Desde los primeros versos, sentimos que este libro nace de una conciencia herida, sí, pero no vencida. Herida por la injusticia, por el sufrimiento del mundo, por las sombras que se extienden sobre la dignidad humana y sobre la tierra misma. Y, sin embargo, lo que resuena no es el grito desesperado, sino la fidelidad a una esperanza que se siembra —como dice el propio Medel— “aunque el final del mundo sea mañana”. Así, en Mágico poder, se elevan torres de palabras y se levantan puentes de papel, con la convicción de que la poesía aún puede salvar lo humano verdadero.
Mágico poder es un libro para ser habitado, porque en él no hay evasión. En sus páginas late la certeza de que, incluso cuando el mundo parece deshacerse —cuando “el mar arrastra cuerpos sin vida”, cuando “el aire, el fuego y la tierra tiemblan enfurecidos”—, aún hay una luz que nos sostiene: “La luz, la luz, la luz…”, repite uno de los poemas, como un mantra necesario. Porque no hay otra luz —nos recuerda— que la que viene del cielo sereno y se entrega a nuestras manos: “En tiempos de tanta oscuridad”, leemos en uno de los poemas, “semillas de esperanza germinan por doquier. Hay que abonarlas, regarlas, permitirles crecer”.
Hay en este libro imágenes que no se olvidan: la niña que vendrá con luz entre sus manos; el poeta que escribe mientras el mundo se derrumba; los manzanos que se plantan, aunque mañana todo se acabe. Imágenes que no son meras metáforas, sino pequeñas lámparas, gestos bien cuidados, actos de resistencia. Y también, un canto profundo a lo invisible: al silencio, al instante, a ese “aquí y ahora” en que la vida se vuelve plenitud y promesa.
La palabra, en Mágico poder, no es un ornamento, sino una casa abierta, un lugar de reunión con lo más hondo y con lo más alto. “Casa de tiempo y de silencio que da al río de la vida”, como evocando a Juan Ramón Jiménez, pero también a todos los que han creído que nombrar es sanar, que escribir es abrazar al otro. El poema es aquí un puente, un bálsamo, un espejo y una lámpara. Es, sobre todo, una promesa: de que no estamos solos, de que algo en nosotros permanece intacto, vivo, luminoso.
Medel no escribe para adornar, sino para invocar: para llamar al otro, al lector, al mundo. Y lo hace desde lo más íntimo, desde el amor y la muerte, desde el deseo y la pérdida, desde el silencio fértil que antecede a la revelación. Es un libro atravesado por lo sagrado —no en su forma dogmática, sino en ese temblor esencial que nos recuerda que estamos convocados a algo más.
Shelley decía, también, que la poesía “levanta el velo del mundo familiar y muestra lo maravilloso que se esconde detrás”. Y eso es exactamente lo que hace Vázquez Medel: nos ayuda a mirar más allá. Más allá del miedo, del caos, del cansancio, para descubrir —o recordar— que somos hijos de la luz, y que el amor, aun en su forma más frágil, puede ser todavía principio de redención. Como Ícaro que vuelve a volar una y otra vez, aunque el sol derrita sus alas. Como Penélope que no deja de tejer, aunque sepa que cada noche el tapiz será deshecho.
Y así, cuando el poeta habla, cuando el hombre se ha agotado en su esfuerzo, comienza la poesía, como nos enseñó Ortega: “La vida es una cosa, la poesía es otra... El poeta empieza donde el hombre acaba”, comenzando lo que no puede medirse, dando paso a lo sagrado, lo tierno, lo eterno: solo la luz.
Mágico poder celebra la vigencia de la palabra como poder curativo. Celebremos, con este poemario, el coraje de mirar de frente al abismo y responder con belleza. Celebremos que, incluso en medio del derrumbe aún hay poetas -Vázquez Medel es uno de ellos- que siembran almendros y manzanos. Y que, aunque todo se desmorone, aún existe un resplandor que puede guiarnos: el de los poetas que, como Shelley intuía, “sin saberlo el mundo, lo sostienen”.