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Manuel Vázquez Montalbán
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Manuel Vázquez Montalbán (Foto: Archivo)

LA FICCIÓN Y LA HISTORIA

Por Osvaldo Gallone
viernes 28 de julio de 2023, 12:11h

Merece la pena detenerse no sólo en la enunciación, sino en las derivaciones que de la misma dimanan a propósito de un concepto que Werner Jaeger sitúa al comienzo de su inestimable Paideia (F.C.E., México, 1957) explicando, precisamente, la palabra que da título a su obra: “Los antiguos tenían la convicción de que la educación y la cultura no constituyen un arte formal o una teoría abstracta, distintos de la estructura histórica objetiva de la vida espiritual de una nación. Esos valores tomaban cuerpo, según ellos, en la literatura, que es la expresión real de toda cultura superior.” ¿Qué rasgo distintivo, puede cualquiera interrogarse, hace de la literatura “la expresión real de toda cultura superior”?.

Galíndez
Galíndez

Uno de los tantos escritores que más ha reflexionado sobre el ejercicio y la esencia de la literatura es Milan Kundera. En El arte de la novela (Tusquets, Barcelona, 1987) afirma: “Hay que comprender lo que es la novela. Un historiador relata acontecimientos que han tenido lugar. (…). La novela no examina la realidad, sino la existencia. Y la existencia no es lo que ya ha ocurrido, la existencia es el campo de las posibilidades humanas, todo lo que el hombre puede llegar a ser, todo aquello de lo que es capaz. (…)… existir quiere decir: ‘ser-en-el-mundo’. Hay que comprender como posibilidades tanto al personaje como su mundo” (pp. 53, 54; el destacado corresponde al original). Y agrega: “El novelista no es ni un historiador ni un profeta: es un explorador de la existencia” (p. 55). Tal vez sea ésta, entre otras peculiaridades, aquella que torna a la literatura “la expresión real de toda cultura superior”: es una exploración de la existencia, un vehículo privilegiado de cognición incluso frente a la Historia. La historia como ciencia, en efecto, mira hacia atrás, evalúa, generaliza y concluye; e incluso el revisionismo histórico, en sus mejores momentos, modifica las pautas periclitadas para imponer otras. No es mérito menor, sino más bien mayor, el de la historia como ciencia. Su instrumental está integrado por documentos, datos y protocolos; su labor comporta la exigencia del mayor margen de exactitud posible; debe ser fiel al sujeto o suceso que estudia con un expediente probatorio que la respalde. La ficción, en cambio, tal y como se pronuncia Kundera, es la suma de las posibilidades y el único requerimiento que la constriñe es el de la verosimilitud. El mero hecho de que existan nombres propios que se hayan adjetivado revela el triunfo de la ficción aun en el espacio del habla cotidiana: kafkiano, quijotesco, felliniano… Cuando en el imaginario de cualquier sujeto se representa la muerte de Julio César, no es, por cierto, la muerta real la que se concibe, sino aquella que propuso Shakespeare sobre el escenario del teatro isabelino. Hay un sinnúmero de expresiones coloquiales que se creen fundadas en el ingenio popular (que, por cierto, existe y por fortuna abunda), y no son otra cosa, en verdad, que citas que se pueden hallar en el Quijote. No hay documentalista que pueda otorgarle tanta encarnadura al emperador Adriano como la que tiene en la novela de Marguerite Yourcenar, o más perfiles de viva realidad al revolucionario Espartaco que los que le proporcionó Arthur Koestler en Los gladiadores. Todas ellas son ficciones que reconocen su origen en la Historia, vale decir: en lo que pasó, sin rectificación ni enmienda posible; el pasaje al plano ficcional se finca en lo que pudo haber pasado, fértil territorio en el que caben todas las variantes (existenciales) posibles.

La historia

Es una historia que puede ser recabada en cualquier perfil biográfico más o menos documentado. Jesús de Galíndez Suárez nace en Amurrio, en la provincia vasca de Álava, en 1915 (aunque hay datos fidedignos de que su nacimiento se produjo en Madrid). Se gradúa de Derecho en la Universidad Central de Madrid en 1936, estando ya vinculado con el P.N.V. (Partido Nacionalista Vasco).

En el transcurso del año 1939, casi al término de la Guerra Civil Española, da comienzo su largo periplo de exiliado. Cruza la frontera francesa por el puente de Bourg-Madame y los franceses lo mantienen cautivo en el campo de internamiento de Vernet, de donde logra escapar rumbo a la República Dominicana, ya bajo la tutela de Rafael Leónidas Trujillo en un régimen que va a resultar, a la postre, una de las dictaduras más sangrientas del continente. Allí vive más de seis años relacionándose con los actores intelectuales del medio, hasta que las relaciones de las dictaduras de Franco y Trujillo comienzan a estrechar intereses, lo cual reconoce como resultado la frecuente desaparición y muerte de muchos militantes radicalizados residentes en territorio dominicano.

