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El flagelante y un mercader

domingo 27 de noviembre de 2022, 17:00h
El flagelante y un mercader
El flagelante y un mercader
Publicamos el relato "El flagelante y un mercader", del escritor hispano mexicano Ángel Villazón Trabanco.

Era el fin del verano de 1349 en el puerto de Jaffa, y se percibía en sus habitantes la preocupación por la peste que estaba diezmando a la población. Lutrecio, delgado y con semblante preocupado, pasaba caminando una y otra vez, delante de la galera que lo conduciría hasta el puerto de Messina. Hacía tres semanas que había llegado en la caravana que transportaba mercaderías de China, y todos los días hacía la misma ruta de inspección varias veces. Comprobaba que todo estuviera en orden, subiendo hasta el castillete de proa, después al de popa, examinando que todo estuviera bien estibado. Se preguntaba si el barco resistiría las tormentas y las lluvias torrenciales que todos los años se producían en el mar Mediterráneo cuando finalizaba el verano y se iniciaba el otoño.

Después se dirigía hasta los barracones situados detrás del muelle, donde los ciento cincuenta galeotes que iban a remar hacían su vida. Al cabo de un tiempo volvía con los mercaderes de su caravana, cansados ya por la espera en el puerto, y echaba un vistazo a la expedición que había llegado hacía tan solo una semana de China. Y repetía la inspección volviendo de nuevo hasta la galera, observando la carga de las mercaderías desde los almacenes del muelle hasta las bodegas de la nave.

No estaba seguro que los treinta y cinco metros de eslora de la embarcación, los dos palos y los remeros, le garantizasen su seguridad, por lo que volvía de nuevo al castillete de proa donde tendría su propio acomodo y al de popa, donde se alojaría la marinería, la tripulación, y otros miembros de las caravanas de la Ruta de la Seda. Hacía cuatro años que había partido para las tierras de los mongoles, y estaba ansioso por llegar a su casa.

Simonni, que había llegado en la segunda caravana, disfrutaba de la vista del mar, sentado en una mesa en el exterior de la taberna del puerto, al tiempo que daba cuenta de un cordero a la miel regado con abundante vino. La suave temperatura y el agradable viento que movía las ramas de las palmeras, hizo que su mente volara hasta Messina, cuatro años antes, donde sus amigos, el duque de Calabria, y el conde de Montesino, lo habían despedido. Se preguntaba si seguirían organizando las mismas fiestas que antaño, en las que se había divertido tanto, y si el eunuco seguiría a las órdenes del duque. Un atisbo de preocupación se dibujó en su cara al pensar en la posibilidad de que la peste hubiera afectado a alguno de ellos. Al día siguiente, el barco iniciaría la travesía que los conduciría hasta Messina y su pensamiento volvió a la actividad del puerto, que a esa hora era febril: carros tirados por mulas y por caballos, camellos que transportaban carga, hombres que voceaban para mover a sus animales, y personas que portaban bultos.

Al día siguiente sería la partida del barco.

La primera semana del viaje todo fue bien. El viento y el trabajo de los remeros parecían indicar que se llegaría a destino en los plazos previstos, pero las esperadas tormentas que se cernieron a la altura de la ciudad de Patras en Grecia, duraron varios días. Las olas saltaban sobre la cubierta, las rachas de viento casi huracanado derribaban enseres y víveres, mojando a todo el mundo. La tormenta y los vientos se prolongaron.

Los palos que soportaban las velas se rompieron y solo hubo repuesto para la menor. Parte de los víveres se estropearon y varios toneles de agua potable se perdieron. Solo quedaban salazones para comer. Algunas de las personas que ya tenían contraída la enfermedad pestífera, empezaron a morir y sus cadáveres fueron arrojados al mar. Los sentimientos de angustia y de malestar invadieron a todo el mundo. El silencio era roto solo por los quejidos de los enfermos y por el ruido que el golpe de las olas producían contra la madera del casco. Varios galeotes murieron de peste y otros enfermaron y fueron retirados del remo. A los que quedaron, el alguacil que marcaba el ritmo de bogar con un tambor, les impuso un ritmo mucho más lento, consciente de sus escasas fuerzas. Con menos hombres y con pocas fuerzas para seguir, y solamente con una vela y dañada, la velocidad del barco se hizo muy lenta y la travesía duró cuatro veces más de lo previsto.

