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Los goliardos

Por Ángel Villazón
miércoles 15 de noviembre de 2023, 08:07h

Las expectativas generadas por la asistencia del cardenal y de la nobleza de Hamburgo a la ceremonia de ordenación de tres monjes, el domingo cinco de noviembre de 1290, llenaban de alegría el monasterio, la noche previa a la celebración. Uno de los motivos era que las rígidas normas de convivencia se relajarían, y la comida sería más abundante y variada.

Los goliardos
Los goliardos

Mientras tanto, esa noche, los monjes tomaban su aguada sopa de verduras, con un mendrugo de pan, pensando que tal vez al día siguiente les sería permitido comer algún trozo de asado o beber un poco de vino, para celebrar la ordenación de sus compañeros. Otros pensaban que quizás podrían romper el silencio absoluto que imperaba en las comidas y hablar un poco con el vecino de mesa. Tal vez podrían incluso gastar alguna broma. La mayoría creían que se relajaría el estudio y el trabajo de la traducción y copia de libros en la biblioteca.

Después de la frugal cena, dieron gracias a Dios por los alimentos recibidos, y el prior ordenó que se tocase el repique de campanas que llevaría a los monjes, todos en fila y en silencio a la iglesia, para los últimos rezos del día. Después de una hora de cánticos y oraciones, un nuevo toque de campanas marcaba la hora de retirarse a sus celdas, donde una tabla en el suelo con una manta y una silla, esperaban a cada monje para descansar.

Ya a la mañana siguiente y día de la celebración de ordenación, un nuevo repique levantó a los monjes una hora antes, para que acudiesen a la iglesia a pedir en oración, la ayuda de Dios en las duras y decisivas batallas que las tropas de la cristiandad estaban librando en San Juan de Acre. Los monjes, caminando de forma silenciosa, rodearon el claustro donde se ubicaba la biblioteca, su lugar habitual de trabajo, para dirigirse a la iglesia del monasterio. Dos antorchas iluminaban débilmente su camino, y su pálida luz se reflejaba en la nieve que había caído por la noche cubriendo todo el patio. Algunos monjes miraban al pasar los carámbanos de hielo que colgaban del arco de hierro del pozo y otros fijaban la vista en las ramas vencidas por la nieve acumulada del ciprés, que en su altura, se elevaba por encima del claustro. Así llegaron a la iglesia donde ocuparon sus respectivas posiciones habituales.

El padre prior se dio cuenta entonces de que faltaban Bernard, Sven y Gunard, que iban a ser ordenados sacerdotes ese mismo día, y ordenó que los buscaran, mientras se iniciaban los rezos y los cánticos previos a la celebración. Al cabo de unos minutos, el monje regresó con la noticia de que ninguno de los tres estaba en su celda. De nuevo, le dijo que los buscara por todas partes, y al cabo de algunos minutos volvió con la noticia de que no se encontraban en el monasterio.

Alarmado, ordenó entonces al encargado de las caballerizas, que cogiera un caballo y se acercara hasta Hamburgo, para averiguar dónde estaban y el por qué de su ausencia.

Después de cabalgar una hora, llegó a las puertas de la fortaleza que rodeaba a la ciudad. Llamó a los centinelas, y tras hablar con ellos, se dirigió hacía el único sitio que aún estaba abierto a esa horas, la mancebía “El más allá”. Subió por una calle cubierta de nieve, hasta la plaza del pueblo, dobló por la calle que el centinela le indicó, y vio una antorcha encendida. Se acercó y tocó varias veces con la pesada aldaba de hierro de la puerta. Como no abrían, pegó la oreja a la puerta, y oyó risas y cánticos. Volvió a tocar con más fuerza, salió el tabernero y le espetó:

—Ya no puede entrar, pues vamos a cerrar. Son las cinco de la mañana.

—¿Hay unos monjes del monasterio en el local? —preguntó con ansiedad.

—Llevan aquí muchas horas

—¿Y qué están haciendo en un sitio como este?

—Han desplumado a dos comerciantes jugando a los dados, se han comido un cordero asado y dos ocas guisadas, y se han bebido medio odre de vino.

—¡Pero si no saben jugar! —exclamó el monje escandalizado.

—Un mercader los enseñó, aprendieron pronto, y después les sacaron mucho dinero.

—Quiero hablar con ellos —dijo el enviado del prior.

—Ahora no puede ser, pues están con unas señoras en sus alcobas.

Conmocionado y estupefacto, solo articuló la frase:

—Pues dígales que salgan.

—No puede ser, señor fraile. Si quiere hablar con ellos tendrá que ser mañana.

—¡Pero si son monjes! —exclamó—. No pueden estar en un local como este. Y hoy es la ordenación de su sacerdocio. Tengo que llevármelos inmediatamente a la presencia del prior del monasterio.

—Lo siento —dijo el tabernero, cerrando la puerta—. Vuelva usted mañana.

