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CIEN AÑOS SON NADA

Sobre “Luisiana, 1923” de Tim Gautreaux. Ed. La Huerta Grande. 2022
sábado 04 de junio de 2022, 12:00h
Luisiana, 1923
Luisiana, 1923

Hace apenas unos días, nuestro admirado colega don Evaristo Aguado nos daba noticia de la publicación de un nuevo título de Tim Gautreaux en la que es su editorial habitual en español, La Huerta Grande. Con el natural interés, tras nuestra reseña, hace ya dos años, sobre El paso siguiente en el baile, nos lanzamos a la lectura de este, en la versión, rayana en la perfección, de su traductor habitual, don José Gabriel Rodríguez Pazos.

La novela (en el original The clearing, 2003) escrita por tanto en plena madurez del autor, que cuenta ahora setenta y cinco años, narra, con el reposado ritmo que le es propio, un lustro en la vida de dos hermanos, Byron y Randolph Aldridge, en un remoto asentamiento maderero de la Luisiana profunda. El amable lector nos disculpará si no redundamos en los detalles de la trama, ya esbozada en la nota indicada de don Evaristo.

Nos interesa aquí discutir las razones del atractivo de su lectura e intentar una valoración (ahora que contamos con cuatro títulos traducidos de Gautreaux) de su real valor dentro de la narrativa literaria; aunque para ello sea preciso revelar algunos detalles argumentales. La propia contracubierta del libro, calificándolo, en palabras de Annie Proulx como “obra maestra” nos compele a esa valoración, aunque tal vez solo aquellos capaces de producir obras maestras estén capacitados para dilucidarlo (o, en última instancia, el todopoderoso lector). ¿Es Gautreaux meramente un magnífico artesano o un artista de la palabra?

Uno de los grandes logros de las historias de este narrador es su íntima conexión con lo que alguien llamó “la textura del tiempo”. La lectura de sus obras se solapa con la percepción de estar viviendo dentro del ambiente que describe ─con enorme detalle y uso de la palabra exacta en cada momento─, de modo que nos lleva con él en un viaje al interior de las vivencias de sus personajes. Pero no se limita a una reconstrucción de corte arqueológico o sociológico de momentos del pasado en el Sur profundo, lo más valioso es que nos conecta con el conflicto íntimo de las personas (protagonistas o secundarias) que aparecen. Entonces sentimos que nos habla también de nuestro conflicto propio, más allá de distancias geográficas y cronológicas, de los temas de siempre: el amor, la muerte, el mal, el deseo, la venganza… En esta entrega utiliza la música ─casi diríamos que es una danza para la música del tiempo, por usar el título de otro maestro del uso del tiempo en la novela, Anthony Powell─, la música que Byron escucha en un gramófono que debía ser un artilugio muy caro en aquel momento y lugar, casi como el que usaba Hans Castorp en La montaña mágica, publicada por cierto exactamente durante el periodo aquí tratado. Una música que podría haber recogido el pionero musicólogo John Lomax, o luego su hijo Alan, que estuvo incluso en la España de los 50 y 60, como recoge en reciente trabajo don Fernando Gomarín, etnógrafo cántabro. Esa música que tiene el poder de abolir el tiempo (de ahí lo de que cien años son nada) y sacar a flote los sentimientos escondidos.

Como los de Byron Aldridge, veterano de la I Guerra Mundial, víctima de estrés post-traumático (neurosis de guerra se decía hace un siglo), que vegeta en ese aislado bosque de Nimbus al que llega su hermano Randolph para intentar reintegrarle a la vida social. Un Randolph que va a ser el detonante (literalmente) de la espantosa espiral de venganza desatada entre ellos y los mafiosos sicilianos que intentan controlar el juego, el alcohol ilegal (estamos en ley seca) y la prostitución; venganza que se encarna en Crouch, un personaje tuerto realmente aterrador, también víctima de la violencia “industrial” y masiva de la Gran Guerra. Será Randolph el que, con una mentira, decida el porvenir inmediato de los miembros de la familia, incluyendo al pequeño Walt, hijo de su criada. Estamos en un ambiente de dramón sureño que me recuerda a las películas clásicas como La gata sobre el tejado de zinc, Byron podría ser interpretado por Paul Newman. Incidentalmente hay otra cinta menor Los árboles gigantes protagonizada por Kirk Douglas en 1952, buen ejemplo del lado salvaje de la industria de la madera en el Oeste.