José Antonio Aguirre, militante, dirigente del PNV y primer lendakari (presidente de la Comunidad Autónoma Vasca), lo acompaña y le facilita su ingreso en New York. Allí se licencia en Filosofía por la Columbia University, donde se acepta su tesis doctoral titulada La era de Trujillo: un estudio casuístico de dictadura hispanoamericana.

Para evitar la publicación de la tesis en forma de libro, Trujillo ordena su secuestro, su traslado a la República Dominicana y su muerte, que se consumó en junio de 1956, se oficializó en agosto de 1963, pero su cadáver nunca fue hallado.

Según consta en los informes al respecto del F.B.I., en la preparación, secuestro y encubrimiento del crimen de Galíndez participaron alrededor de treinta y cinco personas.

La ficción

El nacionalista vasco volvería a ser personaje de una novela que se publicaría una década después de la de Vázquez Montalbán: La fiesta del Chivo, de Mario Vargas Llosa (Alfaguara, Buenos Aires, 2000): un fresco de la dictadura trujillista en torno a la memoria de Urania, hija de Agustín Cabral, uno de los funcionarios egregios del régimen, y vejada en su momento por Trujillo. Allí, la figura de Galíndez es esencial (como, en efecto, lo fue históricamente), pero episódica (pp. 111 et passim). En la novela de Montalbán (Galíndez, Planeta, Barcelona, 1990; se cita por esta edición) es central, y en torno de ese cuerpo ausente se mueven todas las presencias de la trama.

Muriel Colbert, alumna del Departamento de Historia Contemporánea de la Yale University, y guiada por su director de estudios, Norman Radcliffe, decide escribir una tesis titulada La ética de la resistencia: el caso Galíndez, merced a la cual decide seguir el itinerario de Galíndez (desde Amurria hasta New York) y esclarecer los misterios que rodean su desaparición, si bien teniendo en claro, desde el comienzo, los escollos casi insalvables que la aguardan: “No quiero saber toda la verdad sobre el caso Galínez, sólo quiero saber una verdad” (p. 24); pero ni siquiera esa sola verdad le ha de ser posible inferir porque donde pone el acento la novela, como se verá, es en dos tipos de labilidad que se interpenetran y complementan: la labilidad del sujeto y, en consecuencia, la de la verdad.

Durante su breve estancia en Amurria traba estrecha relación con el joven Ricardo Santos Migueloa, abogado y funcionario del Ministerio de Cultura español, hasta que lo abandona para ir tras los pasos de Galíndez a la República Dominicana.

A partir del primer apartado (ya que el texto no está separado explícitamente en capítulos), el narrador adquiere un tono que ya no abandonará: una oscilación entre la tercera persona muy cercana (y lejos de la omnisciencia del clásico narrador decimonónico) y la interpelación directa a sus personajes. Vale la pena destacar este recurso porque, merced al mismo, Montalbán logra desde las líneas iniciales transmitir un clima de intimidad que, de modo inevitable, tiende un puente de plata entre el lector y los personajes. En el segundo apartado, por ejemplo, el diálogo (entre Norman Radcliffe y un agente de la C.I.A.) cumple de manera ejemplar y sin la menor mengua la función narrativa: transmite datos, perfila personajes y crea una atmósfera peculiar al tiempo que la trama avanza. Recurso parecido echa mano al comienzo del tercer apartado: alterna un tono que oscila entre un singular monólogo interior en tercera persona y el narrador interpelando al personaje, al tiempo que se interpola el interrogatorio al que es sometido Jesús Galíndez recluido en la cárcel privada de Trujillo, en República Dominicana. Asimismo, en el transcurso del apartado séptimo se describe la sesión de tortura a Galíndez; resulta un pasaje estremecedor y, a un tiempo, narrado de modo impecable en la medida en que Vázquez Montalbán logra descender hasta la hondura de un dolor sin fondo, de un dolor exquisito sobre la superficie de un cuerpo que se contorsiona y se retuerce “como si el miedo se convirtiera en dolor o el dolor en materia de miedo” (p. 151).