Tres años después de aquella expedición, una tarde de otoño, en la taberna del puerto de Messina, Simonni, cansado ya de jugar y de perder a los dados, se levantó de la mesa, y acercándose al tabernero le pidió un último aguardiente. Mientras se lo tomaba, su mente viajó hasta el puerto de Jaffa. Evocó el sol de finales de verano, las palmeras que se movían animadas por la brisa del mar, y la gran actividad del puerto.

Después se levantó, y en el momento de caminar y girar a la derecha para dirigirse a su casa vio a un hombre que a su vez se le quedó observando, y al cabo de unos instantes, le dijo:

—¡Pero si eres Lutrecio, el mercader! Juntos hicimos la travesía desde Jaffa. ¿Te acuerdas de mí?

—Claro que sí, tú eres Simonni.

—Han transcurrido ya tres años desde entonces.

—Y los dos hemos sobrevivido. Al viaje de la Ruta de la Seda y al viaje en barco —exclamó el mercader.

—¿Tienes algo que hacer ahora? —preguntó a continuación Simonni.

—No —dijo Lutrcecio—, estaba dando una vuelta por el puerto.

—Vente conmigo a la taberna. Nos tomaremos unos vinos.

Entraron en la taberna, y después de pedir unos aguardientes, que les sirvieron sobre un tonel vertical a modo de mesa y al aire libre, Simonni le dijo:

—Todavía me acuerdo del día en que te vi por primera vez en el puerto. Observabas la galera en la que vinimos con gran desconfianza. En realidad no te fiabas ni de los galeotes ni de la gente de la marinería, ¿verdad? Parecías muy preocupado, inquieto y nervioso.

—Y tú, ¿te fiabas?

—Yo estaba atento a lo que sucedía en el puerto, los carros tirados por mulas y por caballos que pasaban cerca de las mercaderías que se iban a embarcar. Observaba con detenimiento a todos los porteadores, incluso a los camellos que circulaban por el muelle, y me fijaba con atención en todos los que daban voces, pues a menudo pretenden distraer la atención para que otros roben.

—Sí, así es —dijo Lutrecio—. Pero a mí me preocupaba que la nave pudiese resistir las tormentas. Ya ves lo que pasó después. Murieron la mitad de los galeotes y de los marineros, y hasta el timonel del barco.

—¿Recuerdas a cuántos tuvimos que tirar al mar? —continuó—. Varios se suicidaron por el delírium provocado por la enfermedad, tirándose al agua. Una gran parte de los víveres se estropearon, se perdieron toneles de agua potable, y mucha gente acabó muriendo.

—Sí, pero la mayoría murió por la peste.

—Así fue. Por cierto, la última vez que te vi, te estaban bajando en una camilla, aquí en el puerto, ibas sin conocimiento.

—Sí, estaba muy debilitado por la falta de comida y por la enfermedad. Por suerte me llevaron a un hospital donde poco a poco me recuperé. Estuve muy grave, más muerto que vivo. Moría mucha gente. Además se vivía un estado de desolación y de maltrato por parte de los enfermeros. Había personas que decían que la peste era el comienzo del fin del mundo, y la sensación de pánico era indescriptible. Cada día y cada noche podían ser los últimos. Fueron tres meses de intenso sufrimiento.

—Debió ser muy duro —observó Simonni.

—Sí, lo fue. Además cuando salí me di cuenta que había pecado mucho, que la vida era muy breve y que tenía que dedicarme a la penitencia y a la oración para que mis pecados me fuesen perdonados.

