Pocos conocen que esa Alicia existió, que el autor estuvo enamorado de ella a lo largo de toda su vida y a pesar de la diferencia de edad, y que ese maravilloso e inmortal cuento nace de la voluntad de este matemático y escritor británico por entretenerla a ella y sus hermanas una tarde soleada de verano. Lewis Carroll, seudónimo de Charles Lutwidge Dodgson, fue profesor de matemáticas, fotógrafo retratista amateur y escritor por vocación. Desde muy pequeño comenzó a escribir en las revistas que creaba con sus hermanos en casa. Gracias a su elevada inteligencia, desde sus primeros escritos se puede ver la innovación con la que Carroll carga al verso: juegos de perspectiva, de tono, de ritmo, adivinanzas, moralejas e incluso poemas que recuerdan a los ‘koanes’ zen.
Pero lo más llamativo de su poesía, aparte del sempiterno recuerdo de Alicia, es esa voluntad de anclaje, de perduración de la infancia. Para Carroll, defensor de lo bello como Verdad, es la infancia la imagen de la Belleza, y por lo tanto, de la única e irremplazable Verdad. Carroll es consciente de su propia pérdida de la infancia, como puede verse en tantos poemas donde se trata el tópico latino del ‘tempus fugit’ – ‘Una barca bajo el cielo soleado’ o ‘Prólogo de ‘A través del espejo’’ - pero lucha por conseguir que no suceda lo mismo con aquella «recién nacida habitante / de la gran ciudad de la vida» que da nombre al poema ‘Alicia, hija de la señora C. Murdoch’. Quiere retenerla en ese espacio que crea solo para ella, en lo que él llama «el centro del país de los sueños», con la certeza de que allí «no puede entrar la mano corruptora». De esta voluntad imperiosa por sumergir a su Alicia en un mundo imaginario donde la única premisa para entrar sea la conservación de la infancia, nace el país de las maravillas que todos tanto conocemos.
Lewis Carroll se enamoró perdidamente de aquella niña que le trajo el verano a sus días, que le regaló sus oídos para saborear con ellos los cuentos que el compañero de trabajo de su padre le regalaba muchas tardes, que no estaba manchada por la sombra de los tabús y los prejuicios sociales. Carroll sí tuvo que sufrirlos y ello ocasionó el rechazo de muchos, como seguiría ocurriendo hoy. Carroll tuvo que sufrir el peso de una sociedad que está por encima del deseo individual, que acabó decidiendo por él y ante lo cual solo pudo refugiarse en aquello que siempre tiene los brazos abiertos, en el pañuelo inacabable, en el abrazo infinito de la Literatura.
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