

Otros aforismos son una crítica a comportamientos ajenos y también a los propios por medio de una fina ironía con la que el autor se ríe de sí mismo e invita al lector a hacer lo propio.

Hay quien entiende el anonimato como una forma encubierta de llamar la atención.
Para algunos, el hecho de ser así con todo el mundo los disculpa el hecho de ser así.
La teoría es todo aquello con lo que solemos aleccionar a los demás, tras haber sido incapaces de llevarlo a la práctica.
Los demás tienen perversiones. Nosotros, singularidades del carácter.
Todos nos sentimos muy inteligentes cuando objetamos con una sonrisa.

Encontraremos otros aforismos sobre el deseo y la sexualidad que entran en relación con una temática “canalla” que aparece en la poesía de Marzal: las gestas y derrotas de la noche con su ebriedad, sus bares y sus mujeres.

El cerebro no vive en la polla, ni viceversa, pero sus barrios están conectados por un tren de alta velocidad.
Si las mujeres supiesen la persistencia con que forman parte de las fantasías pornográficas masculinas, reclamarían derechos de imagen.
El deseo es un apetito indiscriminado de discriminaciones sucesivas.

Hay también recomendaciones o reflexiones filosóficas que son, en palabras del autor, “píldoras de pensamiento”, pero que vienen envueltas en una cobertura liviana:

Conviene tener a mano un repertorio terapéutico de culpables.
La única extravagancia ajena de la que conviene no estar alejado es la bondad.
No nos han dado el corazón para verlo latir, sino para echarlo a perder.

También hallaremos otras sentencias que contienen cierta melancolía por lo inasible, o por aquello que perdimos.

Las luces de otras ventanas prometen vidas distintas.
Los amantes se malogran en cónyuges en virtud del mismo principio irrebatible por el que los niños se arruinan en adultos.

El proceso de escritura, y el escritor, también están presentes en algunos aforismos:

Siempre que he tenido una idea original y exclusiva, he acabado descubriendo que alguien me la había plagiado algunos siglos antes.
O se escribe literatura del yo, o se escribe del ego: que es la literatura que aparenta no hablar del yo.

Nos gusta leer literatura por ese valor universal que alcanza cuando empatizamos con el escritor, porque ha sido capaz de decir cosas que también nos pasan a nosotros o con las que soñamos y especialmente si lo hace de una manera tan certera.

Esto me ha ocurrido a mí leyendo este libro de aforismos de Carlos Marzal: cada vez que piensas “es verdad”, “qué bueno”, “vaya”, y aplaudes o ríes por dentro, es porque ha habido un encuentro con el escritor por medio de las palabras compartidas, como si las ideas que transmiten no le pertenecieran por completo, como si en el fondo nos pertenecieran a todos los lectores y el escritor fuera un mero canal para devolvernos esas ideas. De hecho, al comprar el libro es como si ya te pertenecieran un poco.

Estos son algunos de los doscientos veinticinco aforismos que se encuentran en Las consecuencias de no tener nada mejor para perder el tiempo, un libro fino, de cuarenta y nueve páginas, atractivo y manejable. Una concentración del tiempo que el autor ha “perdido” de antemano para destilar cierta sabiduría que enseña la vida, si se tiene una mirada crítica e inteligente sobre ella. Dicha concentración es la que nos brinda Carlos Marzal en esta obra.

Terminaré esta reseña con el siguiente aforismo de este libro:

A menudo, la crítica literaria también consiste en poner la brillantez al servicio de nada.
Yo no creo haber puesto aquí brillantez, pero sí que espero, al menos, haber hecho al lector “perder” un poco el tiempo, en el mejor sentido de la palabra.

Carlos Marzal, Valencia, 1961, es licenciado en Filología Hispánica y reconocido poeta perteneciente a la poesía de la experiencia. Fue codirector de la revista de literatura y toros Quites. Ha publicado los poemarios El último de la fiesta (1987), La vida de frontera (1991), Los países nocturnos (1996), Metales pesados (2001) -título que recibió el Premio Nacional de la Crítica y el Premio Nacional de Poesía-, Fuera de mí (2004) y Ánima mía (2014).

Como narrador, es autor de la novela Los reinos de la casualidad -el que fue Premio de la Crítica Valenciana (2006)- y del libro de relatos Los pobres desgraciados hijos de perra (2010). Además de traductor de obras del catalán y del italiano, es ensayista, y sus ensayos se encuentran reunidos en El cuaderno del polizón y Los otros de uno mismo.

Su anterior libro de aforismos es La arquitectura del aire.

Es habitual colaborador de las publicaciones literarias de los diarios ABC, Levante y El Mundo.

La editorial que publica esta obra, Frida ediciones, es una editorial relativamente joven, nacida en 2005, dedicada principalmente a la poesía. Frida se caracteriza por su apuesta por la difusión de la obra de poetas noveles pero sin olvidarse de la de autores de más trayectoria y mayor reconocimiento.

Puedes comprar el libro en:

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