En este mundo la palabra, sin importar el tema o la imagen, siempre es erótica en sí misma, roza la piel de la página para desvanecerse en ese instante. Esta paradoja entraña la esencia del poema que aparece y desaparece al mismo tiempo, como el roce de los amantes que deja de ser en cuanto es.
“Ahora / nos amamos” son dos versos que cierran el poema “Lugares prohibidos,” dos versos que, en una suerte de caligrama, se han quedado solos, al final del poema, en una sola estrofa, para expresarlo todo. Los versos, cuanto más breves, más cosas nos dicen. Ese “ahora” del primer verso va a dibujar la eternidad, el tiempo sin tiempo del mito, ese instante en que el poema nos devuelve la vida, pero al mismo tiempo nos la quita, ese mismo instante en que una caricia puede desmentir al poema, pero, a su vez, el poema también puede desmentir una caricia, juego de espejos entre el erotismo y la poesía, revelaciones de una eternidad que, paradójicamente, se desmorona.
“Tu máscara se pierde, / borra el poema” son otros dos versos de “Lugares prohibidos,” que dibujan de manera virtuosa este juego de espejos; es tanta la autenticidad del encuentro amoroso que consigue despojar al amante de todo aquello que no pertenezca a la esencialidad de ese encuentro. En este sentido el amante va a perder la máscara, que, etimológicamente, es la persona, es decir que una caricia puede desmentir todo lo que el amante es de cara a la sociedad, para que éste pueda alcanzar su verdad plena en el encuentro amoroso. A su vez es tanta la intensidad de este encuentro, que incluso consigue borrar al poema, yacente en el umbral de la verdad. Con lo cual el poema es lo más auténtico que tenemos mientras estamos solos, pero esta autenticidad también llega a desvanecerse frente a la intensidad del encuentro amoroso.
No obstante, esta eternidad del ahora nos amamos, se va a desmoronar merced al tiempo. De ahí la cicuta de tiempo, tomar el veneno para no aceptar el destierro intrínseco en el poeta, aceptar el devenir inevitable que va matando lo que toca, para conseguir que, mediante la palabra, todo vuelva a nacer momentáneamente. En este sentido se podría decir que la poesía de Beatriz Saavedra es esencialmente mítica. Coincidiendo con la visión de Mircea Eliade, responde a la necesidad de recrear todo lo que el veneno del tiempo inevitablemente mata; sabiendo, a su vez, que en la raíz del poema y del amor está la muerte necesaria para renacer:
Busco mi centro en el túnel de sombras
para inventar el estallido de palabras
donde el aire esgrime
y renazco
En estos cuatro versos del poema “No me reconocieron los espejos” podemos apreciar cómo, en un sentido plenamente mítico, la palabra poética nos permite renacer, ahí donde la espada del aire abre una brecha, donde el poeta se busca a sí mismo, entre las sombras.
También en el encuentro amoroso se puede renacer. Escuchemos los siguientes versos del poema “Tu cuerpo de soles e invierno:”
Bañados de sudor
el cansancio hace su juego,
desploma el mundo,
el instante sostenido en la prisión del cuerpo.
Mientras tanto
me dispongo a nacer
de nuevo.
Habíamos dicho que el encuentro amoroso llega a desmentir al poema, pero, en este caso, también puede ir de regreso al papel para volverse poema en sí mismo. El tiempo del mito es casi eterno, de no ser por el cuerpo que intenta en vano huir de sí mismo para ser el otro. En esa región del poema y del cuerpo se borra nuevamente la máscara, el mundo no tiene sentido en el ahora nos amamos; se trata del instante mítico que soñó María Zambrano, no como cantidad de tiempo sino como cualidad fuera del tiempo; se trata del instante que soñó Borges, una sola visión sin superposición ni transparencia, en una esfera tornasolada donde cabía la eternidad. El mismo instante que Octavio Paz rescata del tiempo cronológico para consagrarlo en el tiempo mítico del poema. En ese mismo instante el poema es un espejo del encuentro amoroso; todo nace y todo muere al mismo tiempo, es posible morir para nacer de nuevo y volver a morir para renacer. “Después, verter tu voz que se levanta, / la posibilidad de otra vida / renaciendo,” rezan tres versos del poema “Arquetipo” donde la posibilidad de otra vida expresa el sentido mítico que busca el trazo del poema, otra vida en la voz del amado, otra vida que surja del olvido, para olvidarnos de ésta, mediante la palabra y el roce de la piel entre los cuerpos.