—¿Y qué tal te va ahora?

—Cuando me curé, busqué a mi familia, pero mis hermanos y mis padres habían muerto, y varios de mis amigos también. Messina, como tú ya sabes, había sido diezmada por la peste. La suciedad, las ratas y los piojos lo invadían todo, y yo hice la promesa a la Virgen de los Flagelantes, que si salía vivo de mis dolencias, dedicaría el resto de mis días a hacer penitencia y a flagelarme para redimirme de mis faltas.

—Entiendo —dijo Simonni.

—¿Y tú? ¿Cómo conseguiste sobrevivir en la travesía?

—Yo sabía que por la época del año íbamos a encontrar tormentas, pues en todo el mar Mediterráneo las hay cuando comienza el otoño, y me preparé. Llevaba varias sacas pequeñas con frutos secos, uvas pasas de Corinto, dátiles, e higos. Además tenía metidas entre la ropa, varias ánforas pequeñas llenas de agua que, racionándolas, me permitieron pasar los días —dijo Simonni.

—Veo que fuiste más inteligente que yo. A mí no se me ocurrió. Estaba angustiado y preocupado pues presentía que algo no iba a ir bien, antes de embarcar.

—Y de las mercaderías que trajiste en la caravana de la Ruta de la Seda, ¿perdiste mucho? —preguntó Lutrecio.

—Afortunadamente nada. ¿Y tú?

—Me lo robaron casi todo, pues en mi estancia en el hospital no lo pude vigilar.

—¡Qué mala suerte! —exclamó el mercader—. ¿Y cómo te las arreglaste para salir adelante? ¿Qué has hecho desde que saliste del hospital?

Haciendo una pausa, Lutrecio inició su relato:

—Por una parte no tenía mucho dinero, y por otra, tenía la intención de dedicarme a la penitencia el resto de mi vida, para compensar mis excesos con la bebida y con la lujuria, cómo te comenté antes. Un día caminando por la ciudad me encontré con un mozalbete que había pertenecido a un grupo de cómicos, de los que solamente habían sobrevivido a la peste su padre y él, y que quería vender su carromato y el caballo que lo tiraba. Después de pensármelo, vendí las pocas mercancías que me quedaron, y con el dinero que me dieron, decidí comprarlo y el chico aceptó la invitación de quedarse conmigo. Y entre los dos montamos un espectáculo de flagelación.

—¿Cómo lo montaste?

—La cubierta del carromato, que era de lona, la pinté con las caras de varios santos mártires, con coronas de espinas en la cabeza. El resto de la madera del carro la pinte de color morado. Construí unos soportes de madera y sobre estos exponía diferentes escenas de la pasión de Cristo, que encargué a un pintor. Una de ellas tenía la imagen del Redentor soportando una cruz, otra la crucifixión de Cristo, etc. Tenía hasta diez lienzos, y según las circunstancias montaba el espectáculo de flagelación sobre un lienzo u otro.

—Pero, ¿el espectáculo en vivo cómo lo hacíais?, me refiero a la flagelación —quiso saber Simonni.

—Después de tender la sabana que me convenía, y de animar y exacerbar con un discurso sobre los pecados y la necesidad de penitencia a los asistentes que se congregaban, me desnudaba el torso, y con ayuda de cilicios me golpeaba la espalda, y me clavaba espinas en la cara. En ocasiones, el ayudante me ataba las manos al carro, y me daba latigazos con un fuste que tenía clavos de hierro, y que provocaba que la sangre manara abundantemente. Esa sangre era recogida en una pequeña ánfora, y servía para bendecir después a personas enfermas y a sus familiares.

—Pero eso debe de ser muy doloroso —dijo Simonni.

—Sí que lo era, hubo veces que hasta perdía el sentido y me quedaba tendido en el suelo.