El monje enviado, ante la gravedad de la situación, cogió su montura y regresó a toda prisa al monasterio a dar cuenta de sus indagaciones. La ceremonia empezaría en breve y el arzobispo en persona no tardaría en llegar. Las primeras luces del día hacían ya su presencia, cuando le comunicó la noticia con todo lujo de detalles al padre prior, quien alarmado por la situación y el poco tiempo de que disponía, envió emisarios a los invitados a la ceremonia, para comunicarles que por motivos de salud de varios de los monjes que iban a ser consagrados, se posponía el acto.

Mandó al encargado de las caballerizas, a que acudiese de nuevo a la taberna con el fin de traer a los monjes al monasterio y pedirles una explicación. Cuando éste volvió, traía la nueva de que se habían marchado del local.

Después de varios días sin noticias de los escapados, el prior mandó llamar a un templario amigo suyo, un monje guerrero que había estado en las batallas de Tierra Santa para exponerle el problema.

Al día siguiente, el templario esperaba en la sala de recepción, cuando entró el prior con algunos de los compañeros de los monjes huidos. Vestido con una capa blanca con una gran cruz roja en el pecho, una gran espada al cinto, y con la armadura protectora de la cabeza en la mano, se intentaba calentar con los rescoldos de un pequeño fuego que se desvanecía en la chimenea. Todos se saludaron afectuosamente y se sentaron alrededor de la misma.

El prior le hizo una descripción de cada uno de los frailes huidos. Bernard es alto y de tez blanca, delgado y pelirrojo; Sven es también alto, pero de complexión fuerte y pelo rubio; y Gunard es de estatura media, algo obeso, y rubio. Los tres saben leer y escribir en latín, hebreo, lenguas árabes, galas y germánicas. Nos fueron entregados por sus padres al no poderse hacer cargo de ellos cuando eran pequeños. Han estado siempre con nosotros, sometidos a nuestra disciplina de trabajo, de oración y de estudio.

Uno de los compañeros de los fugados le dijo al templario, que tenían muchos conocimientos adquiridos de muchas materias, y la cabeza rápida y ágil. Además le dijo:

—Bernard es un gran histrión.

—Es preciso saber qué están haciendo, y hacerlos volver al monasterio, para que pidan perdón por sus pecados y vuelvan a su vida de oración, tal como Dios lo quiere. No podemos permitirnos que tres personas de su valía y de sus conocimientos se marchen de la orden. Además es un mal ejemplo para otros.

Después de intercambiar opiniones, y de prometer que volvería, sabiendo el motivo de su escapada, se retiró, avisándole de que probablemente le llevaría algún tiempo conocer su objetivo, que desde ese momento iniciaba la búsqueda, y que tendría la ayuda de todas las casas distribuidas en los diferentes reinos de la cristiandad, con las que contaba la orden del temple. Salieron a despedirlo al patio del monasterio, donde el templario montó su caballo emprendiendo su camino.

Todas las mañanas en las primeras oraciones, se incluía una súplica en la iglesia:

—“Para que Bernard, Sven y Gunard regresen pronto” —decía el abad.

—“Para que regresen pronto” —decían sus compañeros y entonaban unos cánticos y oraciones.

Pasó el otoño, el invierno, y los monjes siguieron con su rutina de estudio, trabajo de traducción y copia de libros, de cánticos y de oración. Un día cercano al final de la primavera, regresó el templario.

Fue recibido por el abad y algunos monjes que salieron al patio, quienes después de saludarlo afectuosamente, lo hicieron pasar a la sala de recepción. Éste tomó asiento enfrente del prior y los compañeros de los huidos, que se sentaron en círculo en torno a la chimenea, donde unas pequeñas brasas proporcionaban algo de calor y donde la llama de una antorcha colocada iluminaba de forma tenue la estancia.

—Y bien —pregunta el Prior—, ¿Qué noticias nos traéis?

—Malas —Le respondió—. Pronto sabréis lo que esos tres son capaces de hacer. Os cuento:

Cuando los localicé, en un pueblo cercano a Amsterdam, habían comprado a un mendigo ciego sus harapos, su bastón y sus escasas pertenencias, y le dieron por ellos mucho dinero, para gran alegría de éste.

Bernard, que tenía una complexión similar al invidente, y dotes y habilidades de histrión, se vistió con su ropa, y se dirigió hacía una de las tabernas, donde acudía la marinería de los barcos mercantes a jugarse su salario, y los mercaderes, las ganancias obtenidas, mientras bebían vino y alternaban con las señoras del local. Con caminar lento, imitando los movimientos del ciego, y moviendo su bastón se fue acercando a la cantina. Se acurrucó en un lugar de la calle próximo a la entrada, y a cada persona que oía que salía o entraba, le pedía limosna.