A lo largo de la novela no hay un solo personaje plano o de una sola pieza, todos son poliédricos, rasgo tributario, sin duda, de la fructífera y prolongada relación de Vázquez Montalbán con Pepe Carvalho y los principios constitutivos de la llamada “novela negra” o hard-boiled o “novela dura”. Un género que comporta varias y variadas diferencias con el policial clásico (a la manera de Conan Doyle, Edgar Allan Poe o Agatha Christie), pero fundamentalmente una, a partir de la aparición en 1929 de una novela señera: Cosecha roja, de Dashiell Hammett: sumergido en la ciudad de Personville (a la cual denominan “Poisonville”: literalmente, “ciudad ponzoñosa”), el agente de la Continental debe asumir que está cautivo en la intrincada red de una trama hilada con una infinita cantidad de mentiras, ardides y estratagemas y, por si ello fuera poco, él mismo se ve compelido a comportarse como un integrante del mundo del hampa. No hay personajes íntegros o despreciables, buenos o malos, razonables o insensatos, sino una mixtura que ni el detective más sagaz sería capaz de disociar y distinguir a los efectos de un análisis minucioso. Por ello no es irrelevante que en el apartado décimo cuarto, casi sobre el final del libro, Muriel Colbert defina a Galíndez en los siguientes términos: “No es un justo a la manera de Camus, a la manera como Camus quiso codificarlos y sancionarlos” (p. 318).

Es harto conocido el argumento de la obra teatral de Camus representada por primera vez en París el 15 de diciembre de 1949: aproximadamente en el año 1905, en plena Rusia zarista, un grupo de terroristas ultima los detalles del atentado contra el gran duque Sergio. Uno de ellos, Kaliayev, será el encargado de arrojar la bomba al paso del gran duque. Pero falla, fracasa, el carruaje del gran duque continúa su marcha y la bomba no estalla. El gran duque iba acompañado por sus dos sobrinos, dos niños contra los que Kaliayev no puede atentar. La obra plantea, metaforizando la situación social y política que vive la Francia de la post-guerra, una pregunta fundamental para Camus: se trata de saber si todos los medios son legítimos para llevar a cabo una revuelta, una revolución. La respuesta que dimana de la obra de Camus es contundente: no. Aun la causa más justa (la causa de la justicia, de la libertad) debe reconocer, al menos, un límite: el límite de la moral; de no hacerlo, de modo inevitable el revolucionario triunfante terminará por convertirse en intolerable opresor del pueblo al que, en su hora, quiso liberar. Ésta es, en verdad, la genuina causa de la célebre polémica entre Sartre y Camus, o entre la certidumbre a carta cabal y la duda, o entre la acción irrestricta y la reflexión moral. Uno de los límites morales de la causa revolucionaria es el gratuito asesinato de un niño, lo cual no impide en absoluto que el concepto de justicia sea inseparable del de rebeldía; de manera inequívoca, alguna vez Camus afirmó: “El cristianismo, en su esencia, es una doctrina de la injusticia (…). Está fundado en el sacrificio del inocente y en la aceptación de ese sacrificio. La justicia, por el contrario (…), es inseparable de la rebeldía.”

Sin duda, Jesús Galíndez no es uno de los justos camusianos –lejos de ello-, como tampoco ninguno de los restantes personajes de la novela (salvo Muriel Colbert) pueden arrogarse tal estatuto. Para todos ellos, los límites de la demarcación moral son sinuosos, frágiles, zigzagueantes.



¿Quién es Galíndez? ¿Quiénes son todos?

En el prólogo de El idiota de la familia (Editorial Tiempo Contemporáneo, Buenos Aires, 1975, tomo I), Sartre se pregunta: “¿Qué podemos saber, hoy, acerca de un hombre?” La respuesta, tácita y en extremo optimista de Sartre, es: todo. Más prudente (más realista), la respuesta que se infiere de la lectura de Galíndez es: poco, casi nada.

¿Quién es Galíndez? En principio, y tal como lo define de modo lúcido Muriel Colbert, “un profeta impuro” (p. 317). Pero a medida que la protagonista va recabando testimonios sobre su héroe, la identidad del mismo se torna más resbaladiza, progresivamente lábil, inaprensible: una escritura sobre el agua que se va disolviendo ante los ojos asombrados de Muriel y la mirada sorprendida del lector.

