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Una costilla sobre la mesa: madre
Una costilla sobre la mesa: madre

Angélica Liddell, "Una costilla sobre la mesa: Madre".- El amor después de la muerte

Por Ángel Silvelo Gabriel
lunes 23 de noviembre de 2020, 19:00h
El mundo bajo una cúpula negra que cobija a la muerte. El mundo y la muerte encriptados bajo un simbolismo chamánico, espiritual, religioso... Y, bajo esa cúpula negra que representa el mundo, el silencio atronador del folclore, de las tradiciones más ancestrales, de la búsqueda del amor después de la muerte. Una costilla sobre la mesa: madre es el teatro de la contemplación.

De la estética de una muerte petrificada en el tiempo. De la cacofonía de aquellos sonidos que nos acompañaron toda la vida sin prestarles atención. Sonidos que reivindican el lugar que les corresponde. Pero también, es una manifestación del metateatro anclado en la palabra (de Angélica Liddell, de William Faulkner, de Dios, del diablo), en la música (clásica a modo de nana y réquiem), y de una puesta en escena pictórica, concebida para ser contemplada como un cuadro y sin otro aditamento que el del viaje que se nos propone. Palabras, sonidos e imágenes que pretenden no dejar indiferente al que las observa, por más que nos resulten repulsivas o no las entendamos. El teatro de Angélica Liddell es un ejercicio sensitivo del más allá. Un espacio del no tiempo. De las pesadillas. Y del eco irreductible de un dolor hecho grito (véase a El Niño de Elche sobre el escenario con su mastodóntica actuación sonora). El amor después de la muerte, que representa esta obra de teatro, es una nueva manifestación de la rebeldía de su autora. De su forma de entender el teatro contra al mundo. Frente a todos. Frente a sí misma. Como diría William Faulkner, al que alude en varias ocasiones con frases de su novela, Mientras agonizo: «El ruido y la furia». Y, después, el silencio. De la muerte. Del amor. De la resignación.

Una costilla sobre la mesa: madre es una obsesión dividida en tres partes que podríamos clasificar como: escrita, oral-cómica y coral-ballet. Pues en cada una de ellas hay una necesidad de expresar ese amor tras la muerte de diferentes formas. En la primera de ellas, es donde, sin duda, mejor asistimos a la fuerza expresiva y a veces irracional de los textos de la Liddell en su más pura esencia, a los que ayudan una representación y una puesta en escena siempre agresiva consigo misma y, que esta vez, refleja el abandono del alma ante la pérdida. De este modo, la luz, el sonido histriónico y la repetición del desgarro del dolor que representa El Niño de Elche, procesan el sentido más irracional de la muerte que busca de alguna forma una salida en la más coral de las fases de la obra de teatro protagonizada por el bailarín Ichiro Sugae, y que representa el zigzagueo de la muerte tras la pérdida antes de volver al útero materno, o al útero universal, que es la recuperación de las raíces, las tradiciones y esos sonidos que se nos quedaron pegados en la memoria en nuestra infancia. No hay inocencia en esta manifestación de amor y culto hacia una madre, y sí el ruido y la furia del que conoce la expiación de la culpa. De la ausencia de un ritmo vital que ha dejado de latir para siempre. Corazones sin latidos que anegan las lágrimas no derramadas por las plegarias no atendidas a razón de una lágrima por cada latigazo que magnifica la ausencia.

Angélica Liddell y su forma de entender el mundo y la vida frente a frente y cada vez más cercana a la perfomance que lo quiere abarcar todo. Una perfomance no apta para todos los públicos ni sensibilidades. Un grito de rabia que nace de las entrañas más profundas. Del dolor más inimaginable. De la cadencia más arrebatadora. Todas ellas esencias de un universo petrificado en el mapa del tiempo y, que en esta ocasión, nos habla del amor después de la muerte.

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