»En una ocasión, el espectáculo lo hicimos teniendo por detrás del carro un terraplén, y debajo un zarzal muy denso, y para dar más veracidad a mi sufrimiento, me caí de espaldas, y cuando me pude levantar, mi dorso, mis brazos y mi cara parecían una yacería. La gente gritaba nerviosa y compungida.

—Que barbaridad —exclamó Simonni—. ¿Y la gente qué hacía? ¿Te daba limosna?

—Algunos me entregaban monedas, pero la mayoría querían que les bendijera sus reliquias. Otros pedían ungüentos mezclados con mi sangre para sus dolores, y otros, bebedizos para no coger la peste. Y así iba de pueblo en pueblo, pues las escenas eran comentadas por la gente y me servían para darme a conocer.

—¿Y los curas de los pueblos, que decían al ver que bendecías a la gente?

—Los curas no decían nada, pues muchos creían más en nosotros, los flagelantes, que en los representantes oficiales de la Iglesia. Veían que nuestra sangre era verdadera.

»Al cabo de un año —continuaba Lutrecio—, se unió a nosotros un sordomudo que tenía un loro que hablaba.

—Si no hablaba, ¿Para qué lo querías?

—El loro y él animaban mucho a la gente a ver al espectáculo, y las ventas de mis pócimas y ungüentos aumentaban mucho. Cuando el mozo me estaba dando latigazos en la espalda, el sordomudo lloraba, y sus lágrimas eran recogidas en una pequeña ánfora, con cuyo contenido se realizaban rituales para espantar a los demonios causantes de la peste.

»Además, aunque no hablaba ni entendía las palabras, sí comprendía el lenguaje de los signos, y también entendía un poco del habla a través del movimiento de los labios. A veces incluso quería hacerse entender con movimientos de su boca, pero solo le salían ruidos muy guturales. En cambio, si se entendía con el loro que llevaba mucho tiempo con él, y obedecía a sus señas, diciendo algunas frases y palabras como “pecador, penitencia”. El mudo lo que sí intuía muy bien era el lenguaje del garrote y de los palos. Según me quiso decir una vez, cuando era pequeño, el cura de su parroquia estaba empeñado en hacerlo hablar, pues decía que no lo hacía porque tenía el demonio dentro. Y lo intentó una y otra vez, a base de grandes tundas y palizas, aunque no lo consiguió. Debió de recibir muchos, pues todavía hoy recela de cualquier cosa que se parezca a un bastón.

—¡Pobre hombre! —exclamó Simonni.

—Sí, desde luego —continuó—. Y así, poco a poco fui ganándome la reputación de flagelante, y mucha gente venía a verme y a conocerme. En ocasiones eran grupos enfervorecidos. Muchos decían que yo era un mártir, y que mi sangre era sagrada, y no solo me purificaba a mí sino a todos los que la tocaran. Todo lo que hacía o decía, tenía importancia.

»Las gentes que acudían a verme imploraban al cielo, sacaban las reliquias de las iglesias, y realizaban rituales eclesiásticos, para que Dios perdonara a los pecadores, y se acabara la peste. En varios pueblos se expulsó a las prostitutas, por ser símbolo del pecado, y a los judíos, pues fueron ellos los que crucificaron a Cristo.

—¡Pero que culpa tenían las putas y los judíos! —exclamó Simonni.

—En una ocasión, aparqué el carromato cerca de una taberna, saqué la manta y la sabana que tenían todavía sangre de la vez anterior, mi socio me ató las manos y empezó a golpearme, con tanta fuerza que mi espalda empezó a sangrar con abundancia. Se reunieron con rapidez personas que empezaron a rezar un rosario y a elevar plegarias a los santos para que se acabara la epidemia, y cuando las camareras y el propio tabernero salieron a ver la flagelación, la muchedumbre que asistía con fervor y devoción al espectáculo, la emprendió a golpes contra ellos, por lo que tuvo que acudir un alguacil a poner orden.

