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Imagen de la dinastía Qing
Imagen de la dinastía Qing

Mientras llega la sequía

lunes 03 de abril de 2023, 07:06h
Según todos los síntomas este verano será estremecedor; el Rin discurre en estos días con una mengua de caudal notable; el Ródano, que durante el estío anterior llegó atravesarse caminando, podría reducirse a un regato de fango, y sobre el majestuoso Po, qué decirles si ya la canícula pasada lo convirtió en un gigantesco zanjón con desnudos pedregales; de seguir así, pronto nos despediremos de su ubérrimo delta, aquel de La novela de Ferrara (1953-74), de Giorgio Bassani; ¿la recuerdan?

Entretanto, algún reputado banco, de aquí o de allá, sufre una repentina anemia para que a las bolsas mundiales les tiemblen las canillas y a los ahorradores los sobrecoja el pánico; y en cuanto a la guerra de Ucrania, ahí continúa: triturando vidas y haciendas a un ritmo ya cansino pero contumaz, hasta que torne aquellas tierras en un desamparado páramo donde ni los perros encuentren una piltrafa que llevarse al bandujo. Como ven, no ya presagios sino calamidades asedian nuestra civilización, y cuyo más claro corolario bien pudiera ser ese gesto de China postulándose como el anhelado árbitro de la paz.

Tanto desear una voz poderosa y que impusiese el sosiego y, sin embargo, en esta no encuentro alivio, porque para los chinos nuestros valores helénicos de libertad y de dignidad no son sino una pátina con la que presentarse en los saraos mundanales, dado que su ideal es esa sedosa e inclemente armonía del mandarinato —ahora, transmutado en el omnímodo y digitalizado partido único—; es decir, la desaparición de la quisquillosa y fértil discrepancia; ¿o acaso Oriente no concibió la felicidad como la abolición de todo deseo; o lo que es lo mismo: la anulación del yo? En fin, que pisamos una primavera de flores marchitas entre siniestros vaticinios, cuando ni siquiera ya —¡torpes de nosotros!— conservamos los Libros sibilinos (s. VI a. C.) donde escrutar algún augurio de consuelo.

No obstante; la vida, para que no descaeciese en lo sombrío, me ha procurado durante estas semanas un par de imprevistos encuentros con poetas; primero con ese cubano, a fuerza de estepa, casi manriqueño: Sergio García Zamora. Escritor veraz, amigo afectuoso y espléndido derrochador de la vida, con quien, gracias a la próvida Amalia Robles, recorrí Madrid por los figones de sus entrañas hasta agotar a las estrellas y que me prometió, mirando cómo colgaban un cartel de la isidrada, volver de su asilo en Paredes de Nava para acompañarme a ver cómo Miguel Ángel Perera da el pase cambiado con ese temple que lo perfila en puro mármol.

Sergio García Zamora llegó aquí, con casi una veintena de poemarios publicados en la Gran Antilla, traído por el Premio Loewe, en 2017, y desde entonces no ha cejado de esmaltar los días con versos y aforismos, y con tanto afán y acierto que los siete títulos publicados en nuestro país le han granjeado seis merecidos premios, incluido el antes mencionado Loewe. Pero sobre esta cosecha de vanidades y ducados —estos últimos, tan necesarios—; Sergio García Zamora arribó a la península con modos de poeta viejo, incluso contra su edad, porque sus versos sorprenden con una amargura socarrona, avisada y un tanto truhanesca; unos versos que, sin pretenderlo y renglón tras renglón, van dando carpetazo a esa supuesta poesía de remilgo adolescente y de tropo pop, que nos inunda por doquier con su resabio de niño (o niña, que es lo más habitual) prodigio.

Pero no había dejado de compartir farra con Sergio García Zamora cuando me acerqué a la presentación, en el Café Comercial, de Paraíso claustral, de mi querido Carlos Aganzo. Es otro poeta —u otra poesía— de eco arcaico y sapiencial. Su poemario —ya suma el decimo tercero— frisa, por instantes, la mística como única vía para lo universal, todo urdido en metro mayor, de musicalidad firme, ajustada cuanto suscitadora, en su cadencia, de una honda nostalgia. Y esta querencia por merodear el silencio de la divinidad —algo tan machadiano y a la vez tan juanramoniano—, en Carlos Aganzo, no debía de extrañarme en tanto que arraigado en la alta Castilla y libretista de una cantata —Maestro (2010)—, por más que su pieza coral fuese dedicada a un personaje tan secular como Miguel Delibes y en absoluto a cualquier remoto martirio como parece exigir el género.

En esto, en el tañido ucrónico de sus palabras, coinciden Carlos Aganzo y Sergio García Zamora, porque ambos se han impuesto la ancestral tarea del aedo: conmover las almas contra el río de las edades. Y también en otro par de facetas que, por mundanales, no son menos significativas; ambos se han afincado en esa Castilla del esquilón y el románico, aunque, contra la austeridad que allí troquela los ánimos y curte los empeños, ambos son hombres divertidos, de conversación zizagueante y amena; hombres con los que se bebe bien y largo, sepultando el tiempo con la risa.

Mientras, mi viejo compañero de andanzas universitarias, Juan Antonio Millón, recorre nuestra tierra, mediterránea y pagana, recitando su reciente Como un mar antiguo (2022); vaya desde este escritorio también mi añoranza por su falta durante estas reuniones, donde —me consta de sobra— tanto se hubiese divertido.

Y ahora, frente a este sol de abril, con su caricia siempre joven, siento un liviano consuelo antes de sucumbir bajo esas lúgubres señales de un desierto que avanza inexorable, en tanto nuestra civilización se derrumba de fatuidad; tal vez, nos lo tengamos merecido.

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