Quiero decir, él, como poeta, ha sido un adelantado por cuanto ha sabido pensar -y sentir-, en algún momento, casi por cada uno de nosotros. Pocos pasajes de su obra podríamos decir que no nos afectan, que nos son ajenos, por cuanto su capacidad de imaginar, su conocimiento del interior del hombre a solas nos lo ha convertido, rara el lector, en amigo imperecedero:
“La abeja que volando zumba y sobre/ la colorida flor se posa, casi/ sin distinguirse de ella/ a un mirar que no mire,/ no cambia desde Cécrope. Sólo quien vive/ una vida con ser que se conoce, envejece,/ distinto de la especie/ que le da la vida./ Esta abeja es la misma que otra que no sea ella./ Sólo nosotros -¡Oh tiempo, oh alma, oh vida, oh muerte!-/ mortalmente compramos/ el tener más vida que la vida” He aquí, a mi entender, un magnífico testimonio poético de soledad y a la vez de vida, de creación y de dependencia, de naturaleza y de sensibilidad. Quizás eso tenga la poesía verdadera, que, sin necesidad de argumentos extensos y en exceso racionalizados, sabe convocar, sugerir, en torno a ese hermoso e inextinguible secreto de lo bello, de lo efímero, en la afanosa tarea del vivir.
Vivir como homenaje a la naturaleza, a la vida, a nosotros mismos. Pero todo ello no será válido para el corazón, significativo para la inteligencia, si antes no ha sido soñado y pensado por el poeta, ese solitario que, amando lo que observa y piensa y siente, nos hace –a través de su mensaje, de sus textos- mejores más allá incluso de nosotros mismos. Nos dicta el camino, nos guía. Es el mejor aliado de nuestra infatigable soledad: “Increíble que se puedan pensar cosas así./ Es como pensar en razones y fines/ cuando empieza a rayar la mañana y allá por la arboleda/ un vago oro lustroso va perdiendo oscuridad”.
Leer para vivir.
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