Sven y Gunard mientras tanto se dirigieron hacia la plaza del centro de la ciudad donde primero en latín y después en lenguas germanas, avisaban a los caminantes que pasaban por allí, de que rezaran a Dios y de que no se acercaran a las tascas, y que evitaran por todos los medios, la del puerto que tenía por nombre “La puerta del infierno", pues era un lugar de perdición y que ofendía a Dios. Hasta los ciegos que piden limosna en las tabernas, decían, son culpables de graves pecados y desórdenes morales, y hay que afearles su conducta, e incluso golpearles, y nunca darles limosna, para hacerlos volver al redil y a la obediencia a la Iglesia. Los monjes, continuando con su alocución decían, que si un hombre se volvía ciego era el resultado de un castigo divino, probablemente por dedicarse a ver como las mujeres y hombres pecadores yacían en los pajares. Además son adictos al abyecto vicio del vino y los aguardientes, por lo que tendrán el castigo eterno de Dios.

Pedían de forma insistente a los caminantes que no acudiesen nunca bajo ningún motivo a las tabernas y menos a la del puerto, que era un garito donde el juego se mezclaba con los pecados del vino y de la carne, y era en contra de la voluntad de los eclesiásticos.

Poco a poco se acercaba más gente a la plaza a oír lo que decían los monjes, en latín y otras lenguas mientras mostraban y agitaban una Biblia. De igual forma repitieron muchas veces su discurso en otras plazas de la ciudad y también se acercaron a ver a algunos curas rurales de las proximidades para prevenirles de todo lo que rodeaba al antro de perdición de la cantina del puerto, pidiéndoles que en sus sermones dominicales pusiesen a la población en guardia.

En estas circunstancias, “La puerta del infierno” se hizo famosa en pocos días, acudiendo no solo los marineros y mercaderes del puerto sino también personas de la nobleza que querían ver, jugar y holgar en la susodicha taberna.

Sven y Gunard, después de varias semanas de sermones públicos, anunciaron un día a la gente que se congregaba para oírles, que se marchaban, pues tenían que difundir la necesidad de la oración, para que Dios perdonase tanto pecado, en otros sitios y lugares.

Mientras tanto, Bernard, soportaba impasible las patadas, que algunos caminantes le daban en su pierna con la intención de afearle su conducta, y que él ya tenía protegida a tal efecto. Cuando reunía unos dineros por las limosnas, se levantaba de forma lenta, y moviendo su bastón hacía ambos lados, entraba y pedía un vino, en ocasiones dos, que alargaba en el tiempo, sentándose cerca del gran fuego que había en la chimenea, permaneciendo impasible a todo lo que sucedía dentro. De vez en cuando murmuraba lo negro que era todo.

A primeros del mes siguiente, un jueves, Sven y Gunard, vestidos de comerciantes, salieron de su posada, se acercaron a la calle que conducía al puerto, torcieron a la izquierda para llegar hasta los almacenes del muelle, y sorteando las carretas que transportaban las mercancías, dejaron atrás los almacenes donde los mercaderes guardaban sus mercaderías. Desde allí observaron el tráfico de barcas que llevaban personas y bienes a los veleros y goletas. Durante los siguientes tres días, repitieron el mismo paseo.

El cuarto, volvieron de nuevo al puerto. Numerosas gaviotas y algunas águilas pescadoras sobrevolaban la zona donde entraban algunas botes de pesca. Dos grandes veleros de tres palos estaban ya descargando sus mercancías. Ambos se miraron con complicidad. El puerto estaba bullicioso. Los mercaderes iban y venían inspeccionando el proceso de descarga y los encargados de aduanas llevaban contabilidad de todos los fardos que se descargaban y que eran transportados por carretas tiradas por asnos y por caballos.

La jornada siguiente, Sven y Gunard, después de haber hecho algunos negocios en el puerto, y de haber discutido de precios y de condiciones con otros mercaderes, se acercaron a la cantina. Bebieron unos vinos, charlaron amigablemente con el tabernero, comentándole de donde procedían, y algunos detalles de los negocios que tenían entre manos. Después jugaron unas manos de cartas, que perdieron, se despidieron y se marcharon

El día después, y ya por la tarde, día de paga de la marinería, y cuando ya se habían hecho las transacciones económicas en el puerto, Sven y Gunard, acudieron de nuevo a “La puerta del infierno”. Pidieron vino y cartas, e invitaron a unos marineros a jugar. Perdieron en unas ocasiones, en las que juraban con grandes voces, gesticulaciones, y aspavientos en una lengua que los demás no entendían; y ganaron en otras, en la que daban gracias, con iguales ademanes, a los dioses, por la suerte que habían tenido.

El ciego entraba en ese lapso de tiempo en algunas ocasiones, pidiendo un vino y después otro, permaneciendo impasible a todo lo que pasaba. A continuación, entraron dos mercaderes ricamente ataviados seguidos de su séquito. Sven y Gunar pidieron vino al cantinero con grandes voces, e invitaron a los dos mercaderes a que jugasen con ellos. En las primeras manos, el azar sonreía a unos y a otros alternativamente.

Los monjes repetían el ritual de los juramentos y las loas, en lenguas que nadie entendía. Sven entonces dijo, con un cuenco de vino en la mano, que quería jugar más dinero.

