Porque si algo concitaba Javier Krahe era eso: un entusiasmo zumbón y sin aspavientos que te brindaba con el saludo. A continuación, te hacía una observación imprevista sobre cualquier desbarajuste mundanal que te dejaba un tanto incómodo, porque lo acababas de experimentar y ni siquiera habías reparado en lo incorrecto de la expresión o de la circunstancia, como aquello que contaba siempre Gerardo Pérez, el del Café Central, cuando le señaló indignadísimo que los atracos jamás pueden cometerse “a punta de pistola”, como acababa de escuchar en el noticiario televisivo, puesto que este arma presenta un agujero —o sea, lo contrario de una punta— en el extremo con el que se suele amenazar al prójimo antes de perpetrar el delito.
Y como este caso, cientos. Era su manera de mantenerse en guardia ante nuestras necedades cotidianas y, a la vez, le servía para atisbar entre estas estupideces contradictorias los cómicos argumentos de sus canciones. Asunto distinto es que estas le brotasen tan instantáneas como pudieran aparentar por su humorismo; al contrario, pese a su facilidad innata para la rima, Javier Krahe les imponía un metro y este, claro, exigía su pericia y su tiempo para ajustarse debidamente con la Preceptiva. Sin embargo, tal proceder presenta su ventaja secreta, porque los metros poéticos, si se presta oído, se descubre que atraen sigilosamente a un ritmo o a una danza sobre la que se puede convertir, con la debida maña, el material versificado en una canción. Pero advierto; esta operación requiere su ingenio y su tesón, además, no todo era ajustarse a las normas de la composición poética y, por descontado, que Krahe se tomaba sus licencias, pero estas llegaban después y para dotar a la pieza de un cierto aire de improvisación; ¿o acaso la canción, frente al poema, no debe de exhalar siempre un toque de espontaneidad? Pues eso.
Pero no es sobre estos aspectos técnicos de las canciones kraheanas sobre lo que trata Ni feo, ni católico, ni sentimental, sino, como toda biografía, sobre los avatares del personaje; con una particularidad: Federico de Haro ha huido del relato —pese a qué a mí me hubiese apetecido más— puntilloso en fechas, notas al pie y otros documentos acreditativos, para construirnos, mediante el suceder de los años y de los acontecimientos, iluminado con las imprescindibles fotografías, rematado con algún material inédito y, sobre todo, abrochado con el prólogo de Julio Llamazares y el epílogo —casi inexcusable— de Javier López de Guereña, un retrato de Krahe vivo, muy vivo, y que presenta la inmensa virtud de ofrecer, con un rápido vistazo, a cuantos apenas le conocieron la respuesta a cualquier pregunta que les pueda suscitar de pronto el recuerdo de Javier Krahe. Es decir, Federico de Haro ha redactado un simpático y utilísimo vade mecum biográfico sobre Javier Krahe, y me consta —por mi propia entrevista para el libro— que disponía de muy extenso material, profuso en detalles y de mucha más densa anotación. No obstante, exponerlo con el debido tiento quizá no hubiese cumplido los requisitos del editor, que debió de pretender una semblanza cuanto más ágil y viva de Javier Krahe, mejor; mientras que esta otra propuesta de mi apetencia hubiese enfrentado a Federico de Haro con ciertas incógnitas íntimas del personaje que es más elegante —y, por tanto, más consecuente con la cortesía que caracterizaba a Javier Krahe— eludir.
Por eso sería peligroso afirmar que Ni feo, ni católico, ni sentimental cumple con la exigencia de una biografía al ortodoxo modo británico; más bien, es una guía o un recordatorio sentimental de Javier Krahe, como lo son sus dos estatuas: la de Boiro, en la puerta de A Pousada das Ànimas, y el busto de la calle Dos Paxariños, en Lugo. Y no me negarán que no tiene su mérito que un cantautor, encima madrileño y además en esta época de mezquinos regionalismos, sea homenajeado con dos monumentos en Galicia, como si se tratase de un intrépido capitán de altura o de un prócer de aquellos que donaba un hospital para pobres. Además, cuando cumpliendo con el patriótico y tradicional desprecio, en Madrid, ni una calle lo recuerda, pese a las varias iniciativas que se han sucedido y a las promesas con que se respondieron desde la alcaldía de Carmena. Al punto que resultaría ya cómico del todo que fuese el consistorio presidido por Martínez-Almeida, supongo que muy ajeno a las canciones de Krahe, quien se dignase a dedicarle una calle o —como una vez sugerí— a erigirle una estatua donde la Casa de Fieras, que es el lugar celebrado por una de sus más divertidas y taurinas canciones. En efecto, resultaría de mucha guasa que el actual ayuntamiento le consagrase un rincón a Krahe en su Madrid. Yo, por si este estupendo y divertido libro de Federico de Haro provocase tan sorprendente y saludable resolución, me anticipo proponiéndola ahora.
Puedes comprar el libro en: