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Iannis Xenakis
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Iannis Xenakis (Foto: Archivo)

Cien años del pequeño extranjero

lunes 25 de julio de 2022, 07:00h

El pasado diecisiete de mayo moría en París Evángelos Odysséas Papathanassíou, conocido por Vangelis; el último de los tres músicos griegos, con Mikis Theodorakis y Iannis Xenakis, más reconocidos del siglo XX. Pero he aquí que a los doce días de la muerte de este compositor, popularísimo por sus bandas sonoras (Carros de fuego [1981], El año que vivimos peligrosamente o Blade Runner [ambas de 1982]), se cumplía el centenario del nacimiento en Brăila, Rumanía, un importante puerto sobre el Danubio y donde hubo una nutrida comunidad griega durante al menos dos siglos, de Iannis Xenakis, cuyo apellido podemos traducir graciosamente por el “extranjerito” (de xenos: extranjero); es más, hasta se podría decir que este patronímico signó su vida.

Xenakis figura en las enciclopedias como el creador de la música estocástica (o música azarosa), que es decir poco o nada cuando no se está familiarizado con la evolución de los movimientos compositivos contemporáneos; además —y es lo que hace años me hizo reparar en su singularísima figura—, fue un eminente colaborador del gran Le Corbusier; en concreto, desde 1947 hasta 1958, cuando su relación laboral se rompió por la ejecución del pabellón Philips para la exposición internacional de Bruselas; edificación efímera —pero que pueden encontrar reproducida con facilidad en la red— célebre por su parábola hiperbólica y en cuyo vestíbulo se escuchaba la pieza Concret PH del propio Xenakis y, en su interior, el Poema electrónico de Edgar Varèse, emitido por cuatrocientos veinticinco altavoces; ambas obras musicales compuestas para esta asombrosa construcción.

Y es aquí en Concret PH (por paraboloides hiperbólicas), donde se nos desvela el significado de la música estocástica, pues se trata de una grabación elaborada con chisporroteos de brasas más el de distintos goteos y salpicaduras del agua sobre una pila, de variable intensidad y duración cada vez que se volvían a emitir, creando lo que se llamó “nubes de sonido” o “masas sonoras”. Estas “masas sonoras” —una reproducción de mínimos elementos musicales; sea una mera nota o incluso a veces una pequeña melodía, envuelta por un conjunto de cientos de otras notas o de otras melodías mínimas, que se emiten a lo largo de la obra con distinto tiempo e intensidad tonal— pretenden revivir estéticamente la sensación genuina que tiene el ser humano en su día a día, en tanto que nos hallamos siempre envueltos por una “masa sonora”; baste recordarnos en las calles o en un bosque o en un paseo al borde del mar; siempre nos encontramos rodeados de infinitud de sonidos de diverso timbre y origen, y de desigual intensidad; solo que Xenaquis, en tanto que músico e ingeniero, lo plasmó con sistemas electrónicos, partiendo de ecuaciones matemáticas, trasladadas a la partitura. Naturalmente, intentó estudiar con los grandes de su tiempo en París, pero ni Honnegger ni Milhaud lo aceptaron; solo en Oliver Messiaen encontró la comprensión y el magisterio necesarios para transcribir a partituras su visión renovadora y a la vez ancestral de la música, que ampliará al final de los años sesenta abarcando también al espacio interpretativo donde se escucha, con su invención de los politopos (del griego; poli: muchos; topos: espacio). Y quizá esta concepción totalizadora de la música se viese culminada, cuando tras su regreso a Grecia, luego de veintisiete años de exilio, estrenó el majestuoso oratorio sobre las ruinas de Micenas titulado Politopos de Micenas (del 2 al 5 de septiembre de 1978). Un espectáculo donde, mientras una coral cantaba textos, desde micénicos y homéricos hasta de Sófocles y Eurípides, sobre una noche atravesada por proyectores antiaéreos, y con los grupos orquestales diseminados para crear una sonoridad espectral que se intensificaba con tres mil cabras, con velas encendidas sobre sus cuernos, trepando en una larga procesión de titilante luminosidad hacia la ciudadela de Agamenón. La pieza musical y el ordenamiento luminotécnico, Xenakis los había compuesto y sincronizado con un sistema informático de su propia invención: la UPIC (Unité Polygogique Informatique CEMAMu).
Y digo que quizá fuese este momento el culmen de su empeño, porque Xenaquis nunca olvidó a Grecia, donde vivió desde los cinco a los veinticinco años; es más, la tenía mitificada con un acentuado anhelo homérico. En Atenas había estudiado ingeniería y allí mismo se había convertido, con la ocupación alemana, en guerrillero; de seguido, combatió en las filas comunistas el desembarco de los británicos, lo que le costó la desfiguración de la parte izquierda de su cara, por el impacto de la metralla de un obús, y luego, la reclusión y la condena a muerte. Por fortuna, huyó en la bodega de un barco y arribó a París, donde se forjó el artista que ahora conmemoramos. No obstante; como recordaba su hija, Mâkhi Xenakis, siempre se consideró un extranjero por esa añoranza de Grecia, que mitigaba veraneando asiduamente, enfrentado contra el Mediterráneo, en Córcega, donde se construyó la Torre (1996) y compuso su última pieza, O-Mega (1997).

Debo señalar con satisfacción y gratitud que España no ha permanecido ajena a esta efeméride, con la interpretación por la Orquesta de Cámara del Auditorio de Zaragoza-Grupo Enigma de su Orestíada (1965-92), incluida en algunos otros festivales de este verano; o la serie de programas emitidos por Ars sonora, de Radio Clásica, o el dossier que le ha dedicado la revista Scherzo, en su número de junio, donde pueden encontrar “Mi camino hacia Xenakis”, un iniciático artículo de Arturo Tamayo, nuestro mejor conocedor de este prodigioso músico heleno.

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