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"La Canción del Molino", de Begoña Ruiz Hernández

domingo 25 de septiembre de 2022, 10:00h
La canción del molino
La canción del molino

"La Canción del Molino", de la autora abulense Begoña Ruiz Hernández, es una obra de confluencias, de contrapuntos, de círculos trazados a mano alzada, de cosas que van y vienen y a las cuales resulta difícil ponerles casilla y nombre, de corazones al ralentí, sembrados de laxitud, corroídos por la nostalgia de un atardecer que se demora en rendir la plaza.

A través de sus páginas tocamos la roca viva del existir; esos fundamentos que nunca pueden faltar en la singladura del hombre por este mundo: el dolor, el amor, la amistad, el desengaño, la angustia, el resentimiento, el deseo de ser en lo exterior, nada más, lo que uno ya es por dentro; el deseo, también, de abrir las ventanas y que el aire nos esponje el entendimiento y la luz articule el espacio, y el diálogo de las formas tome el lugar de lo opresivo y de lo informe.

Hay en la novela de Begoña un sonido de muro a cal y canto, un tacto de piedras sobre las que se duermen la memoria y la desmemoria, y junto a esto, una vaharada de alcoholes, un sembrado de cristales, mas también labios que saben a musgo ribereño y redimen del hastío y las pesadumbres. Su pluma nos dibuja la silueta de varias vidas, vidas que discurren sobre el umbral de un país que se dispone a cambiar su atuendo, el ritmo, la postura, aunque no tanto la querencia por los viejos pecados. Este país, ya lo saben, algunos lo llaman España, y todos, absolutamente todos, lo llaman como un niño extraviado llamaría a su madre, es decir, a gritos. Una España, la de entonces, que abandona poco a poco las viejas rémoras y se apresta a sumirse en las torrenteras de la modernidad.

"La Canción del Molino" construye su eje en torno a la desaparición de una mujer. A esta mujer la llaman Jandra y es de un calibre excepcional; una mujer que no se resigna a ser hechura de su propio tiempo, elemento ancilar, agua de molino que muele el trigo ajeno. Una mujer que quiere desprenderse de las hormas fastidiosas y las tradiciones gastadas. Jandra vive y sufre en el anhelo de horadar un cauce en medio del desierto que la circunda, cauce por el cual pueda correr el agua brava de la lluvia y no la mansa de los pilones; encontrar, tal vez, un acoplamiento que no la sacrifique en la inmensa ciénaga de los lugares comunes, donde caben todos, cierto, pero nadie puede en verdad construir la propia vida con los sillares de su conveniencia; a lo sumo hacer un calco.

Encontramos en el estilo de Begoña varios modos del realismo: un realismo híspido, esquiciado, carpetovetónico, con toques de tremendismo y que nos araña por dentro como un abrojo frotado contra las vísceras, pero también ribetes de un realismo mágico, en el que el sueño penetra a la materia y la ablanda, y los abismos de la conciencia se expresan por un instante a ras del suelo. Mágico, dije, sí, aunque no tan barroco como el que floreció al otro lado del océano, porque aquí somos más de apretar los dientes y atarnos los machos, y la procesión, en lo que se pueda, que vaya por dentro.

Lean esta novela, es mi consejo, como quien hace un viaje, con los ojos de gato nocharniego y el corazón dando saltos. Es, desde luego, otro tiempo, otra historia, pero si se doblan sobre el pretil y miran al fondo del pozo, se hallarán a sí mismos.

Remitido por nuestro colaborador José Antonio Sierra

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