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"Constantinopla 1453. El último asedio", de Roger Crowley

Editorial Ático de los Libros
Por José María Manuel García-Osuna Rodríguez
martes 14 de diciembre de 2021, 22:00h
Constantinopla 1453
Constantinopla 1453

Desde la nacencia del Imperio Otomano, en la vecina Turquía, la apetencia de los turcos por acercarse a Europa ha sido proverbial; ahora y asimismo en el siglo XV. Su envidia hacia las delicias del Imperio de Bizancio fue patológicamente proverbial. La debilidad de los bizantinos, la mala fe y la desidia de los occidentales con el papado vaticanista a la cabeza consiguieron la debacle de Bizancio, y cuando se intentó revertir la situación, ya fue imposible. Este tactismo ya se encuentra en diversos textos, como por ejemplo en el deseo incoercible del escritor árabe del siglo XII, Hasan Ali Al-Harawi: “Constantinopla es una ciudad mayor que su fama. Que Allah-Dios en su gracia y generosidad quiera convertirla en la capital del Islam”.

Por todo lo que antecede, es necesario indicar que desde el inicio de la nacencia del Islam el tactismo hacia Bizancio es obvio; inclusive se piensa que el deseo de conquistar está ya en el propio Profeta Muhámmad, aunque en este caso su veracidad no está comprobada. Sea como sea, la existencia del Imperio romano de Oriente estorbaba, muy mucho, la necesaria expansión de los mahometanos. Estamos en el año 629 d. C., el emperador bizantino es Flavio Heraclio Augusto (c. 575-610-641); que es uno de los grandes emperadores bizantinos, que acababa de aplastar a los persas, y este autócrata de los bizantinos que había decidido dirigirse hasta Jerusalén, a pie, para agradecer al Dios de los cristianos sus triunfos, y el haber recuperado la Vera Cruz para devolverla a la iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén, recibe una extraña epístola: “En el nombre de Alá, Clemente y Misericordioso, esta carta es de Mahoma, el siervo de Alá y Su apóstol, a Heraclio, el gobernante de Bizancio. La paz está con aquellos que siguen la recta vía. Esta es la llamada del Islam. Os invito a rendiros a Alá. Abrazad el islam y Alá os concederá una doble recompensa. Pero si rechazáis esta invitación, llevaréis a vuestro pueblo por un camino equivocado”.

Se colige que el emperador de Bizancio realiza ciertas averiguaciones, su investigación le maravilló y consideró su contenido epistolar con mucho respeto. El anónimo escribano envió otra misiva semejante al Rey de reyes Cosroes de Persia (c. 570-590-628), pero este fue menos educado y respetuoso, ya que rompió la carta en pedazos. El profeta del Islam se sintió bastante agraviado y replicó, sin ambages: “Decidle que mi religión y mi soberanía se extenderán más allá de las fronteras del reino de Cosroes”. El persa poco podía hacer para replicar, ya que había sido asesinado en una revuelta palaciega, tras las derrotas frente a Heraclio. Hacia la década de los años 630 las mesnadas sarracenas comenzaron a aparecer en las tierras de los amorreos, hoy sirios; sus milicias eran rápidas y muy fuertes, luchaban por sobrevivir para mejorar su futuro. En Siria los persas habían situado tropas mercenarias corruptas y con poco espíritu de lucha. Los árabes utilizaban una muy sui generis guerra de guerrillas; atacaban a estos soldados de forma rápida, luego se retiraban hacia el desierto, sus enemigos los perseguían y abandonaban la protección de sus fortalezas, de esta forma y en un terreno inhóspito eran derrotados y masacrados con suma facilidad. Se especializaron en el asedio y cerco de ciudades, estudiaron la poliorcética y, por consiguiente, ya estuvieron capacitados para la conquista por asalto de las urbes mesopotámicas. “Primero cayó Damasco, luego la propia Jerusalén. Egipto se rindió en 641, Armenia en 653. En veinte años el Imperio persa se había hundido y convertido al islam. La velocidad de las conquistas de los árabes fue asombrosa; su habilidad para adaptarse, extraordinaria. Animados por la palabra de Dios y conquistando para él, los pueblos del desierto construyeron en los astilleros de Egipto y Palestina, con la ayuda de cristianos nativos, marinas de guerra para ‘luchar la guerra santa por mar’, y con ellas tomaron Chipre en 648 y luego derrotaron a una flota bizantina en la batalla de los Mástiles en 655. Finalmente, en 699, menos de cuarenta años después de la muerte de Mahoma, el califa Muawiyya envió una enorme y poderosa fuerza anfibia a asaltar la propia Constantinopla. Los vientos de la victoria le favorecían y tenía sobrados motivos para esperar la victoria”.

En ese malhadado año 699, los soldados de la media luna ya estaban en la parte asiática de Bizancio; contemplados con terror desde las murallas; en el año 670 una flora agarena de 400 navíos cruzó, con soltura y facilidad, el estrecho de los Dardanelos, estableciendo su base-puente en la parte meridional del mar de Mármara, donde está la península de Cícico. El abastecimiento y los pertrechos, además de la impedimenta, anunciaron a los bizantinos que los ismaelitas preparaban una campaña dura y de larga duración. “Los musulmanes cruzaron el estrecho al oeste de la ciudad y pusieron pie en Europa por primera vez. Allí capturaron un puerto desde el que conducir el asedio y organizaron saqueos a gran escala del ‘hinterland’ de la ciudad. Dentro de la propia Constantinopla, los defensores se refugiaron tras sus gigantescas murallas, mientras su flota, atracada en el Cuerno de oro, se preparaba para lanzar contraataques contra el enemigo”. La campaña duraría entre los años 674 y 678, con una minuciosidad y una crueldad sin límites. Descansaban en verano y en invierno, mientras que en la primavera y en el otoño atacaban los muros constantinopolitanos y se enfrentaban a la armada bizantina en los Dardanelos. En realidad, todavía restaban más de siete siglos para que llegase la fecha decisiva de la derrota de Bizancio, y todavía los bizantinos eran mejores que los musulmanes.

En el año 678, la armada de Bizancio realizó una maniobra inteligente e inesperada, atacando a los agarenos en su propia base de Cícico, las naves escogidas serían galeras ligeras con muchos remeros y que se desplazaban a gran velocidad, eran los dromones. El fuego griego utilizado consiguió abrasar a los barcos enemigos “tras caer como un rayo sobre las caras de los que los contemplaban”. Los marineros mahometanos se asfixiaron sin remedio, y el fuego bizantino quemaría vivas a sus tripulaciones. ‘Habiendo perdido muchos soldados y recibido graves heridas’. Este análisis-ensayo abre el pórtico de este libro fuera de serie y que merece todos mis parabienes; todo ello dentro de la extraordinaria colección de historia de Ático de los Libros. ¡Estupenda obra!Timeo Danaos et dona ferentis, ET, Labor omnia vincit”.

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