Puso sobre la mesa un saquete de monedas, lo abrió y arrojo sobre la mesa algunas de ellas para que pudieran verse, y dijo que no jugaría por menos. A los comerciantes y a su séquito les pareció bien y se dispusieron a jugar. La partida terminó y los comerciantes perdieron. No se explicaban como había podido ser. Mientras tanto, Sven y Gunard seguían con los rituales de loas a los dioses por la buena suerte tenida, e hicieron servir abundante vino y aguardientes a todos los presentes en la tasca.

El alguacil y los guardias de la ciudad pasaban de vez en cuando por la puerta de la taberna, miraban con rapidez, y se marchaban, dejándose ver para evitar posibles altercados en las partidas.

Los comerciantes pidieron una partida de revancha para tratar de recuperar el dinero, a lo que Sven y Gunard accedieron. Se había congregado mucha gente alrededor de la mesa de juego, pues la cantidad de dineros jugada era importante. La expectación era grande y se hizo el silencio en torno a ellos. Se jugó, y el resultado fue el mismo, a lo que siguió el ritual de grandes voces y loas a los dioses. Los comerciantes se marcharon de mala gana, refunfuñando por todo el dinero perdido. Mientras Sven pedía servir vino a todos los presentes, y Gunard pedía suerte en voz alta.

Siguieron jugando, con nuevos mercaderes y algunos caballeros de la nobleza que se habían acercado hasta la cantina, y después de haber ganado una considerable cantidad de dineros, se levantaron, se despidieron de todos, deseándoles suerte e invitándoles a una última ronda.

Salieron de la taberna y se dirigieron hacia la posada donde se habían hospedado la noche anterior. Cuando vieron que no los seguía nadie, cogieron los caballos, se reunieron con Bernard, se cambiaron sus vestiduras y cabalgaron durante varias noches seguidas, atravesaron robledales, hayedos y vadearon ríos, durmiendo por el día, para alejarse de la ciudad de Amsterdam.

Después de haber puesto tierra de por medio, llegaron a un valle próximo a la ciudad de Colonia, y se alojaron en la primera hospedería que encontraron. Descabalgaron, entraron en la posada, y después de hablar con la patrona, salieron para recoger sus bártulos e introducirlos. Ya en el interior, pasaron a una sala comedor donde una chimenea con troncos grandes calentaban una estancia, y algunas teas y candelabros alumbraban la cena de tres músicos. Se sentaron en la misma mesa que ellos.

Pidieron a la cocinera, comida y abundante vino y saludaron a sus vecinos de mesa. El olor de un guiso de alubias estofadas con carne de buey de sus compañeros de mesa les abrió el apetito y les estimuló a la charla con ellos. El cansancio de días y noches de huida a caballo, terminó por desaparecer con los aromas de una pierna de cordero al hinojo que salían del horno. Los músicos les comentaron a los monjes, que acudían con frecuencia al palacio de la duquesa a tocar y cantar para ella, pues el gran duque estaba ausente, haciendo las cruzadas en San Juan de Acre.

Después de la cena, los monjes pidieron a los músicos que tocaran para ellos, para amenizar la velada, y a la posadera que no faltara ni el vino ni los aguardientes. Así entablaron amistad y averiguaron todo lo que querían saber sobre la comarca, su comercio, su economía, y sobre los nobles que poseían las tierras del valle.

También se enteraron de que el noble llevaba dos años en la guerra que la cristiandad estaba librando contra los infieles, y que nada se sabía de él desde hacía varios meses, y se temía lo peor. Además, supieron que la duquesa era una mujer joven y agraciada y que vivía rodeada de varias damas de compañía, y de algunos hombres de la confianza de su esposo, que velaban por su seguridad.

Poco a poco, y respondiendo a preguntas del posadero y de los músicos, los goliardos fueron desvelando su supuesta identidad, caballeros procedentes de Tierra Santa con algunos importantes encargos que realizar.

Pasados unos días de descanso en la posada, los monjes enviaron una nota a la duquesa expresándole su deseo de conocerla personalmente, a lo que ésta, después de hacer sus averiguaciones a través de la cocinera de la posada, accedió.

Cuando llegaron al palacio ducal, los monjes y músicos, desmontaron de sus caballos, y se los dieron al encargado de las caballerizas. Un sirviente de la duquesa los condujo a la estancia donde se realizaría la recepción. A su izquierda había una gran chimenea que caldeaba la sala, y unas antorchas de pared situadas a ambos lados de ésta, que la iluminaban. Grandes alfombras cubrían el suelo y la hacían más agradable y confortable, al mismo tiempo que mullidos cojines invitaban a acomodarse en las sillas.

Unos minutos después entró la duquesa, que había dispuesto la sala de recepción de acuerdo con los protocolos que correspondían a su rango de máxima autoridad en el valle. Después de ella, sus cinco damas de compañía, esposas de nobles que estaban luchando con su marido en las guerras contra los infieles, que se colocaron a su izquierda. Luego entró su confesor, que se colocó a su derecha, y por último otras personas de la nobleza que también se situaron a su diestra.