Sorprende, dentro del ajuste casi milimétrico a que nos acostumbra Gautreaux con los detalles de sus historias (o su dominio de los “trucos del oficio” si lo prefieren así), la tendencia en esta obra a desaprovechar personajes con tanto potencial como Jules, el ayudante del gerente ─que mucho recuerda a Paul, el protagonista de El paso siguiente en el baile─, Ella esposa de Byron (cuyo pasado debió ser muy interesante dado su apodo de Kansas Queen) o el padre de los Aldridge a quien apenas se permiten una docena de líneas. El caso de May, la criada mulata, cuya muerte un poco demasiado conveniente, nos introduce en una violencia excesiva (en nuestra opinión), Gautreaux no es King ni Leonard, y la acumulación de muertes acaba pesando sobre la paciencia del lector. En el lado positivo hay secundarios geniales como los Merville, padre e hijo; una filigrana en la evolución de Lillian, esposa de Randolph, y metáforas vibrantes como el rayo en la tormenta. También el tratamiento del racismo atroz del entorno, es a la par diáfano y realista, sin anacronismos ni hipocresía. Las consecuencias de la Guerra de Secesión en el Sur y de la I Guerra Mundial son vistas con inteligencia y profundidad.

La intuición sobre el carácter crepuscular del mundo de los 20, con la sustitución del vapor por el diésel y la electricidad, la difusión del teléfono y el asfalto, se aúnan eficazmente con la naturaleza esquilmadora de la actividad maderera (esa notable visión de que el talado se produce “de fuera hacia dentro” para reducir costes de transporte) en lo que es un desastre ecológico. Pero el ecologismo de Gautreaux no es buenismo estilo Walden de Thoreau (tan de moda entre nosotros en la última década), es más bien conservacionista, consciente de que hay zonas terribles en la naturaleza: calor, barro, inundaciones, caimanes devoradores de hombres… (mientras escribo estas líneas leo sobre la muerte de un hombre en Florida por ataque de un caimán, cien años son nada…). Pero conservacionista nos lleva a conservador, y de ahí a tradicionalista hay un paso, paso que da Jem Poster en su brillante reseña a la edición original, publicada en The Guardian, aunque en inglés puede que el término se refiera simplemente a tradicional. Y puede que Gautreaux sea un narrador tradicional y eso lo diferencie de (volviendo al juego de la “obra maestra”) genialidades como La señora Dalloway o Ulises (las cito simplemente porque son de 1922, tan cerca de la fecha de Luisiana, 1923 y porque siguen, cien años son nada, siendo geniales hoy día).

Hay que apuntar mínimas erratas, como una anfibología en la página 165, el uso de los nombres español y francés para el mismo río (pp. 115 y 142), una división silábica ad sensum en la 145…, minucias dentro del habitual tono elevado de las ediciones de esta colección. Por el contrario, nos quedamos con la sabiduría del autor en frases que son como aforismos certeros: “no le preocupaban las cosas que ya no podía ver: era una vida simplificada por la tragedia” (p. 99), o “no deberías beber, es un hábito que va a peor (…) ¿es el hábito o lo que causa el hábito lo que va a peor?” (p. 219)

Invitamos al lector a descubrir más perlas como esas y a resolver la cuestión de la obra maestra en esta nueva aportación de La Huerta Grande al acervo en español de Tim Gautreaux, que nos deja la novela en un final más o menos feliz hacia 1928… sabedor de que el crack del 29 se aproxima para llevarse todo por delante, en Luisiana y en Pensilvania, entre blancos, negros y cajunes, pero esa es ya otra historia.

Puedes comprar el libro en:

9788418657184
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