Empecemos por la primera. Andersen sabía por experiencia que la educación puede salvar de la miseria a un chiquillo. Era huérfano de un zapatero paupérrimo y de una lavandera alcohólica, que de niña mendigó en las calles (la pequeña cerillera). Cuando esta volvió a casarse, él abandonó Odense -su ciudad natal- y se trasladó con catorce años a Copenhague movido por el deseo de ser cantante y actor. Tras varios sinsabores ligados a su voz y falta de belleza (era narigudo y desproporcionado) se empeñó en hacerse dramaturgo. Una de sus tragedias llamó la atención del director del Teatro Real de Copenhague -James Collin- que lo tomó bajo su protección y le consiguió de la corona danesa una beca para estudiar. El hecho de que al final de su vida, Andersen decidiera dar a otros las oportunidades que recibió, revela que tuvo la naturaleza bondadosa y agradecida de muchos de sus personajes de cuento.
Sobre la epístola de Riborg Voigt a la que se aferraba como una reliquia, cabe decir que Riborg fue la única mujer que correspondió los sentimientos de Andersen, pero la causalidad quiso que para entonces ya estuviera comprometida y a punto de matrimoniar. Ella le rogó que la raptara y se la llevara lejos, pero él se arredró y en lugar de consumar la felicidad de ambos se limitó a escribir un cuento, el soldadito de plomo, donde el mutilado protagonista (su falta de determinación), acaba derretido en la chimenea en un amor irrealizado junto a la linda bailarina. En la ancianidad la soledad se le tornó a Andersen gravosa e insoportable y debió lamentar su lejana falta de arrojo, pues la carta al cuello sugiere que añoraba la compañía de Riborg.
Lo de Andersen y el sexo femenino no fue una relación sencilla. Además de ser muy tímido con las mujeres, tenía inclinación a enamorarse de las que quedaban lejos de su alcance. La más inaccesible fue la soprano sueca Jenny Lind, a la que dedicó El ruiseñor, y cuyo rechazo lo embebió en melancolía. En realidad, su libido tendía hacia los hombres, de ahí que eligiera mujeres con las que le fuese si no imposible, sí al menos muy difícil, rebasar los límites de lo platónico.
Con los hombres tampoco le faltaron amarguras. Parece que su fealdad y falta de fortuna económica se interpusieron entre él y Carlos Alejandro, heredero del ducado de Sajona-Weimar-Eisenach. Obstáculos similares entorpecieron la relación que deseó mantener con Edvard Collin, el hijo de su antiguo benefactor. Andersen estaba prendado de él. “Mis sentimientos por ti son como los de una mujer. La feminidad de mi naturaleza y nuestra amistad deben permanecer en secreto”, le escribió. Edvard -que lo despreciaba por su extracción humilde- no solo no satisfizo su pasión homoerótica, sino que al cabo de un tiempo contrajo matrimonio. Del dolor que le causó este desenlace nació la sirenita, una alegoría de la imposibilidad del amor para quienes tienen una condición diferente. Releer el cuento bajo esa luz permite empatizar con la tristeza de Andersen: la cola de pez como sexualidad invivida, salir de las ocultas profundidades a la superficie, pagar un alto precio en el exterior (la sirenita perdió la palabra), padecer dolor, sufrir desprecio y verse obligado a retornar a lo oculto.
No todo (solo casi todo) fueron decepciones sentimentales en la vida de Andersen. Probó las mieles del amor en los labios del joven bailarín Harald Sharff, pero la relación apenas duró dos años porque, entre otras cosas, a Sharff le incomodaba la falta de discreción de Andersen, a quien el entusiasmo de saberse querido, parecía moverlo a exhibir su afecto en público. El idilio concluyó cuando Sharff retornó con un antiguo amante, lo cual no impidió que ambos prosiguiesen la amistad durante años.
La mayor dicha en la vida de Andersen fueron los cuentos y los viajes. En unos y otros halló satisfacciones y consuelo a esos amores fallidos, no solo porque la composición de algunos de esos cuentos le sirvió de desahogo y terapia, sino porque fueron justamente las narraciones breves las que lo convirtieron en el escritor famoso y acaudalado que llegó a ser antes de apurar la juventud. Escribió un total de tres maravillosos volúmenes de cuentos que han deleitado a niños y adultos de varias generaciones y que literariamente lo emparentan con Hoffmann y Maupassant. Günter Grass le veneraba y aun más, el crítico literario Harold Bloom, que llegó a afirmar que en el cuento La sombra se adelantaba, incluso, a Kafka. Pero hay un motivo clave por el que los cuentos fueron el tesoro de Andersen: que los beneficios que le reportaron los empleó en darse el gusto de conocer mundo. “Viajar es vivir”, decía. Y él, que aún era joven, vivió mucho e intensamente en calidad de incombustible representante de esos míticos viajeros románticos que se internaban en tierras extrañas y presuntamente exóticas. Transformó sus periplos de norte a sur y de este a oeste en títulos extraordinarios como El Bazar de un poeta, En Suecia, Viaje a Portugal, Viaje por España.
Aunque Andersen es universalmente conocido por sus cuentos, fue también poeta, dramaturgo y novelista, y además un escritor dotado para esos géneros, que dejó piezas impecables como los poemarios Fantasías y esbozos y Los doce meses del años; los dramas La nueva habitación y El mulato (sobre la vergüenza de la esclavitud) y varias novelas: El improvisador, Peer el afortunado, Solo un violinista, Ser o no ser y O.T.
En el año 2005, el ayuntamiento de Málaga le levantó un monumento muy cerca del lugar en el que se alojó a su paso por la ciudad. En Viaje por España afirmó que en ninguna otra ciudad española había llegado a sentirse tan dichoso y tan a gusto como en Málaga. Hoy es un monumento muy visitado que hace las delicias de los niños, pero también la de los adultos que peregrinan hasta allí para agradecerle que les salpicara la infancia de animales parlantes, árboles animados, sirenas en tierra, zapatos que danzan sin pies y emperadores desnudos convencidos de vestir a la última.
Günter Grass dijo de Andersen que era “un regalo de Dinamarca al mundo”. La niña que sobrevive en mí agradece ese regalo.
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