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En la escuela junto al mapa en los años sesenta
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En la escuela junto al mapa en los años sesenta

UNA ESCUELA PARA APRENDER DIGNIDAD

No sé si es que no hay noticias estos días o que Azucena del Valle se ha ido a meditar con los derviches a Turquía. El caso es que de actualidad no nos habla hoy y lo que nos cuenta son sus años de niñez en la escuela. Cuando aquellos profesores daban clase a todo tipo de niñ@s y pasaban más hambre que su maestro. Nos lo cuenta en "Una escuela para aprender dignidad". Algo que falta hoy en día.

Recuerdo una escuela chiquita en un pueblo pequeño de una provincia castellana donde las piedras de granito, cuarcitas y esquistos crecen en desorden sin necesidad de sementera, agua ni calor, formando paisajes singulares casi de cuento, simulando, unas veces, viejas desdentadas, otras, animales extraños. Era un edificio alargado entre dos viviendas que, de chica, me parecía grande y hermoso. Tal vez porque contenía los sueños del saber que encerraban los sueños del futuro. Había libros repletos de historias maravillosas que ocurrían lejos de ese lugar. Pupitres también pequeños, donde se acurrucaban niños y niñas, juntos, ateridos de frío que acudían en invierno con una improvisada estufa metálica hecha con una lata de ColaCao grande repleta de tizones y tapada con una hojalata perforada con agujeros para que estos respiraran y aguantaran más sin apagarse. La necesidad daba alas a la creatividad de las ocurrentes mamas preparando un brasero para sus hijos, porque en esa escuela pequeña sólo podía haber uno para la maestra, debajo de la mesa grande que ocupaba la docente.

Pueblos de mamas y papas, de mujeres con artículo de lujo delante del nombre de pila: la Mercedes, la Yaya, la Antonia, la Petra… cuando se hablaban entre ellas, y con la tía tal -aunque no hubiera parentesco alguno- cuando las nombraban los pequeños: la tía Mercedes, la tía Yaya, la tía Petra… o el tío Julián. Con el tiempo y el trasiego de los que se iban a la capital, ya serían papás, mamás, señora Mercedes, señora Yaya, señora Antonia, señora Petra… pero para eso, aún faltaban muchos años.

Decoraba la escuela una pizarra verde con algunos desconchones sujeta en la pared, en la que se escribía con tizas de yeso que dejaban su incómodo polvo blanco en dedos y garganta a poco que te descuidaras; un mapamundi enorme donde se perdían las ansias de aventuras cuando tu mirada saltaba de país en país atravesando continentes; pupitres que habían conocido mejores tiempos y que aún conservaban un agujero para el tintero, aunque ya utilizábamos los lápices de colores y los bolígrafos y, levantando una tapa, podías guardar allí tus cuadernos y libros. Niños y adolescentes juntos, pero no revueltos; los pequeños delante, los mayores detrás y la señorita que atendía a todos los niveles con un esfuerzo ímprobo porque los del fondo siempre daban guerra y mucho trabajo.

Una escuela rural para aprender a leer, a sumar, a querer, a soñar. Dignidad y respeto.

Un lugar con un nuevo agente socializador que marcaría, en muchos casos, el camino que seguiríamos con los años: la maestra. Asimilando conocimientos y habilidades, interiorizando principios y valores -aunque la mayoría ya los trajéramos de casa- tales como la responsabilidad, la constancia, la solidaridad y el respeto a los mayores; moldeando el comportamiento; aprendiendo normas y reglas; desarrollando habilidades sociales que favorecían la integración; observando, escuchando, imitando incluso para no saltarte las normas implícitas que rigen todos los grupos e intentando no defraudar sus expectativas.

Los afectos y emociones que caracterizan la socialización primaria, la que se produce en el núcleo familiar, finaliza cuando se amplía la relación social y descubres que el mundo no se circunscribe solo a tus padres y hermanos, pero en un pueblo pequeño con una escuela pequeña, es difícil determinar dónde se encuentran los límites, porque desde que aprendes a moverte, la familia se amplia y la conforma el pueblo entero, la tía tal, la tía cual

Animales sociales, dicen que somos. Cierto. Todos nos conocíamos desde pequeños y la escuela creó nuevos lazos de relación. En el recreo, chicos y chicas jugaban juntos al balón prisionero, al frontón que te dejaba la muñeca negra por darle fuerte a la pelota sin protección; al escondite cuando el sol se ocultaba y todo el pueblo en penumbra invitaba a que no te descubriera el equipo contrario; a las tardes montando a pelo en las yegüas para recogerlas del prado; a subirte al trillo dando vueltas con el burro cansino cuando el sol era casi insoportable; a trepar a las encinas buscando huevos en los nidos de manera inconsciente… a las carreras en bicicleta con la cabeza descubierta porque no conocíamos el casco; haciendo bolas de nieve cuando esta caía inmisericorde ocultando caminos y carreteras dejando el pueblo aislado…

Socialización a través del contacto social, que era continuación del contacto familiar estrecho con la familia grande que conformaba el pequeño pueblo. Teníamos unas raíces comunes. Unas vivencias comunes. Unos sueños similares. Pero la vida nos llevó por distintos caminos con el devenir de los años. Pocos quedaron en el pueblo. Allí donde los sueños acababan con cada puesta de sol. Creíamos que el coche de línea de las ocho, que nos transportaba a la capital podría, a la vez, llevarnos más lejos para seguir soñando. Al lugar dónde todo es posible y las ilusiones se cumplen. A una vida mejor donde prosperar y ser alguien, y volver en el verano con el bolso en bandolera para acudir a la misa de doce el día de la fiesta y que todos vieran que la hija de la tía tal volvía hecha una señorita… fruto de una interacción satisfactoria con otros grupos sociales. Logro a través de nuestras habilidades sociales desarrolladas con el nuevo equipo de trabajo, con las nuevas amistades, con una pareja y amigos estrenados… Integrados y asimilando normas de comportamiento para no ser excluidos de los grupos que transitábamos.

Las creencias, esas ideas, pensamientos o convicciones que considerábamos verdaderas, la vida puede irlas modificando en función de las experiencias a las que nos enfrentamos, al desarrollo personal de cada uno, a las vivencias, a los fracasos, a los sinsabores, a los éxitos… pero los valores, esos principios que interiorizamos juntos durante la infancia, con la familia o en esa escuela del pequeño pueblo, que son las banderas que guían nuestra conducta y nuestras decisiones, estoy segura de que permanecerán inamovibles porque fueron fijadas y esculpidas a fuerza de tesón y esfuerzo. Y de amor, en ese reducto que se llamaba escuela y que nos enseñó a pensar y a creer que el mundo puede ser un sitio maravilloso donde impere el respeto y las personas se rijan por principios intachables.

Si esto me ocurrió a mí, algo similar les pasaría a las personas de mi generación y a las que vinieron detrás y que a veces no reconozco. ¿Qué pasa en el cerebro de una persona para que su conducta intachable mute y sus principios no valgan nada? Es muy conocida una frase que la leyenda urbana atribuye a Groucho Marx: "Éstos son mis principios, y si no le gustan, tengo otros". Realmente, apareció en un periódico de Nueva Zelanda en 1873, antes de que éste naciera, y cada vez está más de moda con los vaivenes de la tropa que nos dirige y en que algún momento admiré. Y ahora detesto.

Respecto a la historia, mi historia, no sé si todo ocurrió de esta manera o si es la memoria engañosa la que edulcora esa realidad que cada uno recuerda de distinta manera, pero así atesoro aquellas vivencias. En mi alma y en mi corazón.

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