Con la cabeza alta y la mirada altiva, la duquesa saludó a Sven, Gunard y Bernard, que a su vez, le devolvieron el saludo con una leve inclinación de rodilla y de cabeza, que agradó a la señora. Los monjes se presentaron haciendo gala de su máxima educación y del conocimiento de las costumbres cortesanas y del mundo de la nobleza. Le comentaron brevemente quienes eran, y que procedían de un país lejano.

Durante la recepción los monjes mostraron un conocimiento profundo de los hechos de la historia del valle, hablando y comentando con brevedad las dinastías y los linajes de las personas con los que estaban entremezclados, cosa que satisfizo en gran medida a la consorte del duque. También hablaron brevemente de los reyes a los que tuvieron el honor de conocer y tratar durante los años en los que estuvieron en zonas cercanas a donde se libraban las batallas de la cristiandad.

Después de la visita de cortesía, los monjes se despidieron, no sin antes pedirle a la duquesa que les permitiese volver otro día y presentarle un pequeño acto coral como agradecimiento a la recepción que les había prestado. A lo que la duquesa accedió. Bernard se despidió con afección de ella, cogiendo su mano y haciendo una leve inclinación de rodilla, sin desviar la mirada de sus ojos, hasta hacerla ruborizar.

Ya en la posada, los monjes se despidieron de los músicos, alegando que querían cenar solos. Mientras cenaban, Bernard no cesaba de repetir que el problema era la llave. Después de unos minutos de silencio y mientras comían, los otros dos monjes, en una mirada de complicidad, dijeron todos a una, que el problema no era la llave, sino las llaves. Pidieron más vino, y bebieron en silencio. De repente, Gunard dijo que sabía quién las tenía. Los tres se miraron, y asintieron con la cabeza. Eran seis, y las seis las tenía la misma persona.

El día acordado para la representación coral, acudieron las damas de compañía, el confesor y algunos nobles de la zona, como en la primera recepción. Contaron unos cuentos en árabe, en versos, en los que una princesa era rescatada de sus enemigos, seguidos de unos estribillos en los que hacían participar a todos los presentes. Los cuentos fueron contados en varios idiomas. Después de finalizar cada cuento, Bernard, traducía a la duquesa, el contenido y significado de los mismos, mientras los músicos, con su laúd y sus flautas contribuían a crear una atmósfera suave y agradable.

Encantada con la recepción, que venía a aportar un poco de alegría a su monótona vida y larga espera, mandó preparar una cena y servir vino, y después de la misma, les pidió que volvieran otro día, a lo que los monjes accedieron. Al despedirse, Bernard vio como la duquesa se ruborizaba cuando inclinó levemente su cabeza ante ella, mientras las damas de compañía intercambian miradas de complicidad con los músicos.

El día acordado para la segunda representación, y después de unos cuentos y cánticos amenizados con acordes musicales, y realizados como en la ocasión anterior, los monjes pidieron que se sirviera vino a los presentes. Después de brindar y beber unas copas, pidieron que se llamara a la cocinera, por sus excelentes guisos, y la sentaron a la derecha de la duquesa. Luego llamaron al encargado de las caballerizas que colocaron a la izquierda, por el excelente trato que había brindado a sus caballos, y por último, al jardinero, que lo ubicaron junto con los nobles, para pasar después con rapidez a cantar todos juntos. Bernard pidió que sirvieran más vino. Y volvieron a cantar. Y sirvieron más vino. Y más risas y más bailes y cánticos. Y más vino.

Al finalizar el divertimento, el confesor de la duquesa, afectado de forma evidente por el exceso de alcohol, dijo que se retiraba. Bernard pretendiendo querer hablar con él de temas religiosos y de historia, se le acercó, y le habló en varios idiomas, mientras le alargaba una jarra de vino, y después otra, hasta que el cura cayó profundamente dormido. Entonces Bernard, buscó entre sus ropas. Y encontró lo que buscaba. Sacó de uno de sus bolsillos, una bolsa con arcilla impregnada con resina, que esperaba sirviera para sus propósitos. Unos minutos más tarde, se unió de nuevo al grupo, para iniciar la despedida, no sin antes prometer a la señora que volverían a la siguiente semana.

A la nueva representación, el confesor y los nobles se excusaron por no asistir. Solo estaban las cinco damas de compañía, la duquesa, los tres músicos, y los monjes y después de una copiosa comida, éstos pusieron en una bandeja las seis llaves. Un músico tañó el laúd, y los otros dos tocaron la flauta.

Las seis llaves, sirvieron para su propósito.

Ya al amanecer, los monjes y los músicos, descabalgaron de sus caballos y entraron por la puerta de la posada. En la chimenea había todavía rescoldos de fuego y la luz de las antorchas aún era fuerte. Los goliardos, se despidieron de los músicos, recogieron sus pertenencias, las cargaron en los caballos y salieron de la posada. Iniciaron el camino que los llevaba a vadear el río, cuando Bernard con un movimiento rápido de las bridas de su montura lo hizo girar media vuelta. Se quedó mirando hacía el castillo, unos minutos, y nuevamente lo hizo volver por la senda del río.

