Cuando atrapamos algo, intentamos que el tiempo sea guardián de su encierro: que decida abrir, y a su vez cerrar, esas infinitas puertas; que divida en la morfología divina, el cuerpo y el alma. Seré justo. Como dijo aquel amigo, la política no cabe en la azucarera. Me detengo en esa pared por los seis meses de la vida que llevo, que aglutino en el matutino amanecer. La muralla de Ávila es esa pared que ha sorprendido mis encantos, expectativas de un sueño, una idea rota, una caída precipitada del defraudado idilio de ese desencanto del atrapa sueños que escondemos en un cajón olvidado.
Tengo un amigo mayor. Si, tan mayor que está volviendo a su niñez. Y me cuenta, si, me cuenta cosas. Me dice que vivió amurallado, y que todos sus glóbulos rojos los moldeo en esta ciudad donde enraizó su niñez y tuvo su primera novia. Tengo un amigo culto, que no cesa en un empeño de poner un nombre. El no es santo, ella si. Una estación, un desfile de trenes y el bullicio. Al salir, darse la vuelta y ver su nombre: "Estación de trenes Teresa de Ávila". Santa teresa. Teresa escritora, Teresa humana. Pero choca, se estrella aunque no caiga al suelo.
Volvemos al muro, a la política del muro, si, porque son militares, iglesias y oradores, quienes manipulan en sus diputadas butacas que hacer con un pueblo, con una ciudad que no sabe desapilar sus piedras. El quiso poner un nombre que no llego a su diáspora. Me gustaría tanto, pero tanto verle sonreír bajo un enorme cartel que anuncia una estación, "Estación de trenes Santa Teresa de Ávila". Pero los muros pesan, los políticos engordan y no se llevan entre si. Imaginé una ciudad encantada, rebosante de cultura, teatros llenos de teatro. Y me voy, huyo al sur, donde todo esta lleno de nombres y trascendencia cultural. Huyo del muro que espero no termine como el de Berlín. Me gustaría que fuera invisible, atravesarlo y abrir las puertas que se cerraron para que otras se abrieran.