»En otra ocasión puse el carromato cerca de una fuente donde muchas personas acudían a llenar de agua sus ánforas. Yo empecé el espectáculo como siempre, pero con la mala suerte de que había una familia judía que vivía en una casa próxima. Cuando el padre de la familia salió a la calle, la muchedumbre lo increpó, lo abucheó y lo golpeó acusándolo de ser ellos, los judíos, los responsables del envenenamiento de los pozos que causaban la epidemia. En aquel momento pasaba la duquesa de Calabria, en un coche tirado a caballo, quien viendo en peligro de muerte al judío, y dándose la circunstancia de que lo conocía, mandó parar a su cochero, se bajó, y abogó por él ante la multitud. Habló conmigo, y me pidió que intercediese, ya que querían lincharlo y matarlo, pues decían que habían sido los judíos los responsables de la muerte de Cristo. Yo tercié para que no corriese más sangre, y la duquesa me invitó a su palacio para conocerme personalmente.

»Acudí a su llamada, y estuve hablando con ella toda una tarde. Le conté mi viaje por la Ruta de la Seda, y de mi experiencia como flagelante. Al cabo de dos semanas me envió a un sirviente para invitarme a una fiesta. Allí conocí a una de sus damas de compañía, a quien acudí a visitar después en numerosas ocasiones. En las fiestas se tocaba agradable música de laúdes y flautas y abundaba el sexo y el vino. Por otra parte los efectos de la peste iban debilitándose, habían perdido virulencia y fuerza, y la mayoría de la gente que había sobrevivido quería empezar a vivir de nuevo. Era como una nueva primavera y poco a poco dejé de ser flagelante para emborracharme y adquirir todos los vicios que eran comunes en el palacio. Transformé mi carromato, me junté con otros cómicos y me hice actor.

—O sea que conociste a la duquesa —Le dijo Simonni, riéndose—. La duquesa siempre poniendo una vela a Dios y otra al diablo. Y apuesto a que el sordomudo del que yo oí hablar se lo proporcionaste tú junto con el loro.

Ambos se rieron.

—La duquesa se hizo con el servicio del sordomudo y quiso comprar el loro, aunque no se lo aconsejé, pues era muy indiscreto y tenía buena memoria para repetir lo que oía. Ella se reía, e insistía en que por esa misma razón quería comprarlo. Finalmente accedí a que se quedara también con el mudo que era quien mejor entendía al pájaro.

Muy interesado, Lutrecio le preguntó:

—¿Y a ti cómo te fue la vida estos tres últimos años?

—He seguido con mi negocio de comercio de productos de los chinos y de los tártaros. Organizo caravanas que llevan productos de Italia hacia esas tierras, los vendo, y de regreso traigo productos de esos lejanos países. Un asunto de trueque.

—Y la peste, ¿No ha afectado a los negocios que manejas?

—Yo creo que la peste afecta con más fuerza a los que huyen de ella y le tienen miedo. He vivido en el campo estos cuatro últimos años, y el número de muertos aquí es mucho menor y creo que es debido a que solo en la ciudad se acumula tanta suciedad y hay tantas ratas y piojos. ¿Y tú qué piensas?

Lutrecio lo miró y se quedó callado.

—Se ve que la dama de compañía de la duquesa te hizo cambiar de opinión.

—Sí, así fue —dijo, permaneciendo un tiempo en silencio.

—Pero cuéntame, ¿qué has hecho además de tus negocios con el oriente?

—He salido con mucha frecuencia a cazar con el duque de Calabria y el conde de Montesino. Son muy amigos míos desde la infancia, y la caza es uno de mis entretenimientos favoritos, después del de asistir a las fiestas que organiza la duquesa y la esposa del conde, como a las que te invitaron a ti, donde acuden representantes de la nobleza y de la Iglesia, como el obispo de Padua.

—Por cierto —dijo Lutrecio—, conocí en casa de la duquesa a un eunuco que es consejero del duque.