Cabalgaron varios días y varias noches, alejándose de la zona de Colonia, atravesaron bosques de arces, vadearon ríos ensombrecidos por alisos y abedules, rodearon algunos lagos, y llegaron a una zona de viñedos conocida como Borgoña, donde se acercaron hasta la ciudad de Dijon.

Al llegar a la parte amurallada, saludaron a los centinelas, apostados en los torreones de la puerta de entrada de la ciudad y subieron en dirección a la plaza de la catedral, por la Vía del Vino. Se hospedaron en una posada, descansaron unos días, y reconocieron y averiguaron sobre la ciudad, sus costumbres y veleidades.

Un día acudieron a la explanada, donde estaban la catedral, el palacio del obispo, y una taberna, con el nombre de "Los caracoles", en unos soportales. Encendieron un fuego, compraron un tonel de vino en la taberna, lo llevaron a la explanada e invitaron a los lisiados, cojos, ciegos y otros mendigos y harapientos que por haber abandonado el campo, buscaban un hueco en la ciudad.

El segundo y tercer día, repitieron el mismo ritual. Encendieron un fuego para calentarse, y después sirvieron el vino. Ya se había corrido la voz y cada vez acudía un mayor número de mendigos y lisiados. Un cojo, apoyándose en la muleta, atravesaba la explanada con rapidez en cuanto oía las voces de los goliardos.

Se amontonaban en torno a los monjes, empujándose los unos contra los otros, y buscando una mejor posición para que les vieran y les sirvieran mientras alargaban su recipiente. Un ciego les pedía que por Dios, que no podía ver y que se apiadaran de él, que le sirvieran vino, que no se olvidaran de él, repetía. Un mudo agitaba los brazos y gesticulaba con la cara, moviendo la cabeza y abriendo y cerrando la boca en un intento vano de gritar y de llamar la atención. El tonto del pueblo, haciendo visajes, se esforzaba en ganar una posición en la cola para que le llenaran su recipiente rápido. Un lisiado, al que le faltaba un brazo completo y una mano del otro, suplicaba en latín que por favor tuvieran en cuenta su situación, que tuvieran misericordia y alargaba su brazo con su cuenco.

Gunard, se acercó a él y le preguntó sorprendido:

—¿Cómo te llamas, de dónde eres, y dónde has aprendido latín?

El manco le dijo que se llamaba Jean, que en su día fue monje cisterciense y que le cortaron sus manos para que no pudiera beber.

Gunard entonces, se acercó al barril, llenó una jarra de vino y le dijo que se arrodillase, que echase la cabeza hacia atrás, y que abriese la boca para echarle el vino.

Después de haber bebido a satisfacción, el manco miró a Gunard con una sonrisa franca de agradecimiento, y le pidió otra. El monje volvió a llenarla y le dio de beber otra vez, al mismo tiempo que le dijo que se pasase por la posada donde se alojaba, a la hora de comer.

Un mendigo a quien le faltaban las piernas, y que para caminar se apoyaba alternando las manos y unos muñones que tenía por piernas a la altura de las rodillas, y que protegía con unos trozos de cuero atados con unas cuerdas, se quedó mirando fijamente a Gunard, y extendiéndole su recipiente le dijo en latín:

—La verdad no existe sin libertad y los tiranos no conocen la libertad.

Gunard, sorprendido, le contestó en la misma lengua, que pensaba de igual forma. Le llenó su recipiente y le preguntó de dónde era y dónde había aprendido a hablar así.

El lisiado le dijo que se llamaba Aecio, y que había sido clérigo de una parroquia que distaba varios días a caballo de Lyon.

—Pásate por nuestra fonda a la hora de comer —Le dijo, indicándole donde quedaba.

Cuando se acabó el vino, los goliardos, atravesaron el pueblo y se dirigieron a la posada. Pocos minutos después llegó el manco, y después el lisiado, avanzando con gran dificultad. Una vez allí, le dijeron a la posadera que calentara agua para que se bañasen, que les cortaran el pelo al cero, que los espulgasen y les quitasen los piojos, y que les compraran ropas nuevas.

Ya en la comida, Jean les contó que le cortaron una mano por haber acabado con las existencias de vino de los frailes, y la otra, por haber fornicado con una novicia que los monjes estaban instruyendo para que los atendiese, haciéndole un hijo. Fueron sus propios frailes compañeros, obedientes con las normas, los que en una reunión, pidieron su expulsión.

Después, el clérigo Aecio contó su verdad. La causa real de su lamentable estado era la astronomía. Había leído y traducido a astrónomos árabes y estaba en desacuerdo con el modelo de las esferas celestes de la Iglesia, de Aristóteles y Ptolomeo, a quienes también había leído y traducido. Además era un estudioso de la posición de los planetas. El obispo lo acusó de blasfemo y de desobediencia a la verdad de la Iglesia, al afirmar que la Tierra no estaba quieta sino que daba vueltas alrededor del Sol. Fue difamado, calumniado, mutilado y expulsado de su parroquia.

