Ahítos de felicidad nos convertimos en exploradores de los rayos de sol en nuestro fragmentario pasado. Como si, en realidad, se nos hubiese proporcionado la oportunidad de revivir nuestra vida desde el vacío que supone la orfandad, la desavenencia y el rechazo. Todas ellas armas del estrato familiar y social que nos ha acompañado a lo largo de la vida. Ese parón en seco nos produce una sensación de vértigo y sobrexcitación que nos lleva a elevar el tono de nuestros sentimientos, y encontrar en las sombras que los poseen, esa luz que antes nunca vimos. Y, que ahora, con tan solo abrir la tapa de ese baúl del tiempo, los redescubrimos con un manto de luz que nos ayuda a enfrentarnos a esa verdad que es solo nuestra, aunque con ella también destapemos la de toda una generación de generaciones que recorren la vida pública, cultural y política de la España de los últimos cincuenta años.
Españas de Seat Seiscientos, lavavajillas, segundas residencias. Y montañas. Montañas como Ordesa que, en el caso de la novela de Manuel Vilas, es el testigo justiciero del paso del tiempo. Por lo inalterable. Y aterrador que se nos presenta su colosal magnitud ante nuestra insignificante existencia. Existencia diminuta como una hormiga y, que sin embargo, retrata los hechos más inconfesables de toda un vida. Ese repaso post-alcohólico de la vida y su verdad que realiza Manuel Vilas en Ordesa es comparable al que hace Scott Fitzgerald en El Crack-Up, en el que comparte con Vilas ese retrato de la grieta interior que nada más que uno conoce. Y la exploración de la herida que ésta provoca. Una herida muy próxima al vacío. Ese estado mental en el que se aborda el suicidio y la náusea moral.
Afín a ese destierro de la existencia, la narrativa de Vilas es un exponente patrio de la huida y la búsqueda de la felicidad presente en la novela norteamericana de la segunda mitad del s. XX en adelante, como por ejemplo ya ocurre En el camino de Jack Kerouac. La valentía irreverente de Charles Bukowski en cualquiera de sus relatos autobiográficos. O en las novelas de John Fante. Todos ellos ejemplos de la revisitación de la auto-ficción al servicio de la ficción nómada y sin más anclajes que el de la realidad. Una realidad poseída por la determinación, el dolor y el miedo que supone revisitar nuestras propias heridas. Ya cicatrizadas, pero siempre visibles, como las pinceladas finales de un cuadro. Materia e ilusión. Descenso y esperanza. Música y danza. Una música reconvertida en la gran Historia de la Música universal a través de los nombres con los que Vilas rebautiza a sus seres queridos. Música de músicas. De múltiples ritmos y frecuencias. De ritmos altos y melodías interminables, igual que la canción de nuestra propia vida.
Vida exigua, anónima y perdida por los anaqueles del tiempo. Música que a su autor le sirve para afrontar la búsqueda de la felicidad tras la muerte de sus progenitores. Y la orfandad que ésta lleva consigo. Una búsqueda de egoísmo y rabia que indaga en descifrar el silencio reinante en un pasado teñido de penumbras. Un silencio que necesita de la aceptación de lo que uno fue y de en lo que se ha convertido. Ordesa es una historia universal del ser humano que necesita reconstruirse a sí misma con la voz de la lujuria presente en nuestro día a día. Días de derrotas y victorias. Anhelos y decepciones. Ruptura y esperanza. Espacios en los que esculpimos la notoriedad de los días en los que creímos que no fuimos felices.
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