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Carlos Tena
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Carlos Tena

Nenia por un amigo

lunes 01 de mayo de 2023, 07:06h

Cuando estaba remitiendo a esta revista mi anterior artículo quincenal sobre los chismorreos que, desde hace algunos años, intentan afear la formidable contribución de Pablo Ruiz Picasso al arte de s. XX, me enteré de la muerte de mi gran amigo Carlos Tena. Cambiar urgido por la tajante noticia aquellas líneas por cuanto pretenden estas, hubiese resultado precipitado y, por tanto, sumamente desconsiderado con Carlos. De modo que decidí posponer su homenaje hasta esta entrega.

La última vez que hablé con Carlos Tena fue para que presentase mi novela Los invertebrados (2021), donde, entre la turbamulta madrileña, aparece bajo su más distinguido papel de enciclopedia del pop. Ya se hallaba bastante menguado y condolido, por lo que se excusó y desde su retiro en Ronda me envió como consuelo de su ausencia un par de folios que leyó Raúl Pereda, de la editorial Drácena, al grupo de asistentes que quisieron acompañarnos aquella tarde. Fue una verdadera lástima, porque hacía años que no nos veíamos aunque alguna vez, durante ese largo -demasiado largo- ínterin, me telefonease para anunciarme su próxima venida a Madrid y para asegurarme que esta vez sí, que esta vez por fin iríamos a comer juntos para volvernos a reconocer y para devanar alguna que otra confidencia ocasional, que en boca de Carlos hubiese resultado, como siempre, estruendosa y de irremediable carcajada. No pudo ser y ahora bien que me duele.

Conocía a Carlos -o mejor, al Tena- desde mis años de instituto, cuando la Segunda Cadena emitía los miércoles, a las nueve y media de la noche, el Popgrama (1977-81), donde aparecía, con Ángel Casas, Diego Manrique y su querido Moncho Alpuente, bajo su termodinámica greña, con algún que otro chaleco y, de cuando en cuando, tras aquellas chirriantes corbatas -tenía, como Picasso, predilección por las más horribles y provocativas del mercado-; aunque, en realidad, comencé a tratarlo a principios de los noventa, recién aterrizado en la capital, cuando una noche sí y la otra también acudía al Elígeme, aquel maravilloso galpón para náufragos de la progresía, donde buscaba hacer nuevas amistades con las que ubicarme a gusto en la ciudad.

Al poco nos anunció a los amigos que, tras una discusión -sin duda consecuencia de la resaca por el escándalo de las Vulpes- con Pilar Miró, dejaba Televisión Española. No hubo forma de convencerlo de lo exagerado y hasta temerario de su decisión, porque Carlos era así: de arrebatos irreparables y de puro estropicio. Y bien que lo pagó, porque no habían transcurrido sino unas cuantas semanas cuando en aquella memorable sala se colocó de disk jockey. Por fortuna; fue cosa de poco momento, y enseguida ascendió a director del Hilo Musical.

Durante esos años se fraguó nuestra amistad, puesto que, entre sus programaciones para el Hilo y otras contrataciones televisivas posteriores, más los constantes viajes a su adorada Cuba -donde también trabajó por una minucia en la clasificación de su archivo de música nacional-, nos convocaba a cenar a Jaume Sisa -entonces aún Ricardo Solfa- y a mí para unas travesías hacia cualquier punto de la geografía madrileña y aun de más allá, en su destartalado Panda rojo. Estos trajines no encontraban final ni cuando el amanecer nos sorprendía ante una paella, rodeados de taxistas con mala índole y de otras almas enteleridas por el estrago de la noche, mientras a nosotros todavía nos aguardaban por delante algunos desvaríos por cumplir hasta que nuestras fuerzas se despidiesen hartas de nuestras trapisondas. Y eso solo sucedería cuando el sol campease en todo lo alto y el común hubiese retornado de sobra a sus menesteres para ganarse el sustento. De aquellos descarríos guardo travesuras confesables e inconfesables de Carlos, como cuando, sabedor de que no hay como el halago para una rápida y eficaz seducción, le dio por leer la mano con augurios de emperatriz a cualquier damisela que nos saliese al paso para gran bochorno del Sisa y mío, o la ocurrencia de despedir al AVE con una botella de cava y los adioses de un flamear de pañuelos. Aunque si algo domina todos estos recuerdos, que ahora me asaltan embarullados, era su pródiga y benéfica ingenuidad, por más que la disfrazase de desternillante pillería o de encampanada reivindicación. En efecto; su generosidad, de una probidad al alcance solo de la adolescencia, aunque me provocase cierto rubor, siempre me resultó conmovedora.

Por lo demás, Carlos Tena era comunista; bueno, según Moncho Alpuente, "más comunista que nadie"; al punto que, durante una cena, Fidel Castro no pudo sino exclamar asombrado: "habló usted duro, compañero". Claro que esta adhesión, que le procuró algunos disgustos innecesarios cuando ya no quedaba de buen tono, como su tozuda y acalorada ojeriza contra algunos personajes notables, las llevábamos con naturalidad y las considerábamos constitutivas del Tena. Y sobre estas peculiaridades, era un billarista estudioso y excepcional; juego de distante y casi milimétrica práctica que nunca supe dónde encajar en su arrebatado y divertido temperamento.

Entre tanto, me cuentan que el gobierno, en su denodada conquista diaria del ridículo, quiere abolir al Bombero Torero. ¿Qué le molestará de esos enanitos brincadores que entretienen a la chiquillería dándole mantazos a una becerra? Lo ignoro; pero como felliniano, me entristece y me deja un vago regusto a desolación; y, sin embargo, en este momento, aunque solo fuese por partirme de la risa, me gustaría escuchar qué soltaría el Tena ante tan imbécil arbitrariedad.

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