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"Y los versos, besos son": la voz en pie de Eugenio Arce

Por Federico Gallego Ripoll
martes 30 de octubre de 2018, 09:01h
Y los versos, besos son
Y los versos, besos son

Los árboles son importantes. Hay árboles magníficos, inmensos, poderosos, árboles gigantescos que crecen configurando un territorio, una epopeya, un tiempo, dando cobijo a una identidad, sombra a varias generaciones. Son árboles faro, árboles lucero, necesarios. Pero el mundo está lleno de caminos, y junto a estos árboles opulentos, poblando el resto del territorio, otorgándole horizonte, altura y vida, hay otros árboles más afines a la medida del hombre, menos imponente, cercana, abarcable en su perímetro, en el frescor de su sombra y la vida palpable de sus nidos. Son árboles tan propios que terminan por aprenderse nuestro nombre y advertir con acierto qué estado de ánimo nos serena o solivianta. Al igual que los grandes árboles, los árboles medianos y pequeños, los árboles flexibles, ligeros, los solitarios árboles, insomnes, se nutren de la tierra y del agua de lluvia, beben por sus raíces la sustancia de lo que han sido para poder seguir siendo y regalarse, y permitir que otros, árboles o personas, cerca de ellos, a su amparo, también lleguen a ser. Estos son nuestros árboles cercanos: árboles imprescindibles.

¿Hablo de árboles, o hablo de poetas? No hay mucha diferencia. Los poetas, como los árboles, son importantes, porque también, como ellos, son seña de identidad de un territorio, un tiempo y una lengua. Y dan sombra, muy buena sombra. Hay poetas gigantes como secuoyas, pocos, y con frecuencia su copa está demasiado distante, sus pájaros muy altos, sus brotes suelen ser patrimonio de las nubes y los vientos terribles. Nos enseñan desde lejos. Pero de su misma tierra, sosteniéndoles, apoyándoles desde su lícita reivindicación de la palabra, hay árboles, poetas, próximos y pacientes, ahí Eugenio Arce, poeta de los que bregan desde su experiencia cotidiana y la honestidad de mirarse sin tapujos en el espejo de su implicación en la realidad del tiempo y las circunstancias en que habita, poeta, poetas verdaderos que además de la tierra y el agua, se nutren de la experiencia común, del anhelo de sus conciudadanos por llevar cada día hasta el día siguiente. Sí: ahí Eugenio Arce. Yo creo que la Naturaleza es sabia y busca el equilibrio, y por eso regala más poetas a las tierras que tienen menos árboles, para que su buena sombra cobije amablemente a quienes se acerquen, para que la tierra mantenga, siga manteniendo, su voz alerta.

Eugenio Arce, como todos los poetas verdaderos, no lo es por elección, lo es por destino y, como los árboles, va creciendo en los círculos concéntricos de su poesía entregada en libros tan fecundos y vitales como “El hilo de Ariadna”, “Siempre será mañana”, “Como el sauce” o como este “...Y los versos, besos son”, que hoy nos reúne y que por el momento es el círculo más amplio de este crecimiento suyo continuado en el que su decoro al utilizar respetuosamente el idioma para configurar el suyo propio haciéndolo lenguaje de su responsabilidad, no enturbia sino que clarifica el compromiso ético, existencial, que demuestra con la generación y el tiempo de los que participa. Porque austeridad y compromiso, junto a reflexión consecuente, son en su caso fundamentales signos y defensa de su identidad.

La poesía de Eugenio Arce ha ido creciendo desde la perseverancia del poeta que comenzó creyéndose artesano por puro respeto a asumirse en su entera dimensión de hacedor de belleza y conciencia, un poeta cabal que cuida cada palabra y su música con el rigor de quien sabe que ha de buscar su lugar preciso para que adquiera la dimensión que da sentido a ambos: el poema y el poeta.

Así, la poesía de este consecuente “...Y los versos, besos son” es una poesía de línea clara, de escasa adjetivación, donde lo escrito es lo pretendido y donde la memoria del lector acude con presteza a lo que reclama cada verso. El latido del tiempo, una preocupación justa por la falta de empatía, la constatación de lo fugaz, la defensa de la identidad y el amor por una naturaleza elemental, presente en todos sus elementos, son estancias en las que este libro transcurre. Eugenio sabe recibir y compartir en cada momento el fruto adecuado, y lo hace en ese punto donde paisaje y paisanaje confluyen y se refuerzan. La suya en este libro es una voz en pie, bien asentada en la veracidad de su discurso, que habla de la tierra y de sus hombres, sus mujeres, de sus preocupaciones, sus anhelos, sus aflicciones. En este contexto sí podemos considerar que esta poesía contiene en ocasiones un sereno tono social, nada estridente, porque el protagonista es el hombre y lo en él aventurado, lo responsable, lo implicado en cuanto asola esta sociedad nuestra tan individualista e insolidaria. No, su poesía no está en las copas altísimas de las secuoyas, está aquí, oliendo a hierba fresca, a tierra mojada, una poesía hecha a la medida del hombre que pisa descalzo sobre el corazón de su tiempo, que no vive en sinalefas, onomatopeyas o sinéresis... poesía diáfana, directa y eficaz.

Es difícil no mirar hacia dentro cuando se mira alrededor y se contempla la propia realidad en el espejo del entorno. Por eso Eugenio Arce, el poeta de Torrenueva, no deslinda la reflexión sobre su tiempo de la reflexión sobre su yo, en una metafísica expandida, abarcadora, donde la introspección se convierte en mirada compasiva sobre un espacio y unas gentes que forman parte de su propia identidad. Y lo dice en voz alta, y lo comparte, porque sabe de esta función social de la poesía y de la figura del poeta como irrenunciable notario de su tiempo.

Eugenio nos llega en estos momentos recién liberado de su responsabilidad de presidente del grupo Guadiana y de director de la revista Manxa, tan importantes dentro de nuestro panorama cultural, que durante tantos años han sido con tanto acierto una de sus responsabilidades primordiales. Nunca sabréis lo valioso que para quienes vivimos lejos de esta tierra es recibir las publicaciones de nuestros grupos literarios: Guadiana, Azuer, que nos reorientan, iluminan y confortan al permitirnos mantenernos al tanto de lo que en nuestra tierra, poéticamente, acontece.

Quiero mencionar también la gran tarea que realizan Lastura ediciones y su directora Lidia López Miguel, en defensa de la poesía, con publicaciones tan hermosas y cuidadas como ésta. La labor de estas editoriales accesibles, sufridas, involucradas, responsables, tan lejos en concepto de los grandes sellos que suelen monopolizar los circuitos de la difusión y las subvenciones, es la que sostiene la cultura cercana, imprescindible, de la que nos nutrimos.

Gracias, Eugenio, porque ya sabemos que, en definitiva, son los poetas y los místicos los que salvan a los pueblos. Atendamos ahora, desde nuestra verdad, a la verdad de esta poesía verdadera.

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