Mientras tanto y como todos los días, a las doce del mediodía y coincidiendo con la misa de doce, los mendigos se acercaban a la plaza en cuanto oían los preparativos para encender la hoguera. Se empujaban entre ellos y se peleaban por tener el mejor sitio cerca del tonel que los goliardos iban a traer. Después de beber, algunos lisiados borrachos se peleaban, y permanecían montando gresca en la plaza, haciendo crecer el ruido en las proximidades de la iglesia y del palacio episcopal

Unos días después, tres caballeros con armaduras y con las enseñas del duque de Borgoña, se acercaron a la fonda de los monjes. Desmontaron de sus caballos, y pidieron hablar con ellos. Nada se supo del contenido de la conversación, pero estos dijeron a la posadera que al día siguiente se marcharían temprano y que no los esperaran hasta la noche.

El día siguiente fue un día sin vino para los mendigos, que congregados en la plaza se preguntaban qué había sucedido.

Una jornada después, cuando los lisiados y mendigos vieron llegar de nuevo a los goliardos, se comunicaban los unos a los otros, la buena nueva. Habían vuelto.

Mientras algunas personas acudían a misa de doce, los goliardos seguían con su ritual de encender la hoguera y repartir vino. Los empujones y las prisas entre los mendigos, se repetían, y los alborotos y las peleas se hacían cada vez más frecuentes, lo que motivó que el obispo prohibiese el ritual del vino.

Los monjes errantes entonces reunieron a los mendigos, y les dijeron que el obispo lo había prohibido. Al ver que las protestas, los abucheos, y los gritos y amenazas contra el prelado iban creciendo, les dijeron que lo repartirían por última vez, pero que si querían más, tenían que enfrentarse con el pastor. Esta vez, abrieron tres toneles, y después les dijeron a los tullidos ya ebrios, que en las bodegas del palacio episcopal había muchos toneles de excelente vino y viandas de alta calidad.

Los harapientos, enfurecidos y borrachos, cogieron unos troncos de árbol y golpearon con ellos las puertas del palacio, hasta que las derribaron. El obispo y sus allegados, viendo la furia de la gente, huyeron por una puerta trasera del palacio. Mientras tanto, los mendigos y tullidos llegaron a las bodegas, abrieron las espitas de los toneles y empezaron a beber de forma desenfrenada. Otros cogieron quesos y embutidos de los estantes de las bodegas y se los metieron entre sus ropajes.

El revuelo y el ruido que se armó fue tan grande que nadie reparó en que llegaron tres caballeros, que bajándose de sus caballos, se dirigieron hacia las salas del palacio episcopal, donde se guardaban los documentos que acreditaban la propiedad de las tierras. Tampoco nadie los vio marcharse.

A la mañana siguiente, muy de madrugada, y mientras la gente del pueblo dormía, los tres caballeros, llegaron a la posada, donde los monjes esperaban. Les dieron un pergamino lacrado, en el que supuestamente se agradecían los servicios que les habían prestado, dos bolsas con monedas de oro, y tal como habían hablado les hicieron entrega de las dos yeguas que les habían pedido, tranquilas y equipadas con unas bridas y unas sillas de montar modificadas, según habían acordado. Después, se despidieron, montaron a caballo, y partieron con rapidez.

Los tres monjes, cogieron sus respectivas cabalgaduras, y a las dos yeguas por las bridas y se fueron a buscar al manco Jean y al clérigo Aecio, a los soportales donde dormían, al lado de la taberna. Los despertaron, los ayudaron a montar en las yeguas, y los ya cinco goliardos, deshicieron el camino de salida de la ciudad con rapidez. Bajaron por la Calle del Vino, hacía la puerta que permitía la entrada y salida de la ciudad, y se dirigieron hacía la ciudad de Lyon.

Después de cabalgar varios días, los cinco monjes errantes llegaron a la ciudad, donde mandaba el obispo que había ordenado la mutilación, difamación y calumnia del clérigo Aecio. Pasaron bajo el arco de entrada de la ciudad, siguieron por la Calle de los Alabarderos y se dirigieron a la plaza principal, donde se alojaron en una posada próxima.

Descansaron unos días en los que se dejaron ver poco, con solamente algunas salidas a la taberna de la plaza, “El pato cojo”, para conocer a la ciudad y sus habitantes. Preguntando a unos y a otros se enteraron de que allí mandaba un duque con todos sus nobles vasallos por una parte, y el obispo por otra, y que estaban enfrentados, pues el noble quería repudiar a su mujer, sobrina del obispo para casarse con una cortesana del rey. El obispo exigía que se cumpliese la indisolubilidad del matrimonio y amenazaba con excomulgarlo, para debilitar su poder entre sus nobles vasallos. También se enteraron de que el obispo tenía un sacristán con quien ideaba y realiza sus fechorías.

Después de hablar discretamente con unos y con otros, los goliardos, enviaron una nota al noble y solicitaron una discreta reunión en la que le decían que podían ayudarlo en su lucha con el deán.

Este accedió al encuentro y se reunió con Bernard y con Gunard en su palacio. Nada trascendió de lo que hablaron en esa reunión.