—Sí, así es, el duque se casó en contra de la opinión del Papa Ambrosino, y para anticiparse a los movimientos de este en su contra, le hizo una propuesta a un eunuco que vivió muchos años en la corte papal, para que lo asesorase y viviese permanentemente con él. Este hombre sabía todos los movimientos e intenciones de Ambrosino, además de conocer a sus amigos y enemigos. Es un personaje frío y vengativo, y muy buen psicólogo. El duque lo tiene como consejero, siempre presente en todas partes y enterándose de todo. Le permite jugar sus cartas para vengarse de todos los que lo humillan por su condición, tanto sirvientes como otros personajes de la escena pública, incluidos los eclesiásticos, de quienes conoce todos los chismes y andanzas. Aconseja también al conde en sus litigios con el Papa.

—Para que veas como es este eunuco, te contaré lo siguiente: En una de las primeras fiestas a las que acudió el obispo, que no era bien visto por el duque, y a quien ni siquiera se invitaba, aunque se lo toleraba solo para anticipar sus maniobras, este le comentó al eunuco que no quería verlo de nuevo por allí, y que ideara alguna estratagema para que no volviese.

—¿Y cuál fue la estratagema? —inquirió Lutrecio, con curiosidad.

—El eunuco organizó una carrera de cojos, como uno de los actos principales de una gran fiesta a la que acudiría el obispo. Con discreción, reclutó a los lisiados de Messina, y los llevó hasta el palacio, y asignó al obispo la tarea de entregar el premio al ganador en la carrera, pues éste era lisiado de nacimiento, tenía una pierna más corta que la otra, y siempre que podía, ocultaba su cojera mostrándose sentado. Y se vio en la situación de tener que caminar para entregar el premio al ganador del concurso, mostrando así su pasear ante toda la gente congregada, que aplaudió con gran entusiasmo el paseíllo.

—¿Y volvió el Obispo? —preguntó Lutrecio.

—Solo asiste cuando tiene algún interés importante. En una ocasión —dijo riéndose—, supe que la duquesa tenía a su servicio un sordomudo que tenía un loro, aunque no sabía que eras tú quien se lo habías proporcionado. Pero te cuento la anécdota: El sordomudo, que sabía leer los labios se enteró que el barón de Calabria, que además de noble era eclesiástico, y que también acudía a las fiestas sin ser invitado, le había confesado quejumbroso al obispo, que su amante le era infiel, que estaba triste y que era un cornudo, pero que nadie conocía al individuo, para poder quejarse a él. El mudo se lo comunicó por señas al eunuco, y éste al duque, que con la ayuda del conde, tendieron una trampa al deán. Le dijeron al sordomudo que se acercara al canónigo, y que lo llevara a las bodegas de palacio y que le dijera con señas que al día siguiente se escondiera entre unas pieles de cabra que había en el pajar a las seis de la tarde, pues probablemente era allí donde acudiría su amante con su querido. Este accedió, acudió a la bodega y se tapó con unas pieles de cabra. Después llegaron en silencio todos los amigos del duque y del conde, echaron unas mantas sobre las pieles y le dieron una somanta de palos, riéndose mucho del cornudo, que anunciaba su condición con tanto sufrimiento.

»El eunuco, continuó Simonni, invitaba a las fiestas a todos los cornudos de la ciudad, que eran muchos y a sus mujeres, pues en las fiestas todos hablaban unos de otros enterándose de sus intimidades.

Después de darse un respiro por la risa que le causaba contar el incidente, dijo refiriéndose a sus amigos, el duque y el conde:

—Son unos vividores. Dicen que la vida es muy breve para desaprovecharla.

El flagelante se levantó y mirando al sol reflejado en el mar y ya al atardecer, desde la taberna del puerto de Messina, dijo volviéndose al mercader:

—Así será.

Ángel Villazón Trabanco

Ingeniero Industrial

Doctor en Dirección y Administración de Empresas

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