No obstante, la poética de Beatriz Saavedra se rebasa a sí misma, esa verdad que se revela en el poema y en el encuentro amoroso, ya dejó de serlo, ha sido envenenada por el tiempo. “Toda conjetura se rinde / en la ebria concepción / de los cuerpos” rezan tres versos del poema “Mar de fondo”, que nos llevan a pensar que, incluso aquello que el poema revelaba como verdadero es ilusorio, que incluso lo más verdadero del acto amoroso es mentira. Esta reflexión nos acerca a la idea de la nada como continente del todo, la nada que se deja sentir en los silencios y en los remates de Cicuta de tiempo, que se siente en los bordes heridos de las palabras. Se trata de un lamento, qué otra cosa es la lírica, ante el abismo que se dibuja y se desdibuja, en el marco de una metafísica desplegada en varios planos, donde el desengaño también puede ser un engaño.
“Avista el abismo / el desengaño a fondo / en el influjo que mide la pérdida” son tres versos del mismo poema “Mar de fondo”, que nos colocan al borde de la nada, donde incluso el no ser deja de existir. El desengaño más profundo consiste en vislumbrar, de manera paradójica, a la nada como lo único que puede existir siendo su esencia inexistente. La vertiente mística de esta poesía en este sentido evoca al silencio brahmánico donde se encuentra Dios, al vacío budista continente de toda forma, a la letra silenciosa del alfabeto hebreo que dibuja todas las letras, y al panteísmo cristiano que encuentra a Dios en todas partes, porque no puede estar en ninguna de ellas. Todo lo que llamamos existencia surge del silencio y al silencio regresa, la poetisa va a dibujar una alegoría con la esencia de esta idea, todo lo que llamamos existencia es solamente una trampa entre dos orillas: “hay una trampa / de orilla a orilla. / Lo mismo que distingue /oculta,” son cuatro versos del poema “Simiente,” donde entendemos que la vida transcurre entre dos orillas, hechas de vacío, en el borde de la nada, dibujadas por el silencio. En esta región poética, lo mismo que distingue oculta, la forma es el vacío reza un Sutra prajnaparamita, en este sentido, la razón que traza los límites de las cosas, expresa también el delirio que los borra. Toda geometría es una revelación no sólo por su forma, sino, sobre todo, por lo que ésta oculta. El más mínimo ápice del universo expresa todo lo que no es, es decir, el resto del universo.
“La otra orilla es el sentido completo” reza otro verso del mismo poema “Simiente,” aquí se podría interpretar que la muerte está en la otra orilla, que sólo al llegar a esa orilla se puede sentir el mundo como un todo, de manera plena. Por eso es que el poema requiere una muerte simbólica dentro de la trampa rodeada por las dos orillas, una muerte que nos regale la plenitud inevitablemente pasajera, que nos regale unas alas de cera para sortear el laberinto, unas alas de ángel que se derritan al acercarse a Dios, para dejar preñado al silencio en su caída.
El poeta es un ángel caído, que a veces puede ver en la ceguera de la luz, que a veces consigue “existir en otra parte” para escapar por un instante de la trampa, un ángel cuya palabra roza la otra orilla, como el deseo que colman los amantes, en el umbral de la muerte.
El ángel maldito está enfermo de poesía, padece de la palabra inerte, nos dice Beatriz, “de la misteriosa veta que ignoramos.” La poesía es una lengua que nadie entiende” -leemos entre líneas- hay que dejar de entender el lenguaje racional para poder recibirla. Nietzsche apuntaba que hace falta desaprender a hablar para poder entrar en comunión con la naturaleza; el viaje de Altazor es un desaprender en un camino hacia olvido, olvidar para poder recordar, olvidar la palabra referencial para llegar al último canto y destilar la música más pura.
Aquí entre las dos orillas, la poesía de Beatriz Saavedra consigue ver lo que no se ve, el misterio de los contornos, lo intangible de los cuerpos, el mito que acecha las palabras gastadas para renovarlas, mundos que se recrean en el zumo de un instante, que nacen y mueren con la precisión del sueño, el espejo invisible de la imagen.
La poesía de Cicuta de tiempo se acerca a la otra orilla para religar lo que había sido escindido, para arrojar luz sobre los espejos rotos. Por un instante lo diverso encuentra su unidad; una muerte simbólica nos libera en ese instante de nuestra prisión de piel.
“Sé que estoy viviendo aquí mi muerte,” nos dice un verso de Beatriz en su vertiente mística, porque mientras vivimos, inevitablemente vamos muriendo, y la poesía de Beatriz nos transporta a ese último instante que seremos, toda nuestra vida es solamente el último instante. “La última puerta / entona esa letanía” rezan dos versos de Beatriz, el poema también es oración que nos revela el último silencio.
Podríamos terminar con tres versos de Beatriz: “El dibujo sutil / de mi humana forma / con la última muerte.”
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