A los pocos días, los cinco monjes mandaron a todos los cruces de caminos, donde se encontraban los clérigos errantes, los frailes vagabundos y los estudiantes que habían abandonado los monasterios, unas notas escritas para que acudieran a la taberna de "El pato cojo", en la explanada cerca de la catedral.

En la explanada y cerca de la tasca, los cinco monjes hicieron una hoguera, y montaron un número considerable de teas, que enterraron de forma parcial en el suelo, y que decían serían necesarias para iluminar el cielo, pues el sol se ocultaría en pleno día, y anochecería como símbolo del enfado que los cielos tenían con el obispo. Así resplandecería la verdad.

Todos los días, los monjes, excepto el clérigo Aecio, se reunían alrededor de una hoguera dirigiéndose a los que se congregaban, brindándoles una discurso sobre las atrocidades que el obispo y su sacristán habían cometido por toda la comarca. Las teas se encenderán cuando el sol se oculte, e iluminarán la voluntad de Dios, decían Bernard y Gunard, y pondrán en evidencia los atropellos y los abusos del pastor y su acólito. El sol se ocultará, continuaban los monjes, y las gallinas se meterán en sus gallineros, las vacas y los caballos se tumbarán a dormir, los perros se acurrucaran para pasar la noche, y los pájaros y las aves dejaran de volar y se irán a sus nidos, como señal del descontento del Creador con el obispo réprobo.

Después de cada charla, acudían al “Pato cojo”, cerca de la catedral, donde invitaban a unos vasos de vino a todos los que se acercaban por allí, y seguían comentando las atrocidades del pastor.

La expectación crecía constantemente, y se fue congregando más gente. Acudían nobles y vasallos del duque, artesanos de los gremios, tenderos y fruteros que cerraban sus tiendas para asistir a las charlas y tomarse unos vinos. La gente ya no cabía en la taberna pero se reunían en la calle entorno a ella, llenando parte de la explanada, pues las expectativas por el evento anunciado iba creciendo en el burgo y en otros cercanos, y solo se hablaba de si finalmente el obispo y su sacristán serían castigados por Dios.

Mientras tanto, el clérigo Aecio, con la ayuda de unos cristales, escudriñaba el cielo todos los días y las noches y tenía preparadas las antorchas para que se hiciese la claridad el día que se ocultase el sol.

Un día, en torno a las doce del mediodía, Aecio, se da cuenta de que había llegado el momento esperado, y con ayuda de Bernard y de Sven, y de otras personas, encendieron las teas. Pronto se congregaron cientos de personas.

Las gallinas se empezaron a meter en los gallineros, los gallos dejaron de cantar, las aves dejaron de volar y se refugiaron en sus nidos. Los perros dejaron de ladrar y se retiraron de la plaza y buscaron sus sitios habituales de dormir. Las vacas se tumbaron en los establos.

La gente en la explanada, no daba crédito a lo que estaban viendo. El sol era parcialmente tapado por la luna dando paso a un estado de penumbra, y después de unos minutos, a la oscuridad.

—Estas teas —decía Bernard, pidiendo silencio a todos—, iluminan la verdad y condenan al obispo.

La gente angustiada aclamaba a los goliardos y todo el mundo congregado allí repitió y coreó las frases de amenaza al obispo y a su sacristán para que se marcharan.

En los siguientes días la gente no hablaba de otra cosa. Era un aviso al obispo y su cómplice, decían para que se marchasen y no siguiesen con sus tropelías.

Al cabo de unas semanas el pastor y su cómplice fueron trasladados de ciudad.

Al conocer la noticia, el clérigo Aecio y el monje Jean, se fundieron en un abrazo, en la medida que sus miembros mutilados les permitían, y repitieron varias veces juntos las frases:

—“La verdad no existe sin libertad.”

—“Los tiranos no conocen la libertad.”

—“La crueldad refleja a quien la práctica.”

—“El conocimiento lleva a la libertad.”

Poco después llegaron Sven, Bernard y Gunard. Se abrazaron todos y fueron al "Pato cojo" a celebrarlo.

A los pocos días, el duque repudió a la sobrina del obispo y organizó una gran fiesta, con gran algarabía, música y con abundancia de vino, licores y comida, a la que acudieron los goliardos y clérigos errantes de todos los burgos próximos.

—Y después de la gran fiesta que organizó el noble en Lyon, dejé de seguir a sus monjes Bernard, Sven y Gunard —dijo el templario, mientras se levantaba de su silla dando por terminada la charla que relataba lo que había visto en el seguimiento que les había hecho durante casi seis meses a los monjes huidos.

Y añadió volviéndose al prior:

—Nunca volverán al monasterio. Son como las gaviotas y las águilas del cielo.

El abad serio y en silencio se levantó también y salió al patio del monasterio para despedir al templario. Los monjes compañeros de Bernard, Sven y Gunard, se levantaron de sus sillas, se quedaron en la sala de pie y en silencio con la mirada fija en la chimenea.
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