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Un retrato de Baroja

lunes 26 de diciembre de 2022, 07:00h
Retrato de Pío Baroja por Pablo Ruiz Piccaso
Retrato de Pío Baroja por Pablo Ruiz Piccaso

Tomo como asunto de estas líneas la reproducción que guardo del retrato perdido durante la guerra de Pío Baroja, por Pablo Ruiz Picasso —observen que aún mantiene el Ruiz en la firma—, pues este día de los Inocentes se cumplirán ciento cincuenta años del nacimiento de don Pío en San Sebastián, bajo un bombardeo carlista, orquestado por el canónigo Manterola. Hecho que Baroja consideró signo y empresa de su vida, y ahí nos legó, como indudable prueba, las veintidós novelas del ciclo Memorias de un hombre de acción (1913-35) donde, usando a su pariente Aviraneta, se dedicó escurrirse entre y contra la maldición que padeció y aún padece este país; pues basta con contemplar ahora el rostro y el tono de los independentistas, para percibir la hedentina a turbio desván y a cerril venganza del carlismo.

En cuanto al retrato, se perdió durante los combates de la Ciudad Universitaria, pues se albergaba en el hotelito de los Baroja, donde en cada planta habitaba uno de los hermanos, e incluso en su sótano tenían la imprenta para la editorial familiar, Caro Raggio —apellidos de don Rafael, cuñado de don Pío y padre de don Julio, el gran antropólogo—. Se hallaba el chalet en la entonces calle del Mirlo Blanco; hoy, de Juan Álvarez de Mendizábal —a quien bosquejó desdeñosamente nuestro novelista—, o como de común la llamamos: de Mendizábal; intermedia y paralela de la de Princesa y del Paseo de Rosales, en el barrio de Argüelles. En aquellos años, destartalada vía desde el Cuartel del Príncipe Pío hasta la recién inaugurada Modelo, cabo por poniente de la ciudad, y lugar por cuyos desmontes, algunos lustros antes, pasearon entre chabolas, lavanderas y perdularios de la cárcel el novelista y su maestro Pérez Galdós, divagando sobre los trucos constitutivos del relato, sobre el siglo que ya se les escapaba, el Diecinueve, y sus pomposas y catastróficas figuras, pero con la vista y el oído puesto en los decires y jaeces de los tipos que por allí andorreaban.

Además, esta pintura desaparecida de Picasso es una de las escasas pruebas de sus aciagos meses en Madrid, cuando fundó la efímera —apenas duró cuatro números, de marzo a junio de 1901— Arte joven, con el zascandil de don Ricardo, el hermano de don Pío, y cuando sobrevivió entre helores de pura tiritona, en la calle de san Pedro Mártir, compartiendo escalera con Pepe Isbert, el actor; por cuanto la leyenda popular pregona que pasaban los ratos muertos —es decir; entre visita y visita al Prado del joven genio— tirando de naipe. Si se fijan, Picasso presenta a Baroja con un gesto semejante —de pie e interrogador— al plasmado, tres o cuatro años después, por el retrato de Ramón Casas, maestro de Picasso y de su generación barcelonina —los Nonell, los Anglada Camarasa, los Mir…— como testimonia un elocuente dibujo de Manolo Hugué, en Els Quatre Gats; coincidencia que siempre me ha suscitado cierta malicia.

En cuanto al Baroja retratado, se trata del integrante del “grupo de los tres”, con Azorín —aún Martínez Ruiz— y Maeztu. Es un Baroja que reviví en sus memorias, Desde la última vuelta del camino (1944-49); en concreto, en los volúmenes centrales y que más estimo porque disfruté con la avidez desmadejada: Final del XIX y principios del XX (1945), Galería de tipos de época (1947) y La intuición y el estilo (1948). Por estas páginas de una socarronería peculiarmente cáustica desfilan la tropa de los políticos —los viejos republicanos, Pi y Margall, y Castelar; y los del momento: Romero Robledo, García de Polavieja, Silvela y hasta el torero Mazzantini de postinero concejal—, o los hermanos Sawa y el resto de la crápula bohemia, o sus compañeros de generación: Azorín con sus ingenuidades, Maeztu con sus arrebatos, Blasco Ibáñez, de negro de Fernández y González a nuevo y rumboso rico, o los híspidos soliloquios de café de Unamuno, o la bizarría hojalatesca de Valle-Inclán; y aun los escritores anteriores, como el ya ciego don Juan de Valera, o el estrafalario y entrañable Silverio Lanza y, claro es, el ineludible Galdós. Y, por supuesto, Picasso. Es un Baroja que inicia sus constantes visitas a París, donde verá pasar a Oscar Wilde hundido en la decrepitud y donde se enamorará de una dama rusa; un Baroja que también viajará a Londres y después a Suiza con Paul Schmitz, como preludio de sus incesantes recorridos europeos, aunque su sempiterna boina parezca desmentírnoslo tan a menudo. Un Baroja que ha publicado Vidas sombrías y La casa de Aizgorri (ambos títulos de 1900) y Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox (1901), y que va a iniciar esa novela tan noventaiochista, Camino de perfección (1902), en la casa de Azorín, en Monóvar. Un Baroja que va a liquidar la panadería de su tía abuela, en la calle que aún lleva su nombre —tahona cuya firma comercial, Viena Capellanes, todavía pervive— y que coloca sus artículos aquí y allá, como los de crítica teatral, en El Globo, que tantas malquerencias le acarrearon; pero, ante todo, un Baroja joven y observador sorprendido de aquel Madrid, ahíto de su denostada torería y olvidadizo del desastre de ultramar; un Madrid zarzuelero y de la trampa, tan redicho como nostálgicamente liberal.

En fin, un Baroja que les recomiendo y que por este retrato me permite también recordar a Picasso, cuyo cincuentenario llama a la puerta.

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