Hecho al que intentaremos poner remedio acometiendo nosotros mismos pro domo nostra, la tarea de aportar aquí algunos apuntes para esa casi imposible reseña, en la confianza de que algún profesional heroico se atreva, con el trabajo medio hecho, a pergeñar dicha labor hercúlea. Dos notas previas: el autor está ingenuamente convencido de que la tarea merece la pena, y además cree estar mejor capacitado que otros para llevarla a cabo.
Ocurre que a lo largo de esta trilogía del medio siglo, se ha mantenido una cierta seriedad en la escritura (dolorosamente ajena a la pomposidad y al tedio), seriedad muy rara en el panorama actual de la literatura española en español —si es que tal ente existe—. El planteamiento ha sido voluntariamente exigente en lo estético, filosófico, temático y léxico; voluntad que en lo estilístico ha obligado a menudo a recurrir, si no a la práctica de las fechas entre las que transcurre la anécdota (1956/1963),si a la normal en el periodo 1970/90 que supuso una revalorización importante de la novela española y su nivel, del que después se ha abdicado (a veces conscientemente, otras por presión de las condiciones socio-económicas a las que no es ajeno el devenir literario). Las obras de Bermúdez —perdón por la presunción de la tercera persona—, dialogan con cumbres como Pantaleón y las visitadoras, La isla de los jacintos cortados o San Camilo 1936, y el autor se mide (mediante aquella agonía de la influencia bloomsiana) con Nabokov, Barth, Gaddis o De Lillo. Su fracaso es, pues, un bello fracaso, como el bel morir que tutta una vita onora.
Las armas, las herrumbrosas lanzas que nuestro autor porta, son variadas: las series, generalmente enumeraciones caóticas en cuya locura se puede apreciar mucho método, la intertextualidad metaliteraria, a menudo también inter-lingüística y políglota, el establecimiento de sucesivas máscaras entre la realidad y el narrador aparente, la ampliación del campo de batalla a lo científico, musical, religioso…, sin eludir las referencias pop que comenzaban a ocupar espacio intelectual en esas décadas. El vocabulario amplio, con frecuencia caótico, a veces rítmico, otras exageradamente seco, unas veces ramificadamente metafórico, otras auto-referencial, se mantiene a menudo al margen de la anécdota narrada, sostenido por la propia inercia de su progresión hacia ninguna parte, negando generalmente la propia posibilidad de su uso comunicativo. De hecho lo inefable, lo indecible, es con mayor frecuencia el objeto de estas novelas que no lo convencionalmente narrativo, el desarrollo de un argumento.
Se ha dicho que esta trilogía supone un remedo de tríada hegeliana: la tesis de la bondad, lo blanco, la santidad, la luz…, la antítesis de lo negro, el mal, el horror y una síntesis agotada, desolada, desteñida en este tercero. Sea. Pero también un movimiento hacia el interior de un personaje, Rafael Sánchez, héroe improbable al que vamos asediando hasta arrinconarlo en una esquina del tablero. Sánchez que dialoga con santos y pecadores, con niños muertos y personajes de dibujos animados, con escritores juntaletras y con presuntos jerifaltes. Sánchez que acaba por fingir el dolor que en verdad siente. También un movimiento hacia lo esencial, en el tiempo y en el espacio, hasta acabar en un par de calles y en una fecha exacta; todo ello describe un arcoíris de la gravedad tras haber recorrido medio mundo.
En cuanto al divertido juego de las influencias no reconocidas (por cuanto el autor tiene la cortesía de incluir una breve bibliografía de las reconocidas en cada volumen), se nos antoja evidente la de El ruedo ibérico de Valle-Inclán así como la de sus esperpentos —coincidiendo incluso el tiempo de la acción con la de parte de El último de Cuba—. En el vocabulario preciosista, la condensación de la prosa, ajena a la habitual morosidad de la corriente realista hispana, ciertos caprichos en puntuación y nomenclatura, incluso cierta indefinición ideológica (es bien conocida la evolución de don Ramón en ese sentido). Y si queremos mezclar autor y obra, la amistad de Valle con Rubén Darío, figura importante en esta trilogía y decisiva en su último volumen. Claro que también cabría hablar del otro Ramón, Gómez de la Serna, por la frase brillante y la calidad de página que no siempre corre parejas con la obra completa —pocas novelas como tales dejaron ambos ramones—, o de Baroja, también influencia y personaje, por su asumido descuido narrativo y la intención mantenida de contar siempre, aun dentro de la digresión y del pastiche; o la tendencia final de Azorín a cierta desolación, Azorín que vivía todavía en el momento de la acción de estos libros.
No faltan, desde luego, defectos, a esta obra tripartita: parece que el autor se despreocupe a veces de la evolución psicológica de sus personajes, algunos meros figurones de fondo para el paseo caótico del protagonista Rafael; tampoco la parodia de género (negro, histórico, de espías, de costumbres locales) se sigue con rigor, llegando a cierta puerilidad, como de infante cansado de su juguete, que se resuelve en el juego de palabras, un párrafo de documentación o el simple silencio. Aquellos lectores deseosos de ‹‹identificación›› con los personajes, acostumbrados a la narración lineal con dosificación del suspense y la trama, o peleados con la inclusión del autor en su propio texto, difícilmente podrán disfrutar tanto como hubiéramos deseado de estas páginas que, con todos los reparos posibles (incluso los de la señora Campbell), constituyen sin duda uno de los empeños más notables de esta década en la novelística española, siendo su publicación un riesgo por el que hay que felicitar —junto con la pulcritud de la edición— a La Huerta Grande.
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