Para Francisco Ayala, uno de los tantos exiliados españoles que ha compartido tertulia y trabajo con Galíndez, éste era un personaje menor, un mistificador: “a los profesores, al menos los de mi círculo, los del círculo de profesores, Galíndez siempre nos pareció un, un, zascandil, eso es, un zascandil” (p. 80). No menos decepcionante para Muriel es el juicio de otra profesora, Margarita Ucelay: “La verdad es que jamás nos tomamos en serio a Galíndez, en eso coincido con lo que le ha dicho Ayala” (p. 85). José Israel Cuello, ex secretario general del P.C. y guía de Muriel Colbert en la República Dominicana, le advierte: “Prepárese a creer sólo la mitad de lo que le digan” (p. 240). Muriel encuentra entre sus papeles unas fotocopias en las que se define a Galíndez como uno de “esos falsos intelectuales españoles” y un “payaso vasco” (p. 242). Parece cierto que Galíndez fue informante de los servicios secretos norteamericanos, tanto de la C.I.A. como del F.B.I., bajo el seudónimo de “Rojas” (pp. 106 et passim), pero los servicios secretos norteamericanos lo acusan de ser un agente soviético (p. 162). A Galíndez se lo encuadra como un doble y peligroso agente de inteligencia y, a un tiempo, como un informante menor; es, a la vez, mujeriego, pero se sospecha de su homosexualidad; frecuenta los círculos intelectuales de cada país donde reside, aunque no falta quien lo tilde de “falso intelectual”. Muriel Colbert enuncia con acierto impecable: “Galíndez es un misterio del comportamiento humano” (p. 249). Y un misterio, ya se sabe, es un punto ciego que, en ocasiones, se revela refractario a cualquier mirada, por aguda que ésta resulte. Quién fue realmente Galíndez parece una pregunta que se puede formular, pero que resulta imposible de responder.

Asimismo, el agente del servicio secreto norteamericano que tiene a su cargo el caso Galíndez (“caso Rojas 5075”) se presenta bajo el nombre de Robert Robards en su primera entrevista con el profesor Norman Radcliffe (pp. 33 y ss.), pero aparentemente su nombre verdadero es Edward Hook (p. 106), aunque cuando tiene que pronunciar su nombre auténtico dice “Alfred” (p. 193). Uno de los personajes mejor delineados de la novela, un agente de inteligencia que responde al rimbombante nombre de Voltaire O’Shea Zarraluqui es conocido como “don Angelito”. Una de las personas con quien se entrevista Muriel Colbert, el coronel Areces (pp. 284 y ss.), que se presenta como un próspero empresario de tabacos, no se llama Areces, no tiene rango de coronel y jamás se abocó al negocio del tabaco.

Es en este sentido que Galíndez se parangona con filmes como Ciudadano Kane (Orson Welles, 1941), Rashomon (Kurosawa, 1950), o una novela argentina como Rosaura a las diez (Marco Denevi, 1955): las versiones en torno a un sujeto o a un hecho son varias, variadas y contradictorias; ninguna es taxativa, pero todas son posibles; de cada una de ellas emana un colofón idéntico, pero al cual se accede por caminos distintos. En un repliegue de la novela sobre sí misma, se lee una frase que bien podría ser la definición de Galíndez: “Una historia llena de personajes que nunca fueron lo que aparentaban ser y que en cambio afirmaban ser de una pieza” (p. 344).

Qué se puede, pues, saber acerca de un hombre: poco, muy poco, casi nada.

La historia interminable

En su entrevista con Muriel Colbert, el presunto coronel Areces arriesga una hipótesis: el círculo que se abrió con la muerte de Galíndez se cerró con el asesinato de Trujillo (p. 289). El decurso de la novela y su final demuestran de modo palmario que la tal hipótesis resulta a todas luces ilusoria.

La estructura de Galíndez se sustenta en una arquitectura de simetrías y minuciosos paralelismos, lo que le confiere a la novela un particular ambiente de huis clos, un moroso infierno que no parece conocer remisión ni salida.

La investigación que lleva a cabo Muriel Colbert debe ser detenida pues, según entienden los servicios norteamericanos, resucita muertos que resulta necesario que continúen enterrados. Su desaparición, tortura y posterior muerte se corresponden punto por punto con el martirio al que fue sometido Jesús de Galíndez.

El título de su tronchada tesis de grado, La ética de la resistencia: el caso Galíndez, parece el envés de la trama de la tesis de grado de Galíndez, La era de Trujillo. Y ambos desaparecen por obstinarse en proseguir sus respectivas investigaciones.

Hacia el final, se transcribe una carta de Ricardo Santos Migueloa, la pareja de Muriel durante su estancia en Amurria, dirigida a Dorothy Colbert, la hermana de Muriel, en la que revela una serie de dudas respecto de su muerte y le transmite la firme decisión de viajar a Santo Domingo para iniciar, junto a la familia Cuello, la investigación pertinente. A consecuencia de ello, los hombres de los servicios de inteligencia deberán dar cuenta de Ricardo y del matrimonio Cuello a fin de que no remuevan aquello que es preferible que permanezca intocado. Tal es el principio vertebrante del concepto griego de Dikê: la sangre reclama la sangre, un crimen le sucede al otro, o, como rezaba la sentencia helénica: A aquel que hace, le será hecho. De modo tal que Galíndez urde una trama que culmina para volver a comenzar, asimilándose al mecanismo inagotable de una cinta sinfín.

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