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Pablo Ruiz Picasso
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Pablo Ruiz Picasso

Don Pablo y España

lunes 17 de abril de 2023, 07:06h
Cuando era niño y, como dijo Cela, en este país mandaba un célebre general gallego que salía en los sellos de correos, todos sabíamos que Picasso era el pintor más importante del mundo, aunque no pudiese pisar España o no le diese la gana, dado que Porcioles le había puesto un museo en Barcelona y no dejaban de visitarlo los turistas; y entonces, los turistas y los americanos eran lo primero; después, veníamos todos los demás, en cola y sin rechistar.

Pero en mitad de un telediario en blanco y negro, de ahora hace justo cincuenta años, Picasso se nos murió, y aquellos ministros tan redichos y diligentes que se estilaban en la época no supieron qué hacer; por su parte, el general ni siquiera envió el consabido motorista con un pésame -tras la suite que le dedicó, no procedía- y todos nos quedamos un poco desairados porque del cadáver se apoderó la República francesa, con su escuadrón de coraceros, su Marsellesa (1792) y su Torre Eiffel, muy a pesar de que don Pablo nunca le admitiese la nacionalidad; y miren que se la ofreció veces. Pero en un momento anterior, cuando realmente la necesitaba, se la negó; y luego, en cuanta ocasión asomó la propuesta, don Pablo se encendía un pitillo, entornaba los ojos cetreros que se gastaba y esbozaba una sonrisa.

En efecto; don Pablo se la guardaba: su orgullo ibérico así se lo exigía, y además, disponía de los españoles. Y sobre devorar cuanto óleo veía para mejorarlo y a extremos insólitos, jamás dejó de retratarnos, de arriba abajo y de Este a Oeste; en cada trazo, en cada mezcla de color, en cada elemento de la composición latíamos; al punto que don Pablo percibía como le echaba un pulso a Velázquez y a Goya, por más que le fastidiase -y le fastidiaba un rato largo- a don Salvador el de Figueras. Y mientras este no dejaba de armar numeritos la mar de extravagantes con funambulistas, enanos y travestones, de soltar ocurrencias muy elaboradas para aturdir a la prensa y de enseñarnos unos cuadros de pura filigrana con los que dejarnos pasmados; don Pablo, erre que erre, primero en aquel alto galpón de París y, luego, en las dos o tres alquerías de la Costa Azul que se agenció, perseveraba en lo suyo: en cambiar, con nuestro aliento prendido en su pulso, la visión del hombre sobre el mundo. Y vaya si lo alcanzó.

Ningún artista, ni Schönberg, ni Stavinsky, ni mucho menos los literatos; quizá solo Gropius y sus escolares de la Bauhaus, consiguieron como Picasso mutar, durante el s. XX, la percepción más cotidiana y táctil del mundo.

Pero a don Pablo le gustaban las mujeres, los toros y el anís; es más, se dibujaba de minotauro peludo y encastado en Saltillo, con el miembro enhiesto y persiguiendo a una correteadora Nausica; y ahí la jodimos. Porque ahora, cuando se cumple el cincuentenario de su muerte y no han hecho sino anunciarse las celebraciones y los congresos -por cierto y es muy elogioso, hispano-franceses; con actos a un lado y a otro de los Pirineos, e incluso en Nueva York-, ya ha comenzado la conduerma de los vaivenes con sus sucesivas mujeres -Fernande, Eva, Gabrielle, Elvira, Olga, Marie-Thérèse, Dora, Françoise, Jacqueline.- a ver si hozando en su cama le afean el legado. Y en cualquier momento aparecerá la ñoña performance de los "animalistas" a la puerta de la exposición donde se exhiba alguna de las mejores piezas de su tauromaquia y, entre tanto, un articulito por aquí y otro por allá aventando este o aquel pasaje sórdido con pretensiones de elevarlo a suceso determinante de su biografía; en fin, todo ese buitreo rastrero, que aun disfrazado de la muy respetable "libertad de expresión" y bajo una desenvuelta gorrilla de baseball y mochilita al hombro no puede ocultar su avasallante intolerancia y su perniciosa iconoclastia. Tal es así que su cerril desprecio por el conocimiento me recuerda ineludiblemente ese funesto s. IV con su destrucción del Mundo Clásico, o si prefieren y en una época más cercana, a aquella España siniestra de murmurio a escarmiento y de rosario amargo y cejijunto, y encima, como en aquella desdichada centuria que franqueó el Medievo o durante estas otras décadas pasadas de nuestra nación, envolviendo su perversa vileza con el límpido nácar de la bondad.

Confío en que estas pútridas acechanzas pasen como una mala calentura y don Pablo permanezca incólume en los museos y sobre las chimeneas más afortunadas, con su violencia jocunda y con ese sudor sofocante de la pasión, porque don Pablo es, en cada una de sus láminas, un trozo de vida joven, vigorosa, urgente. Ya se lo dijo a Cela: "Camilo, desengáñate; el que ha sido joven, lo es siempre". En cuanto a los de la mochila y la sudadera con capucha, se me antojan los veros herederos de quienes llamaban al general "mi caudillo", y antes habían cantado con fervor el Oriamendi (1837), y mucho antes, habían delatado por judeizar y, cuando ni lo recordamos, arrasado templos y bibliotecas. Lo malo es que me ha tocado verlos renacer, y lo peor es que este gobierno, llamado progresista, se complace en engordarlos. En suma, que Alfonso Guerra se equivocó porque a este país todavía lo reconoce la madre que lo parió, y los turistas y los americanos siguen siendo lo primero.

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